Dominical
Memoria de la isla: Reencuentro con Antonio Hormigo
Al repasar las grabaciones que le hice al escultor cuando preparaba el libro dedicado a su trabajo, ‘Hormigo, Matèria i Esperit’, he recordado algunos de sus comentarios que sería un error no compartir con el lector

Antonio Hormigo en su taller. / MOISÉS COPA
Ya en nuestros primeros encuentros advertí algo que me descolocó y agradecí, el contraste que se daba entre su sencillez y las explicaciones sustantivas de su trabajo, nada que ver con las obtusas interpretaciones que, las más de las veces, los artistas hacen de sus creaciones. No era el caso. Lo que Hormigo me descubría era su respeto por la materia que trabajaba, sus intuiciones, sus vivencias y algo muy extraño que todavía hoy no consigo entender, el hecho de que, llegado un momento, era como si sus manos, con inexplicable autonomía, pensaran y decidieran sobre la obra que ejecutaba. Tal vez era así. El caso es que, antes de dar el primer toque a la madera, un trozo de olivo o un viejo tronco salvado del aserradero, -rescate que, como decía, le daba a la materia una segunda oportunidad-, lo dejaba reposar un tiempo, a veces 10 o 12 meses, antes de hincarle la azuela. Necesitaba familiarizarse con sus texturas, arrugas y retorcimientos, para entrever la forma que pedía salir a la luz y, sólo cuando creía saberlo ponía manos a la obra y podía trabajar de corrido, convencido de liberar lo que la materia sugería.
Hormigo valoraba el silencio cuando trabajaba, pero en los intervalos que dedicábamos a cambiar impresiones, le gustaba hablar y me descubría aspectos de su particular manera de ver las cosas y de su personalidad que me desconcertaban. Baste un ejemplo. Cuando me cogió confianza, me entregó una gruesa resma de folios mecanografiados, una novela que había escrito animado por Rafael Azcona que, después de leerla, le aconsejó presentarla a un concurso en el que quedó en segundo lugar. En aquellos años, él, Azcona y Fernando Guillermo de Castro, -autor de ‘La isla perdida’-, tenían sus aventuras en San Antonio que Azcona recuerda después en ‘Los europeos’, uno de sus mejores textos que pasaron al cine de la mano de Víctor García León y Premio Goya al mejor guión adaptado. Pero me estoy apartando del tema. El caso es que he vuelto a leer la novela de Hormigo y pienso que es una pena que no llegara a publicarse.
En cada golpe que daba a la madera su obsesión era liberar la energía que permanecía oculta en ella
Lo que yo quería aquí es recordar de aquellas conversaciones con Hormigo, algunas de sus apreciaciones que más me llamaron la atención. Decía que en cada golpe que daba a la madera su obsesión era liberar la energía que permanecía oculta en ella. Comentaba que cada escultura era para él un viaje hacia el interior de la materia para objetivar y materializar en una forma su cualidad trascendental. Cuando en verano hacia aquellos comentarios, casi desnudo, calzado con alpargatas o descalzo sobre un andamio, era como un Sócrates revivido. A su manera, creía en el alma de la madera y trataba de explicar la interrelación de Materia y Espíritu con un ejemplo casero pero convincente: «Cuando comemos, convertimos los alimentos, productos de la tierra, en energía, en pensamientos y sentimientos, en vida, de manera que la energía espiritual se sustenta en la energía material que viene de la tierra». Comentaba que la inmovilidad y el estado inerte de la Materia, incluso de las piedras, son sólo aparentes. Estaba convencido de que la Materia está cargada potencialmente de energía. «La Materia está viva» es una frase que solía repetir, a veces, desde el andamio en el que trabajaba. A gran escala, me explicaba- esa energía de la Materia es la que se manifiesta en terremotos, géiseres y volcanes, pero también se manifiesta en lo infinitamente pequeño. Me dejó boquiabierto cuando me habló de la física subatómica que nos descubre el interior desconcertante de las cosas, donde infinidad de partículas invisibles, electrones, neutrones, protones, etc., mantienen el equilibrio necesario para que sean viables y estables las estructuras, las formas que vemos. Me habló incluso de la radioactividad de determinados materiales como el iridio, el radio y el plutonio. Pensaba que una única energía lo atraviesa todo, desde las estrellas más lejanas al más pequeño grano de arena. Hormigo, ante mi desconcierto, filosofaba.
La cualidad metafísica de la Materia
Ahora sé, cuando veo cualquier escultura de Hormigo, que no captamos todo su alcance si no reconocemos la cualidad metafísica de la Materia como elemento telúrico depositario de la vida, germinal y primigenio. Le comenté la cercanía que tenía su visión con la que nos ofrece en ‘El Medio Divino’ Theilard de Chardin. No lo había leído y le presté el ‘Himno del Universo’. Al cabo de varias semanas, en una de aquellas tardes que pasaba viéndole trabajar y que cuando terminaba aprovechábamos para charlar, -no faltaba nunca un vaso de un recio vino payés-, me enseñó unas cuartillas en las que, a bolígrafo, había copiado unos textos del libro de Theilard, concretamente del capítulo que habla de ‘la potencia espiritual de la Materia’: «Tú, que has comprendido que la Materia, tiene un alma que rescatar, abre tu ser y recibe el Espíritu de la Tierra que hay que salvar. Cansado de abstracciones y verbalismos vacíos, has querido medirte con la la Materia. Desde el momento en que la Materia, despojándose de su velo de agitación y de multitud, te descubrió su gloriosa unidad, desde el momento que había para siempre desligado tu corazón de todo lo que es local, anecdótico y fragmentario, sólo ella, la Materia, en su totalidad, será en adelante tu única y ardiente pasión». «No digas nunca, como hacen algunos: ‘La Materia está muerta’. ¡Penetra en ella, hijo de la Tierra, penetra sus capas ardientes, sumérgete en ella, allí donde es más impetuosa y profunda! ¡Lucha en su corriente y bebe de su olas, pues ella es fuente de vida!». Me dijo que el libro le había emocionado y me pidió que incluyera algunos de aquellos textos como entrada a los capítulos del libro que preparábamos. Y así lo hice.
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