«Esos van a África, seguro». Cuatro bimotores Junkers Ju-88, la chica para todo de la Luftwaffe durante la Segunda Guerra Mundial, sobrevolaban en esos momentos (las 18 horas del 11 de mayo de 1944) la Mola de Formentera, donde Pep Escandell Ferrer, Pep den Jaume des Camp, trabajaba en la era de su casa. «Seguro que van a África», se apostaron entre los presentes tras ver de cerca, casi rozando sus cabezas, aquellas siluetas oscuras, sus panzas cargadas de bombas y sus morros cabezones y acristalados apuntando a Argelia a 400 kilómetros por hora.

Pep Escandell, que por entonces tenía 22 años, olvidó lo visto (total, era frecuente que la aviación alemana o aliada hiciera cabriolas por la isla) hasta que tras caer la noche, mientras cenaba, escuchó «un ruido muy fuerte, como un trueno». A los quince minutos tocaba a la puerta José Gradaille Trobo, el farero de la Mola. Llevaba un candil en la mano: «Nos contó que un avión se acababa de estrellar delante del faro, en el mar, y que estaban lanzando bengalas. ´¿Vamos a por él?´, me preguntó», recuerda Pep Escandell.

El relato de Pep den Jaume des Camp debería acabar aquí si se da por cierta la versión oficial, esa en la que el farero cobra todo el protagonismo al ser el único que, tras decidir con su compañero, Antonio Ferrández Matamoros, quién se quedaba en el faro y quién salía en busca de los náufragos, salva al piloto del maltrecho Ju-88 que acababa de amerizar cerca de la costa. En esa versión oficial, Gradaille es el héroe que rema en solitario en una inestable xalana hasta el bombardero, que aún flotaba; es quien extrae con dificultades de la cabina al piloto, que entonces le apunta, amenazador, con una Lüger (que enfunda de nuevo al ver que su salvador es un coleguilla español), y es quien ayuda al aviador a ascender el empinado camino desde Cala Codolar hasta la Mola. Incluso el germano se desmaya, el farero lo coge en brazos y lo sube solo hasta la cumbre.

Gradaille y varios formenterenses y diploma concedido por el Estado alemán a José Gradaille. A. J. L. G.

El agregado Aéreo de la Embajada alemana en España otorgó al técnico mecánico de señales marítimas un diploma (encabezado por el escudo del águila real sobre la cruz gamada y lacrado con ese símbolo) en reconocimiento a «los actos de salvamento» del aviador alemán, además de una recompensa de 1.000 pesetas, un buen pellizco en esa época. A su hijo, Pep Lluís Gradaille, actual responsable del Jardín Botánico de Sóller, también le contó que el piloto al que rescató tenía clavada la palanca de mando en el vientre y que a su lado había otro tripulante acribillado.

Pero en ese relato, José Gradaille estaba solo. En el de Pep Escandell hay mucha más gente: «´Tenemos que ir a ver qué pasa´, me dijo Gradaille. Le dije que yo solo tenía una xalaneta pequeña, insuficiente, y que yo era muy joven y no estaba muy acostumbrado al mar, pero que podíamos ir a buscar a un hombre que vivía cerca de Cala Codolar, Xumeu d´en Puig, que era muy marinero (hacía la línea entre Eivissa y Barcelona en barcos de cabotaje) y tenía otra barca un poco más grande».

Mientras iban a por Xumeu d´en Puig, que con los años se convertiría en su suegro, Pep den Jaume des Camp vio otra bengala: «Así pudimos localizar mejor desde dónde la lanzaban». Y allí, a 300 metros de la costa (se ha llegado a hablar de que estaba a dos millas de la Mola) no había ningún avión flotando: con el farol de Gradaille vieron solo una inmensa mancha de carburante y aceite y un bote de goma en el que yacían tendidos los dos metros de larga humanidad del teutón: «Le preguntamos cuántos eran, y por señas, con los dedos, nos dijo que cuatro, tres de ellos kaputt». Según explica el historiador Pere Vilàs, aquel Ju-88 pertenecía al 3/KG 26. Es decir, formaba parte del Kampfgeschwader 26, conocido como el Escuadrón de los Leones por el animal que ilustraba su insignia.

