Dominical
Imaginario de Ibiza: Ibiza y la agonía de los peces fuera del agua
El gran reto de la isla es encontrar estrategias que permitan vivir del turismo sin ahogarse en él. Cala d’Hort constituye un ejemplo ilustrativo de cómo un lugar paradisíaco puede acabar envuelto en una encrucijada de incierto final

Pie de foto pie de foto. / X.P.
Dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes (Jorge Luis Borges).
Hace muchos años, cuando vi por primera vez ‘La larga agonía de los peces fuera del agua’ (Francesc Rovira Beleta, 1970), se me quedó grabada una escena en la que los pescadores ibicencos van llenando de gerret toda la cubierta de su llaüt. Sobre ella, los peces saltan lanzando destellos de plata mientras agonizan por la falta de agua. Por esos extraños vericuetos de la mente, la escena provocó que me preguntara si la asfixia del caramel al abandonar el medio acuático es equiparable a la del hombre que se ahoga en el mar. Si ambos finales provocan en los seres que los padecen una angustia equiparable.
La película la protagoniza un joven Joan Manuel Serrat, que interpreta a un pescador ibicenco de los tiempos hippies que se enamora de una turista inglesa y acaba siguiéndola a Londres. La agonía de los peces moribundos fue la metáfora empleaba por el realizador barcelonés para ilustrar la angustia y el tedio que experimenta su personaje en una isla que se le queda pequeña. Nuestra congoja de hoy, al menos la que afecta a un buen número de ibicencos, es parecida a la de Serrat, aunque no por las limitaciones y el provincianismo que padecían quienes habitaban la Ibiza de hace 50 o 60 años, sino por la saturación y los excesos.
Los apóstoles de la autoayuda, que en muchos casos representan una versión actualizada de los antiguos charlatanes de feria que vendían crecepelo, bálsamos y otras variedades de humo, aseguran que el secreto para no morir de éxito es aprender a decir “no”. Si, por el contrario, aceptamos la realidad que nos viene sin establecer límites o damos la callada por respuesta, que viene a ser lo mismo, el patrón siempre se cumple y la situación se desmadra hasta tornarse irreversible. Por farsantes que resulten los sacamuelas del siglo XXI, hay que reconocer que no dejan de tener razón en este punto. Y es normal que así sea, porque se trata de una verdad de Perogrullo que, por razones que se me escapan, los ibicencos hemos sido incapaces de asimilar.
La fotografía que acompaña el texto resulta especialmente certera para ilustrar esta idea de afrontar el desmadre y la agonía trágica que sobrevuela la isla. Muestra la orilla de Cala d’Hort con el esplendor de un momento de equilibrio. La orilla ciertamente está ocupada, pero no atiborrada. Las hamacas y sombrillas están alquiladas, las mesas de los restaurantes se intuyen ocupadas bajo la sombra de los porches y hay algunos barcos fondeados, pero no los suficientes para que estropeen la vista de es Vedrà a los bañistas y comensales. No se percibe agobio alguno. Se tomó hace tres o cuatro veranos, durante esa semana extraña, casi onírica, que navega entre los estertores de agosto y los albores de septiembre, en la que Ibiza se queda medio vacía, aunque luego retome el impulso.
En Cala d’Hort se busca una solución que limite el caos infumable que allí se genera en los atardeceres del verano, cuando miles de coches colapsan los caminos del vecindario, impidiendo a los residentes entrar y salir de sus hogares. Primero se cerró la zona del parking y ahora se planea reabrirla aplicando una tarifa, que, desde luego, no deberían tener que abonar los residentes, inocentes de la saturación que allí tiene lugar. Habrá que esperar a ver cómo evoluciona el asunto, pero la experiencia cada vez nos conduce a la conclusión de los charlatanes: no queda más alternativa que empezar a decir “no”. La escena de Cala d’Hort, con la perspectiva de la lejanía, desde en medio del mar, ejemplariza el turismo que necesitamos para seguir viviendo. Ni más, ni menos.
Colapsos inevitables
Este verano el Consell Insular ha puesto en práctica una estrategia de limitar los coches que vienen a la isla. En otoño también habrá que evaluar los resultados obtenidos. Sin embargo, en Ibiza, entre vehículos de residentes, taxis oficiales y piratas, coches de alquiler, etcétera, tenemos suficiente cantidad como para colapsar cualquier lugar al que se acuda masivamente. Ya sea para contemplar la puesta de sol o bailar en una macrodiscoteca con accesos claramente insuficientes.
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