Formentera es pequeña y la vivienda es escasa y, por lo tanto, cara. El turismo necesita trabajadores y los servicios de todo el año, también. Una década después de abierto el hospital, muchos empleados todavía tienen que hacer malabarismos para encontrar dónde instalarse. Otros se quedan por el camino. Los futbolistas, que empiezan temporada en agosto, cuando la isla está más llena, comparten pisos proporcionados por el club. Hay gente viviendo en barcos, caravanas e incluso en pasillos de casas compartidas con otros diez inquilinos.

Es el primer gesto de evasión de la clase media desde los años sesenta: llegar a casa después del trabajo, encender la televisión y olvidarse de todo hasta el día siguiente. Una cena y charla con la familia, una ducha fresca, regar las plantas o sacar al perro. Es la intimidad lo que más echan en falta los trabajadores que vienen de fuera para buscarse la vida en Formentera, pero no es fácil.

«Y si no tienes tu propia casa, parece que solo vives para trabajar», cuenta un joven de Barcelona que llegó hace un par de meses y no ve la forma de que su novia, aun con trabajo, se mude a la isla a vivir con él, que ocupa una de las habitaciones de un piso de la empresa.

Algo similar le ocurrió a Mounir hace unos años. Llevaba varias temporadas como empleado de mantenimiento de un hotel que le daba alojamiento, pero tras cuatro años yendo y viniendo desde Argelia a principio y final de temporada, su esposa y él decidieron mudarse juntos a la isla, vivir en pareja. «El hotel era como una cárcel: cuando terminabas de trabajar, seguías allí, con la misma gente», dice. Como ella todavía no tenía trabajo y con un sueldo no podían enfrentarse al alquiler, que difícilmente bajaba de los mil euros, decidieron irse a Alicante. «Encontrar alquiler para todo el año es una suerte. A mí me decían que en mayo tenía que salir... y por suerte no tenemos hijos. Con hijos es imposible vivir aquí», lamenta.

Es el caso de otra mujer de 41 años, que creció en Formentera. Se define «de aquí de toda la vida» y por eso no quiere que su nombre salga publicado. Es emprendedora, acaba de montar un negocio, pero ahora por primera vez ve pasar un verano con sus cosas en casa. Durante una década, cuando llegaba julio tenía que hacer las maletas y volver a vivir con sus padres. Era el trato que tenía con su casero para obtener un precio que se pudiera permitir en invierno.

«Con un sueldo normal de unos 1.000-1.200 euros, no se puede. Yo llevaba diez años mudándome cada verano, pero llega un momento en que te cansas. Me ha cambiado la vida poder saber al fin que tengo una casa para mí», exclama. «No me puedo creer que el año que viene no tenga que volver a salir».

Mounir, de 47 años, vuelve a trabajar en Formentera entre principios de junio y finales de agosto, donde hace tres veranos que forma parte de las equipos de limpieza de las playas, duerme en una caravana que le prestó un amigo y tiene todas sus cosas en un coche viejo. Trajo hasta aceite y algo de comida en conserva para ahorrar al máximo. En Alicante pagan 250 euros al mes de alquiler y ya se ha resignado a buscar trabajo allí y no volver a Formentera.

Mercado muy tensionado

Mercado muy tensionadoLos portales inmobiliarios como Idealista, que realizan estudios sobre el precio del mercado en las ciudades, consideran que la oferta en Formentera es demasiado pequeña para sacar estadísticas concluyentes. «En general, en todo el país la demanda es muy superior a la oferta. Eso tensiona el mercado y por esto encontramos los precios que encontramos», explica Beatriz Toribio, directora de estudios de Fotocasa, que tampoco tiene suficientes datos para hacer la muestra de Formentera.