Tras el trompazo que se acababa de dar, el alemán, aturdido, estaba para pocos trotes, de manera que solo extraerle del bote de goma y pasarlo a la lancha fue una tarea titánica: «Mi futuro suegro y el farero se colocaron a popa y yo a proa para que al cogerlo no volcásemos». El pequeño Pep Escandell, de metro y medio, empleó todas sus fuerzas para asir y tirar del cuerpo del alemán, medio metro más alto que él. «A punto estuvimos de volcar. De vuelta a la orilla nos decía ´españoles, camaradas´, o algo así».

Un Junkers Ju-88. Bundesarchiv y Pep Escandell Ferrer fotografiado hace unos días en la era de su casa, desde la que vio a los cuatro bombarderos alemanes dirigirse hacia África. Detrás de él, el faro de la Mola. J. M. Alcaraz

Una bota al bote

Subir con él por el camino desde Cala Codolar tampoco fue sencillo: el piloto necesitaba apoyarse en una o dos personas. Por fortuna «había mucha gente y militares en tierra», señala. Pero Escandell no recuerda que se desmayara. Tampoco que empuñara una Lüger; encima solo llevaba la pistola con la que lanzó las bengalas, con la que no les amenazó: «Lo que sí hizo fue tirar, desde su bote al nuestro, una bota. Se ve que era de lo poco que pudo rescatar al estrellarse», apunta.

Días después, aquel piloto observaba «triste» desde un acantilado cómo los buzos recuperaban los cadáveres acribillados del unteroffizier (sargento) de 25 años Leopold Reinegger (natural de los Sudetes y fallecido a causa de «hemorragia ventricular», según consta en su acta de defunciones de Formentera), y del gefreiter (cabo) Josef Zerik (este murió por «taponamiento cardiaco, era natural de Zecaendorf y tenía 22 años). «Nos dijo que había un tercer aviador que se había tirado al mar antes de que cayeran. Los dos que sacaron del mar en Formentera eran muy grandes. Trajeron unos féretros de madera, pero sus piernas sobresalían», indica Pep Escandell. Se ha hablado de un cuarto cuerpo, pero en los Ju-88 solo cabían tres o cuatro personas, a no ser que aquel fuera un vuelo muy especial. Es probable que se confundieran los datos de ese supuesto quinto aviador con los de otros alemanes fallecidos aquella misma noche en la costa de Eivissa o con los que un par de meses más tarde, también a bordo de otro Ju-88, se la pegaron en el mar pitiuso. Incluso Pep Escandell recuerda detalles tan significativos como los tres dedos que el piloto al que acababan de salvar mostró para indicar el número de sus compañeros que ya estaban kaputt.

«El piloto -agrega- observaba muy triste cómo recuperaban los cuerpos de sus compañeros. Hubo un momento en que me miró y sonrió, como si me recordara», comenta Escandell. Luego o bien se le olvidó o alguien tuvo un lapsus. Para la historia oficial, aquel en0rme alemán debía su vida solo al farero, y no también a un par de corajudos formenterenses, uno de ellos bastante canijo, que en medio de la noche salieron a las bravas en un pequeño bote de madera a buscar supervivientes. O al menos eso es lo que a sus 91 años cuenta, con una energía y una claridad poco habitual a su edad, Escandell. «No recibí ni una peseta. Ni yo ni mi suegro. Dicen que al farero sí le dieron 1.000 pesetas. Él no dijo nada. Supongo que le vendría bien. Tenía mucha necesidad y una paga pequeña. Ganaba para comer y nada más», le disculpa. Sin reproches. Recibió las 1.000 pesetas de los alemanes (cuando a los nazis les quedaban siete meses en el poder; el diploma está firmado por un general de división) y otras 1.000 más del gobierno español.

Pep Lluís Gradaille vivió pocos años en Formentera, solo los tres primeros de su vida, hasta ir a vivir a Mallorca. De la isla solo recuerda unas chumberas y poca cosa más. Tanto él como su madre pidieron reiteradas veces a su padre visitar de nuevo Formentera, pero el técnico de señales luminosas se negó: «No hubo manera. Había algo por lo que no deseaba volver, pero no lo dijo. Yo volví años más tarde y me reencontré con gente que tenía muy buenos recuerdos de él y de mi madre. Se lo dije, pero ni por esas».