Dominical
Memoria de la isla: La Penya, el origen de un humilde barrio de pescadores
La característica arquitectura de la Penya se adecúa a su irregular emplazamiento sin destruirlo ni nivelarlo, aprovechando sus accidentes en interiores y trama urbana

Imagen de una postal de la Penya en los años 80. / Arxiu Històric d’Eivissa i Formentera
Decíamos en nuestra entrega de la semana pasada que la arquitectura popular mediterránea no se da únicamente en las casas payesas de nuestro medio rural. La tenemos también en el medio urbano, sobre todo en la Penya y, por supuesto, también en algunas callejas de la parte baja de Dalt Vila. Aquí y ahora, sin embargo, nos centramos en el antiguo barrio de los pescadores que, para situarnos, circunscribimos al triángulo urbano que, extramuros, en el levante de la Marina y en dirección NW-SE, queda limitado en su poniente por las calles de Manuel Sorà y Emili Pou, la muralla por el sur en una línea que se prolonga en espigón rocoso hasta hasta la Torre del mar, quedando su lado NE limitado por los muelles de la dársena de levante, ámbito en el que incluimos, por similitud arquitectónica, la fachada portuaria de la Bomba. Sobre este preciso espacio entramos en harina.
En base a las escasas noticias que tenemos del origen del barrio, podríamos decir que se iría configurando de manera lenta y espontánea desde finales del siglo XV. Al no encontrar habitación dentro del recinto fortificado, las gentes que vivían del mar y las familias campesinas que huían de la inseguridad de las casas aisladas en los campos, se irían estableciendo fuera de las murallas, pero junto a ellas, buscando su protección. Dos motivos pudieron frenar su crecimiento hasta los siglos XVII y XVIII, la necesidad defensiva de mantener despejados los pies de la muralla y el riesgo que existía extramuros, como es prueba la incursión turca de 1578 que se llevó cautivos a 120 vecinos. El poblamiento significativo, por tanto, se daría pasado el peligro.
Marí Cardona, en ‘Ibiza, passa a passa’ recoge, a partir dels padrons de Sant Elm (1786), el número de familias o viviendas que en aquel entonces tenían algunas calles, datos que nos dan ya una idea relativamente precisa de su desarrollo: Carrer d’Enmig, 81, carrer Fosc, 36, carrer del mar, 32, carrer de la Mare de Déu, 62, carrer de la Murada, 12, etc. De manera espontánea, por tanto, se irían construyendo modestas viviendas en las callejas que se configuran superpuestas entre la muralla y los muelles, siguiendo más o menos la orientación E/W sobre el promontorio rocoso de levante del que arranca la escollera del puerto. Casas que por el norte miraban a la bahía y por el sur, colgadas sobre el cantil, a mar abierto.
Entre las primeras casas, que serían unidades aisladas, una aquí y otra allá, quedarían espacios vacíos, pero según pasaba el tiempo, al aumentar las familias y crecer las necesidades de habitación, se irían construyendo habitaciones anexas, a veces sobre las anteriores y en otras ocasiones a su lado, adosadas, aprovechando los muros de carga exteriores y cerrando con ello los espacios vacíos hasta dar, en las zonas más bajas del barrio, las largas islas de casas que, en hilera ininterrumpida, tenemos hoy en las calles de Cipriano Garijo, d’Enmig y de la Mare de Déu. En las zonas altas, en cambio, según se sube al pie de la muralla, el declive y la irregularidad del terreno darían una urdimbre viaria dinámica, caprichosa y de mayores contrastes, sin que ello impidiera mantener un orden estructural, convivencial e identitario, un importante ‘sentido de lugar’. Hoy, cuando vemos el barrio desde el baluarte de Santa Lucía, se nos impone un singular racimo de estructuras, una masa asimétrica pero armónica de módulos, alturas y terrazas, que se corresponde con la irregular topografía de su asiento. Otra característica de la Penya es la unidad de escala y habitación, la solidaridad de las formas predominantemente cúbicas, su vigorosa densidad poblacional, el sistema orgánico de su desarrollo, la laberíntica trama de sus desniveles y la angostura de sus calles, empedradas o todavía de tierra, alguna a tal punto estrecha que más que calle es callejón como el carreró del Gall y la travesía Fosca, por la que dos personas, al cruzarse, tienen que colocarse de perfil. En la necesidad de ser eficaz, la construcción sólo buscó cubrir las necesidades más básicas, de aquí que todos los espacios, interiores y exteriores, casas y calles, fueran concebidos con la máxima economía. Nada es superfluo. No sobra nada. En cuanto a los materiales de construcción, eran los mismos que se utilizaban en las casas rurales, una modesta albañilería y lo que quedaba más a mano, piedra caliza y marés, madera de pino -la sabina es extraña en el medio urbano-, cañas, arcillas y la posidonia seca que llamábamos algas. Hoy, en la Penya, todavía sorprende la honestidad y modestia de sus estructuras, su desarrollo orgánico, la geometría básica de sus formas, la funcionalidad de sus volumetrías y alturas que, siendo distintas en cada vivienda, respetan la medida humana y la uniformidad del conjunto. Y lo que en resumidas cuentas tenemos es una reiteración estructural que no deja de ser unitaria y en la que los continuos cambios de nivel reducen la gravidez de la masa, disimulan su anclaje y aportan dinamismo a los vectores direccionales del barrio. Es una arquitectura que se adecúa a su irregular emplazamiento sin destruirlo ni nivelarlo, aprovechando sus accidentes en los interiores y en la trama urbana. El resultado es una rica variedad de formas y espacios habitacionales que facilitan la expresión de lo individual y la participación vecinal en lo cotidiano.
La poética mirada de Josep Pla
“Amb l’esquena a sud, a l’esquerra es produeix el barri pescador i popular de la ciudat que, edificat als rocs del penya-segat sobre el qual s’enganxa l’escullera del port, és furiosamente blanc i pintoresc. Les cases penjades sobre el mar fan un conjunt de carrerons superposats i tenen un tipisme mediterrani sorprenent. Els blancs de les cases, l’abundància de calç, la vivacitat dels volums i els detalls innombrables fascinen la mirada, tant en la llum solar i aclaparadora de l’estiu com sota la més estàtica i aturada de les nits de lluna. Aquesta llum produeix com una màgia que transforma l’agombolamet urbà en una aparició poética, i tot queda flotant, idealitzat en una llum blanca i dolça, lleugerament grogenca. En la sedosidat formiguejant de la llum nocturna, tot sembla transformat, suspès, embolicat en un baf sensible i delicat”.
Josep Pla, a ‘Les illes’.
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