Quienes buscan casa combinan entre grupos de Facebook y el boca-oreja. Pero ven barbaridades. Camila Tessio de Costamagna es de Madrid, tiene 31 años y ha pasado por todo desde que decidió mudarse a Formentera en 2010. De pequeña veraneaba aquí con su familia y decidió asentarse. Lo primero fue un trabajo en una discoteca con alojamiento incluido; después en la escuela de vela, y pasó de dormir en un pasillo (350 euros) y con otras nueve personas en una casa en Sant Francesc a compartir habitación con una amiga por 700. «Es inhumano. Acabas desarrollando una paciencia enorme para hacer cosas todo el día e ir a casa solo a dormir», explica.

El año pasado se mudó definitivamente para trabajar en una asociación de terapia para menores con discapacidad. Vino en septiembre porque estaba escarmentada y ya sabía que llegar en verano era absurdo. De todos modos, pasó cinco meses de casa en casa hasta encontrar su lugar en el que ahora, dice, está feliz. En este tiempo lo ha visto «todo» y cuando hay «algo», solo hay una opción: «quien no corre, vuela».

El modelo empezó a desintegrarse con la llegada del turismo italiano. Los hoteles, que tradicionalmente tenían espacios reservados para alojar a su personal, empezaron a ponerlos a disposición de los clientes. A principios de los 2000, el Ayuntamiento construyó los primeros 36 pisos de protección oficial. Hasta el año pasado, no se terminó la segunda hornada, de 14.

La consellera de Turismo, Alejandra Ferrer, asegura que «en breve» cederán un terreno al Govern balear para crear más vivienda pública, pero que este no es el camino para acabar con la escasez porque se trata de un servicio enfocado a un público muy determinado y con ingresos muy bajos. Según sus registros, el acceso a la vivienda se ha complicado desde hace alrededor de un lustro, cuando la llegada de turistas se intensificó de nuevo. De hecho, desde 2013, la ocupación media de la temporada no ha bajado del 70%, mientras que en los años anteriores estaba alrededor e incluso por debajo de esa cifra.

«Tenemos claro que se ha tocado techo y que el número de viviendas que hay en la isla no es suficiente para asegurar uno de los derechos más importantes, el de la vivienda para los residentes», declara. Para recuperar una bolsa de pisos para los locales, el Consell tiene un plan para regular la vivienda turística: limitarla y controlar su uso. «Era muy goloso convertir en turísticos los apartamentos residenciales porque no había una normativa clara para ir en contra de esas prácticas», añade, pero también es consciente de que la implantación tiene que ser paulatina para no llegar en pleno verano y, por ejemplo, desalojar a los turistas porque, en definitiva, son «la única industria que tiene Formentera».

El plan es añadir 5.000 plazas vacacionales para quedarse en alrededor de 20.000 y sacarse de encima alrededor de 7.000 que están funcionando de facto de forma irregular. Y en los núcleos de Sant Francesc, Sant Ferran y la Mola, solo estarán autorizados los residentes.

También las empresas han vuelto a ingeniárselas para asegurarse los trabajadores ofreciéndoles dónde dormir. Incluso la SD Formentera, después de la experiencia del año pasado, cuando los jugadores tuvieron que instalarse durante hasta el final del verano en el hotel de un patrocinador, han conseguido asegurarse pisos que ahora los chicos comparten. «Gente de aquí nos dejó apartamentos para todo el año. Unos los tenían en alquiler, otros estaban esperando licencias y no las obtuvieron, otros tienen una buena relación con el club y nos los cedieron», explica Pep Toni Bartolomé, portavoz del club.

Quien está deseando irse desde hace un año es Inma Roselló, una trabajadora del centro de día del Hospital de Formentera que, a sus 43 años, lleva casi uno buscando. Cobra mil euros en el Centro de Día y mientras tuvo pareja, lograba estirarlos, pero sola no ve la forma. Cuando llegó en 2007 pagaba 300 euros por una casita que «al menos tenía agua y luz». «Psicológicamente esto te machaca mucho, y mi trabajo (con personas dependientes) requiere de mucha serenidad. Lo único que pido es que al salir de hospital no tenga que ir a encerrarme en mi habitación porque no tengo casa».