Memoria de la isla | Fuentes con aura y pozos como capillas

«En els balls que es celebraven a les esplanades de davant els pous hi veig una relació amb creences i ritus màgics de civilitzacions molt més antigues que la catalana. De fet, que jo sàpiga, a les terres del Principat no coneixen aquestes cerimònies». ‘Les fonts i el ball pagès’. Marià Torres i Torres. (Rev. Ibiza 1979).

El agua corre en es Broll de Buscastell. / J.M.L.R.

El agua corre en es Broll de Buscastell. / J.M.L.R.

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Ibiza

El secreto de la vida está en el agua que buscamos hoy en las estrellas. Era algo que ya sabían hace casi tres mil años los primeros pobladores de nuestras islas, que no se conformaron con la que fluía abundante y de forma natural en los manantiales. Aquellas gentes llegaron con el arte oscuro y poderoso de detectarla en las corrientes subterráneas que fluían invisibles y silenciosas en tierras requemadas y sedientas. En ello les iba la vida. Habían heredado aquella misteriosa habilidad de sus ancestros, nómadas del desierto que, cambiando el camello por la barca, se habían convertido en nómadas del mar, ‘pueblos del mar’. Esto explica que al llegar a la isla practicaran su viejo saber y que nuestros campos se poblaran de pozos de los que conseguían agua de forma manual, con cubos y cuerdas, o con el artilugio maravilloso de la noria que ya se utilizaba en Mesopotamia y Egipto, cangilones de barro o de madera ensartados en un rosario continuo y vertical que, movido por mula o asno, descendía y la extraía de lo hondo.

El caso es que aquella antiquísima ‘cultura del agua’, por su distinta condición, según era de manantial o de pozo, tuvo un lógico reflejo en muy distintas creencias y costumbres. Si en el entorno de los pozos surgieron mitos y leyendas, en los manantiales o fuentes lo que se detectaba con veneración y asombro era un ‘aura’, una gracia o bendición, un agua que se consideraba ‘sagrada’ porque se veía como un regalo de Gea, divinidad ctónica primitiva, Madre de la creación, de la Tierra y los humanos, símbolo de fecundidad y benefactora de la vida. De aquel reconocimiento pueden venir las maravillosas pinturas cuyo origen y antigüedad se desconocen y que tenemos en sa Font d’en Miquelet (Santa Gertrudis) y en sa Font d’en Prats (Atzaró). No puede extrañarnos que el entorno de los manantiales se considerara mágico, revelador y festivo, un lugar donde bailaban náyades y ninfas que dio lugar, en justa correspondencia, a nuestras primeras danzas que eran de ‘agradecimiento’por aquel sorpresivo, espontáneo y benefactor flujo de aguas vivas que buscaban la luz.

El caso de los pozos era distinto, porque el hombre espiaba las entrañas de la tierra y extraía por la fuerza sus aguas oscuras que, esquivando la luz, fluían ocultas. Y como el hombre sabía que con los pozos le robaba el agua a la tierra, sus bailes en ellos quisieron ser de desagravio y reconciliación con las fuerzas del inframundo, dando lugar a mitos y leyendas. Siempre se ha dicho que, en nuestros pozos, els barruguets, los duendes guardianes del pozo, impedían la ascensión del pozal si no se dejaba en el brocal, en compensación, un poco de pan y queso. Y otra inequívoca y bellísima señal de conciliación y disculpa por parte del hombre que excava un pozo –algo que nuestros payeses han hecho con exquisita sensibilidad- es levantar sobre él una arquitectura reverencial, una sencilla oración de piedra, una capilla desnuda y blanca sobre la tierra reseca.

Quienes en la isla éramos niños en los años 50 tuvimos la suerte de conocer los trazos esenciales y prácticamente inalterados del Viejo Mundo y, por supuesto, aquella feliz cultura del agua que hoy, con la sequía que arrastramos, cuando el río de Santa Eulalia es un cauce seco que apenas señalan las cañas y las adelfas, cuando ya no manan las fuentes, los pozos dan agua salobre y las norias se ven arruinadas, aquel mundo de muchas aguas nos parece un sueño. Pero fue real. Tal vez no son del todo reales mis recuerdos idealizados y subjetivos, pero afortunadamente tenemos datos más fiables que mi memoria.

Revientan los ‘ullals’ de sa Talaia y es Broll de Buscastell

José Miguel L. Romero

Es Broll

Nos da noticia de aquellas aguas el fascinante recorrido que Felip Cirer i Costa hace en ‘Buscastell (1991), donde describe el valle, el Broll y la secuencia de feraces huertos, cultivos, pozos, acequias, aljibes y molinos. Después, en 2005 y 2006, salió a la luz el formidable trabajo de Juan Josep Serra Rodríguez, ‘Inventari del patrimoni hidràulic de les Pitiusas’. Y textos singulares son también, entre otros, la ‘Guía mágica de fuentes y pozos de Santa Eulalia del Río’ de Michel Ferrer Clapés, el ‘Calendari de balls a pous i fonts d’Ibiza i Formentera’ de Joan Marí Tur, además de las referencias a las aguas que tenemos en Marià Villangómez, Marià Torres i Torres, Joan Marí Cardona, Enrique Fajarnés, Jean Serra, Antoni Marí, Vicente Valero, Antonio Colinas, Josep Marí…

El raro espécimen que hoy, mochila al hombro, hace los escasos caminos de tierra que todavía nos quedan, ese prodigioso carrusel de colinas y valles de la Ibiza interior, aún encuentra secretos rincones que le harán detenerse. Lejos del asfalto, coches y ruidos, sin periódicos, radios ni televisiones y con el teléfono móvil silenciado, descansa la mirada en lo que ve y el oído en lo que oye, la música del bosque, el canto de los pájaros que cruzan mensajes y la leve brisa que mueve el ramaje. El caminante descubre un mundo inaugural olvidado y mira de modo muy distinto cuanto le rodea, árboles, plantas y piedras. En esos rincones puede descansar sin hacer nada, sin pensar nada, comprobar que mantener la mente vacía, cosa que le parecía una proeza, es perfectamente posible. Con el convencimiento de que ha descubierto un paisaje primigenio que le une a los tiempos en que los dioses erraban.

Pero caminar la isla le reserva otro encuentro que supera cualquier otro hallazgo, el pozo, la capilla blanca que el payés ha levantado, un poema de piedra que en su enjalbiego, en su desnuda cal, azulea y nos deslumbra. El caminante ha llegado cansado, sudoroso, sediento. La portezuela de madera sólo la cierra un cordel. Un pozal de latón cuelga de un travesaño de sabina encastado en las paredes de la capilla y tiene cuerda suficiente para bajarlo hasta el agua que, dormida en lo hondo, despierta con el chapoteo cuando el cubo la alcanza. Al izarlo, tiene la tentación de un niño y le grita al duende: «Eh!‘¿Hay alguien ahí?». La voz resuena muy abajo, pero no hay respuesta. El agua le llega viva, limpia, fría. El caminante la bebe haciendo un cuenco con las manos. Con tragos lentos. Con tragos largos. Y con la sed saciada –no hay mayor placer-, puede volver al camino.

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