Memoria de la isla | Siempre nos quedará el Pereira

«Tuve mi primer contacto con el cine cuando tenía cinco años, en el pueblo de San Antonio, en Ibiza, donde viví con mis padres antes de la Guerra Civil. Las tardes de domingo íbamos a la Sala Torres. Se proyectaban películas del Oeste. El sonido no había llegado aún a la isla y aquellas sesiones las amenizaba un pianista situado debajo de la pantalla». ‘Los días grises’. Antonio Isasi Isasmendi.

Fachada del Teatro Pereyra restaurado. / VICENT MARÍ

Fachada del Teatro Pereyra restaurado. / VICENT MARÍ

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Ibiza

Los dos grandes cines de nuestra infancia en Ibiza fueron el Teatro Pereira y el Cine Serra. Sus mágicos interiores –pantalla sobre el escenario del viejo teatro, patio de butacas, palcos de platea y del primer piso con sus cortinas rojas y sus sillas ‘tonet’, las lunetas laterales en el segundo piso con su banco corrido y en el culo de la sala, al fondo y en lo más alto, la bancada popular y vocinglera del ‘gallinero’. Yo conocí el Pereira como cine, pero en otros tiempos acogió actos políticos, conciertos, funciones circenses, combates de boxeo y bailes. Cuando ahora voy a las anodinas salas de los Multicines recuerdo con nostalgia aquel Pereira de nuestra infancia que poco faltó para que lo arruinara la piqueta. Declarado BIC (Bien de interés Cultural) y ahora recuperado, tiene una segunda oportunidad bien merecida como espacio polivalente de música y espectáculos. Parafraseando el tópico final de Casablanca, podemos repetir lo que Humphrey Bogard le dice a Ingrid Bergman: ¡Siempre nos quedará el Pereira!

Preservada la fachada como era, el Pereira es un edificio icónico de nuestro imaginario sentimental. Sus constructores tuvieron muy en cuenta que la fachada del teatro tenía que ser, valga la redundancia, ‘teatral’, un auténtico proscenio desde la calle. Hoy la contemplo desde la también resistente sombrerería Boned que sobrevive frente al teatro y nos regresa a la infancia. Siendo sencillo, el edificio está lejos de ser discreto por su insólito rosa. Con una sola altura exterior –en su interior suma dos plantas a la platea-, contrapesa su horizontalidad con la verticalidad de sus columnas y los altos vanos de sus balcones. Dos alas idénticas encuadran la parte central de la fachada, un cuerpo y medio más ancha que los módulos laterales y que, retranqueada, deja en el piso superior una terraza balaustrada sobre la calle, muy propia para discursos y que siempre vimos con tres banderas que, según los tiempos, cambiaban los trapos. En aquel primer piso estaban –cosa de aquellos años- los sindicatos verticales.

Clasicista y colonial

De querencia clasicista y colonial, el teatro remata su cuerpo central con un frontón a la griega, tímpano floral y medallón con fecha inaugural, 1898. Como si se tratara de un templo, el vértice del frontón coincide en su vertical con la entrada del teatro que así queda focalizada. Son asimismo destacables los relieves ornamentales de los balcones con un blanco inmaculado en las columnas y en el perfilado de los vanos. A la izquierda de la entrada principal estaba la taquilla del cine y toda la zona porticada era la terraza de la cafetería que recuerdo con mesas de marmolina y sillones de mimbre, aunque también era lugar de paso que, salvando el mobiliario, cruzábamos los viandantes. La solución porticada la adaptaron con acierto los edificios colindantes, por la izquierda y la derecha en el mismo lado de la calle, -Conde del Rosselló-, entre el paseo de Vara de Rey y la muralla. Los otros lados del edificio son irrelevantes. En su lado sur, -carrer Pere Sala-, quedaba una mercería, una escalera que daba a dos pequeñas viviendas, -la de na Consol y en Palerm- y los pequeños almacenes de Paco Lleig i Paco es Selleter, mientras que en su lado norte, -calle de Abel Matutes-, teníamos la fábrica Manyà de gaseosas y sifones y la entrada que compartían el ‘gallinero’ del teatro, la cabina de proyección del cine, unas dependencias de Falange y la Escuela Nacional Preparatoria de don Ernesto Castelló que fue mi maestro. Finalmente, en el poniente del edificio que daba al Parque, había una verdulería y en la esquina el magatzem d’en Manuel des Coc que allí tenía, sobre todo, sacos de algarrobas y patatas.

La cafetería-bar del entonces cine era providencial para el cinéfilo que en el intermedio de la sesión, siempre doble y con NO-DO, aprovechaba para tomarse un carajillo. Nosotros, niños entonces, si las películas eran toleradas, nos comprábamos un pirulí, chufas o cacahuetes. Al margen del cine, el bar tenía su particular feligresía, la de los payeses que el camión-correo dejaba en la acera de enfrente, donde estaba el bar Añón o Domingo, los guardias civiles que tenían su cuartel a dos pasos y, en fin, vecinos de la Marina. El Pereira era un buen lugar para la cháchara, matar el tiempo y echar una partida con los amigos. Su atmósfera interior en los inviernos era densa, cargada por el humo de los fumadores –todo dios fumaba-, y por el guirigay de voces de la parroquia, los secos chasquidos sobre las mesas de las fichas de dominó y los ronquidos sibilantes de su enorme y afónica cafetera. El Pereira tenía también reservados en los que se jugaba a las cartas, hecho que con frecuencia daba en desarreglos que acababan en la caserna de la Guardia Civil.

Todavía hoy, el viejo Pereira despierta en muchos de nosotros el recuerdo de aquellas tediosas tardes de domingo en las que el cine nos salvaba del aburrimiento, sobre todo si el señor Bécares, el portero, nos dejaba colar una vez que había comenzado la sesión. En la oscuridad de la sala vivíamos emociones y aventuras, reíamos, aplaudíamos, pataleábamos y pasábamos incluso miedo con Drácula y Frankenstein. Fuimos espadachines en Scaramouche, cowboys en La Diligencia, cazadores de ballenas en Moby Dick, trapecistas en El Circo, bucaneros en La isla del tesoro y aventureros en Las minas del rey Salomón. El Pereira fue una fábrica de sueños, un universo mágico y familiar. Stan Laurel y Oliver Hardy eran el Gordo y el Flaco. Buster Keaton era Pamplinas y Chaplín era Charlot. En una ocasión, fuimos incluso testigos de cómo se fabricaba en el Pereira uno de aquellos sueños que luego veíamos en la pantalla. Fue cuando rodaron Los tres que robaron un banco, con Manolo Morán de protagonista que soltando tiros entraba y salía de la cafetería del Pereira y de la Banca Matutes. En el Pereira, mundo mítico para nosotros, se fundían la realidad y la ficción.

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