Aristóteles (384-322 a. C) ya lo decía, el ser humano es social por naturaleza, nace con esta característica que lo acompaña durante el curso de su vida, convirtiéndose en una necesidad inherente al ser humano. Por ello, sería difícil negar la evidencia de que necesitamos, de una forma u otra, de los otros para sobrevivir. No entraremos a valorar, la tradición alternativa a la de Aristóteles, de los pensadores del liberalismo político moderno al proponer lo contrario, y es que la condición social del ser humano no es natural, sino adoptiva o postiza. En este sentido, el azar ha querido mostrarnos, a través de la pandemia, el gran experimento que nos está poniendo a prueba, y es que el filósofo que quiso saber y conocerlo todo, parece ser que andaba más que acertado sobre esta cuestión. De modo que, ante las restricciones impuestas por la covid-19, se están dando distintas respuestas: resignación, frustración, desánimo, rebeldía… pero todas confluyen en la misma desembocadura del río, la desnaturalización y pérdida de sentido de la vida humana si se le impide ejercer su innata condición social. 

Como parte de la acción de socializar, se encuentra el fenómeno, por todos conocido y por algunos denostado, del turismo como manifestación absoluta de la socialización, la libertad el intercambio de culturas y la felicidad por antonomasia. El turismo, hasta convertirse en el enemigo público número uno de la sociedad, ha traído grandes logros para los ciudadanos en su conjunto: progreso, riqueza, inversiones, puestos de trabajo, calidad de vida, intercambio cultural, felicidad, prosperidad… Los detractores del turismo, sin embargo, le atribuyen efectos poco beneficiosos para la ciudadanía como son: consecuencias indeseables en la ecología del destino, deterioro de los recursos naturales, masificación turística, turismofobia, pérdida de calidad de vida de sus residentes al considerar que el turista amenaza la tan preciada paz social, menoscabo de la identidad cultural del destino… y así podríamos continuar. Lo cierto es que la economía de las Islas Baleares depende, nos guste o no, principalmente del turismo. Se ha hablado, largo y tendido, en estos días de la necesidad de diversificar nuestra fuente de riqueza. Sin duda, el sentido común nos conduce a ello, ya que no parece muy inteligente poner todos los huevos en la misma cesta. Ahora bien, la cuestión es cómo nos diversificamos, qué alternativas existen al turismo que sean viables, además de sostenibles, y que representen una opción factible y razonablemente plausible: la construcción, la industria, las energías renovables, el cine, el entretenimiento, la música, la gastronomía, la vuelta al campo… o, quién sabe, convertirnos en el nuevo Silicon Valley Español…. Se admiten ideas. No nos rasgaremos las vestiduras si surge alguna absurdez. 

A todo ello, se le une la dicotomía entre la economía (turismo, restauración…) y salud, que se nos está planteando, sobre todo, en tiempos de pandemia. Cabe plantearse, de forma objetiva, si es posible un equilibrio entre ambas. Aún más, si es posible que exista salud sin economía y economía sin salud. Lo cierto es que estamos siendo espectadores en primera fila de este experimento. El confinamiento, a corto plazo y con medidas eficientes (control de accesos con test rápidos, económicos y fiables en puertos y aeropuertos a todo el que entre en destino; cribado masivo y constante de la población; protección de los vulnerables, vacunación masiva…) puede dar buenos frutos en la mejora de la salud, pero cuando las restricciones se mantienen en el tiempo sin aplicar medidas eficaces como las que hemos expuesto, es un suicido colectivo, en términos de economía y salud. Más aún, si cabe, si las restricciones se aplican de forma arbitraria provocando el cierre de negocios y criminalizando, sin pruebas objetivas de ello, a ciertos sectores económicos que son el tejido productivo de nuestra sociedad. El cierre, por decreto, de dichos negocios, sin un plan alternativo que permita su subsistencia, es abocar a las pymes y demás empresas, excepto a los políticos y a la industria farmacéutica…, a la quiebra más absoluta, conduciendo a sus trabajadores al paro, a la mediocridad y a la ruina. Porque como ya dijo Aristóteles: La virtud es una disposición voluntaria adquirida, que consiste en un término medio entre dos extremos malos, el uno por exceso y el otro por defecto.