Memoria de la isla | La luz en el ‘porxo’

El espacio porticado en la fachada, con todas las variables imaginables, lo encontramos desde la antigüedad en muchas arquitecturas. Es el pronaos del templo clásico y el pequeño porche de la casa humilde que vemos en todos los pueblos mediterráneos.

‘Porxo’ de una vivienda de Santa Eulària. / D.I.

‘Porxo’ de una vivienda de Santa Eulària. / D.I.

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Ibiza

No conozco ningún caso en el que, como tenemos en Ibiza, el espacio porticado en la fachada se repita, en casas y en iglesias, de forma tan reiterada. El porxo, bien lo sabemos, es una forma de galería o espacio cubierto que, adosado a la fachada, se abre al exterior en uno o varios lados, por columnas o arcadas. Es un ámbito de transición entre el espacio público (exterior) y el interior (privado). Todo hace pensar que en nuestras latitudes es un complemento arquitectónico que se impone con el paso del tiempo por varios motivos, salvar la excesiva insolación de un frontis que mira al sur, matizar la luz que alcanza los interiores y conseguir un espacio semiabierto que alivia el cerramiento de la casa y ofrece un lugar en el que quienes la habitan pueden puede estar y trabajar. En los templos, por supuesto, el porxo tiene una función vestibular y de acogida por el que pasamos del espacio pagano (exterior) al espacio sagrado (interior).

Uno de los aspectos más interesantes del porxo es que consigue una graduación intermedia de la luz que facilita la acomodación visual y evita el excesivo contraste entre la restallante luz exterior y la relativa penumbra de los interiores. A esta iluminación atemperada contribuye no sólo la mesura de sus dimensiones, la discreta altura de su techo, la considerable abertura que dejan arcos o columnas y el poder reflectante de la cal que introduce la luz hasta los últimos rincones. Pero la lección de iluminación que el porxo proporciona no se refiere sólo a las condiciones materiales que la regulan y a las texturas superficiales que pueden potenciarla o darle un determinado matiz, sino que se refiere a la condición de la luz misma, en sí misma. Porque la arquitectura del porxo nos muestra cómo debe ser la que podemos calificar luz óptima. Y es que la buena luz no es lo mismo que mucha luz. A pesar de que, cuando no vemos bien una cosa, nos limitamos a pedir más luz, un exceso de luz, lejos de ayudarnos, nos resulta incómoda, nos deslumbra, nos deja tan a ciegas como la misma oscuridad. Este fenómeno encuentra explicación en lo que conocemos como umbral de percepción, según el cual la cantidad de luz no es tan importante como su calidad.

Intuición y experiencia

Es algo que comprobamos con facilidad: si ante la esquina formada por la intersección de dos planos blancos los iluminamos por igual con dos focos, la arista pierde su perfil y apenas se aprecia. Puede que la identifiquemos por el carácter estereoscópico de nuestros ojos, pero nuestra visión se empobrece, cosa que no sucede nunca en nuestra arquitectura, donde la luz es siempre menor en uno de los lados, diferencia que permite que la esquina se defina con claridad. Es la razón, fruto de la intuición y la experiencia, de que nuestra arquitectura no utilice nunca la luz frontal que siempre es más pobre: cuando la luz cae sobre un relieve en ángulo recto hay un mínimo de sombra y un menor efecto plástico porque la percepción de la textura depende, precisamente, de que se subrayen las diferencias de relieve que mata la luz intensa. De aquí la importancia que tiene que en el porxo la luz entre oblicuamente. En tal caso, la cantidad y calidad de la luz que se refleja en los espacios de sombra definen bien, incluso en los rincones, texturas y relieves.

No es de extrañar que, desde el punto de vista de la iluminación, el porxo sea el espacio que, a nivel arquitectónico y estético, cause más impresión. Dejando atrás la luz excesiva del exterior, el porxo crea y sugiere intimidad, es una luz que se ensimisma y se recoge. La gran masa de albañilería se ve aligerada por sus arquerías encaladas entre las que la luz se filtra suavemente y toma cuerpo en haces difusos que facilitan nuestro acomodo a la penumbra de los interiores. La luz del porxo es un pequeño universo de claroscuros, contrastes, reflejos y sombras. Es una luz que despierta, da vida y tiembla en los relieves de los pilares y muros. Una vibración lumínica que proporciona un sentimiento de temporalidad más acusado que el que nos puede dar un reloj, porque supera la frialdad de su tic-tac mecánico al fundirse con la materia que ilumina. «Es una luz –me dijo un amigo sacerdote en el porxo de la iglesia de Santa Eulària- que espiritualiza la piedra». Y puede que tuviera razón, porque hay algo distinto en el porxo de una iglesia y el de una casa. En el de la iglesia uno tiene la impresión de que el porxo tiene cierto hermetismo, cierto misterio, posiblemente porque se nos impone como umbral de lo sagrado.

Una luz domesticada

La vivencia del porxo no se agota. Lo vemos mil veces y nos sigue sorprendiendo cuando volvemos a verlo. Hay algo inefable en su arquitectura que se materializa en el espacio, como ese otro algo que, en el caso de la música, se realiza en el tiempo. Aquí, en fin, no tenemos una luz neutra o impersonal, tenemos una luz provocada y domesticada, una luz para la casa y de la casa, una luz para el templo y del templo. Esta sorprendente sencillez en el manejo y distribución de la luz en el porxo de nuestras casas y templos es una lección que descubre lo mucho que a nivel estético puede aprender, de la sensibilidad de ayer, la arquitectura de hoy. Una sensibilidad que hace de nuestra edilicia una auténtica obra de arte. La luz, en definitiva, como la cal, su inseparable compañera en nuestra arquitectura, lo invade todo. Con gozo, de puertas afuera. Con medida, de puertas adentro. Esta arquitectura, colmada de luz y cal explica que el poeta llame a Ibiza ‘Isla blanca’.

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