A la una y media la campana de Sant Jordi se queda muda. Acaba de cruzar el porche la Virgen de Covadonga, la última imagen de la procesión que durante veinte abrasadores minutos ha recorrido el pueblo. Quienes las han cargado sobre sus hombros y brazos reciben el frescor del templo como si fuera el paraíso. Las catorce figuras (San Jorge y su dragón, San José, San Juan Bautista, San Vicente, San Isidro Labrador, San Antonio de Padua, el Corazón de María, la Virgen del Rosario, Santa Teresa de Jesús, el Corazón de Jesús, la Virgen del Carmen, la Purísima, la Virgen de Lluc y la Virgen de Covadonga) reposan a la sombra en los rincones de la iglesia. El párroco de Sant Jordi, Pere Miquel López, se relaja fumándose un cigarro mientras los demás religiosos que han participado en la procesión se deshacen de las casullas tras la mañana de fiesta.

Para Paula ha sido una mañana de fiesta muy especial. Ha paseado en caballo. En carro. Por primera vez en su vida. Le ha gustado mucho, asegura minutos después de bajarse del carretón tirado por ´Mora´. «Le gustan mucho los caballos», comenta su madre, Angelines, haciéndose oír por encima del barullo que reina desde primera hora de la mañana en la plaza del pueblo, por la que muchos pasean cargados de libros. Y de rosas.

Joana Guirado y Ana Ribas, responsables de la biblioteca, no dan abasto para llenar una y otra vez los huecos que van quedando en la mesa de los libros gratis. Títulos repetidos, que ya no tienen salida. Muchos proceden de donaciones. «Necesitamos sitio, la biblioteca se queda pequeña», apunta Ana, protegida del sol con un gorro de paja decorado con una franja de leopardo. Su compañera Joana lleva uno igual. Los ha comprado esta mañana al ver que el sol se había levantado con más espíritu de San Lorenzo que de Sant Jordi. Entre los últimos de los casi 400 libros que han regalado María encuentra una sorpresa. Un libro al que hace dos días no hubiera prestado atención y que hoy, sin embargo, siente que estaba ahí para ella. Como si ´La tempestad´, de Juan Manuel de Prada, hubiera salido a su encuentro. No le cae muy bien (y léase el muy bien como un eufemismo) el escritor, pero un amigo «especial» le recomendó ese libro hace dos días. Así que...

A solo unos metros, en una de las pocas sombras de la plaza, Rubén Pazos, de solo 17 años, firma y vende su ´Diario de un licántropo´. Está contento. Y su orgullosa madre, aún más si cabe. Lluïsa, de cuatro años, rebusca entre los libros de Nancy de uno de los puestos. «Lo tengo. Lo tengo. Lo tengo. Lo tengo...», repite cada vez más desolada. «¿No quieres otro libro? ¿Aunque no sea de Nancy?», intenta convencerla su madre. Pero no. Al final, la niña cambia los libros por un ramillete de las rosas (rosas, por supuesto) que vende la Asociación de Mujeres de Sant Jordi. El dinero de la venta de flores, coleteros y otras manualidades lo destinarán a organizar cursos y actividades culturales para las mujeres de la localidad. «Hace mucha falta cubrir esas carencias», apunta la presidenta, Teresa Castro, envuelta en el dulcísimo olor a algodón de azúcar que sale de una caseta cercana a la iglesia, donde, a falta de diez minutos para el inicio de la misa, la densidad de población supera la de la apertura de cualquier discoteca.

Fiestas de cámara y moleskine

Robert, del británico condado de Devon, ha perdido la cuenta de las fotos que ha hecho a los payeses y payesas de la colla de Sant Jordi que buscan refugio en el porche. «En el hotel nos han dicho que hoy aquí había procesión y bailes típicos. Nunca había visto unos trajes y unas joyas como estas», comenta, impresionado. Su mujer, Claire, se lo toma con más calma. Prefiere sentarse en el banco del porche. Mirar. Escuchar. Sentir. «Él no suelta la cámara, yo no me separo de mi libreta», apunta mostrando una pequeña moleskine. «Wooden sky. Fresh walls. Happy aged people. A smug cat and smug men in ties» («Cielo de madera. Muros fríos. Ancianos felices. Un gato presumido y presumidos encorbatados»), escribe con letra pequeña y apretada.

Uno de esos encorbatados es el presidente del Consell de Ibiza, Vicent Serra, quien, al ver a decenas de personas al sol en la plaza, no puede evitar pensar como un médico preocupado por el melanoma. Incluso da ideas de negocio: «Si los de Danacol se alían con la Fundación Española del Corazón no sé por qué los sombrereros no se alían con los dermatólogos». Y tras este pensamiento rápido vuelve a su ser político. A saludar y estrechar manos y felicitar las fiestas y sonreír. Y entrar en la iglesia, tan abarrotada, que los religiosos y los obreros que portan la cruz y hacen ondear el incensario deben aguardar unos minutos en la puerta e ir abriéndose camino hasta el altar. En el interior, la homilía. En el exterior, las homilías cotidianas. El porche como club social. Claudia y Zaira reparten besos entre sus amigas. David se lleva una soberana bronca de su madre por hacer explotar un petardo. Antònia Ribas y Maria Cazalla se detallan las últimas medicinas que les ha recetado el médico. Una campanada interrumpe el murmullo. «Eso es que ya ha acabado», apunta Toni Guasch. «O que es la una», rebate Miquel Prats.

Y tiene razón. Es la una. Aún faltan once minutos para que salga la procesión. Encabezada por un estandarte rojo. Y una cruz girada, con un Cristo que no mira al frente sino a los ojos de un Sant Jordi tambaleante. Como si bailara al son de una campana que sonará durante los próximos veinte minutos. Hasta que las imágenes regresen a sus capillas, de la iglesia salgan las cajas de orelletes y centenares de personas arropen a los balladors en la plaza del pueblo.