Memoria de la isla: Desde la azotea

En la Marina que recuerdo había una gran afición a las palomas mensajeras. Por increíble que parezca, se las llevaban a Castellón, Murcia y más lejos, las soltaban y, si no las interceptaban los halcones y los gavilanes, regresaban a Ibiza

Dos gorriones vuelan a la mano de un anciano para comer. / JOSÉ HUESCA (EFE)

Dos gorriones vuelan a la mano de un anciano para comer. / JOSÉ HUESCA (EFE)

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Ibiza

En la casa donde viví algunos años, cas Saboner, uno de nuestros vecinos tenía en un jaulón de la azotea no sé cuantas palomas y para entrenarlas las soltaba en las atardecidas. (Nada que ver, por cierto, con las palomas sucias e infectas que, junto a las gaviotas, han poblado luego los cielos de la ciudad).

En el esquinazo de las calles episcopales de Azara y Cardona, el edificio almagre de Campos tiene una presencia contundente y severa, una colonial y clasicista voluntad de estilo que contrasta con las sencillas casas del entorno. En el 2º piso del formidable casón, entre mis 10 y 15 años, tuve la ventaja de una magnífica azotea, un secreto cuartel y un observatorio incomparable sobre la ciudad. Las calles quedaban muy abajo como encajonadas y arriba todo era un mundo de techos y tejas, barandillas, tragaluces, balcones con macetas y tendederos, muchísimas antenas de televisión como esqueletos, derechas y torcidas, y en una terraza vecina un rosario de cubas que parecían de zinc, plantadas de tomateras.

Nuestra azotea quedaba por el sur casi a la misma altura de la muralla, por encima de la mayoría de las otras casas de la Marina y Dalt Vila se veía como al alcance de la mano. Sobre los tejados sobresalían los mástiles de los veleros que amarraban en el poniente de los muelles y se podía ver, incluso, el hilo de humo que soltaba el barco-correo de la ‘Trasme’ cuando entraba o salía del puerto. En un rincón del rellano de la escalera que subía a la azotea, entre los trastos desahuciados que dejaban los vecinos, guardaba escondidos en una caja de cartón los tebeos que compraba con mi estipendio semanal, El Jabato, El Pequeño Luchador, El Hombre Enmascarado, El Capitán Trueno y muchos otros. También escondía allí mi tirachinas, trocitos de vidrio y barro que los chicos encontrábamos en las tumbas de la Necrópolis y una red para cazar pájaros que, con mi amiga Margarita, robé en el cuartel que la Benemérita tenía en Azara.

Siendo mi progenitor sargento de carabineros, yo tenía paso franco en la caserna donde vivían algunos de mis amigos. En el primer piso, al lado de la Comandancia, había un trastero en el que se amontonaban infinidad de cachivaches, muebles viejos, herramientas y cosas que, confiscadas y sin utilidad, se destruían de tarde en tarde en la cuadra de la planta baja. El caso fue que, con Margarita, hija del guardia Millán Colomar, de mi misma edad y que me gustaba mucho, nos colábamos a la búsqueda de ‘tesoros’ en aquel mágico desván. Un buen día, localizamos una de aquellas redes que se utilizaban para cazar pájaros. Estaban prohibidas, pero aquella, nada más verla supimos que sería nuestra.

El problema era sacarla del cuartel sin que nos viese el ‘guardia de puertas’. Marga, más decidida y más loca que yo, se ofreció a distraerlo. Como ella guardaba su bicicleta en la cuadra que estaba delante de la garita de la entrada, le pidió al guardia si podía acompañarle para coger la máquina que colgaba de un gancho en una pared. Aquello bastó. Mientras estaban en ello, salí disparado del cuartel hacia mi escondite, el rellano de la escalera de cas Saboner.

Aquellas redes ya las había visto el año que viví en Sant Joan. De unos 90 x 45 cm., la malla quedaba sujeta a una varilla metálica ovalada, de 2 cuerpos, de media circunferencia cada uno, que se doblaban sobre sí mismos por un resorte de muelle que sujetaba el cazador con un cordel y que, al dar un tirón, liberaba una de las hojas que cerraba la red con lo que hubiera debajo. En Sant Joan, en el campo, cuando el calor apretaba en verano, se hacía una hoya en el suelo, se metía en ella un cuenco con agua y sobre él se armaba la red. Uno quedaba escondido y cuando los pájaros acudían a beber, ¡zas!, se cerraba la red y quedaban atrapados. Es lo que Marga y yo hicimos de mala manera en la azotea.

En cinco días atrapamos dos gorriones y un jilguero, pero nuestra cinegética aventura duró poco. El sexto día nos pilló mi padre que hizo honor a su uniforme y clausuró la caza. Tuvimos bronca -más yo que Margarita-, nos requisó la red que devolvió al cuartel y se llevó los pájaros que teníamos enjaulados en un rincón de la azotea. Lo sorprendente de la requisa pajaril es que mi padre soltó los dos gorriones y, aficionado como era a la cría de canarios, se quedó con el jilguero con el pretexto de cruzarlo con una canaria y conseguir un ‘pardillo’ que, según decía, tenía silbos de verdadero tenor. Marga y yo nos quedamos a cuadros. Era muy difícil entender a los mayores. Desde aquel día, nos tuvimos que conformar con ver cómo nuestro vecino entrenaba a sus atletas aladas, lo que tampoco estaba mal.

También descubrimos a un mirlo que, siempre a las mismas horas, aterrizaba cauteloso en la terraza y aprovechaba la comida que las palomas esparcían fuera de la jaula al picotear en sus comederos. Y en un rincón de la escalera nos fascinaba un pequeño dragón que se desplazaba por la vertical de la pared y por el techo. Permanecía inmovilizado y cuando se le ponía a tiro un insecto, saltaba como un rayo y se lo tragaba. También cazábamos las lagartijas que se soleaban en los poyetes y barandas de la azotea. Lo hacíamos con junquillo, lazo y saliva. No he llegado a saber por qué metían con tanta pasión la cabeza en el lazo. Parecían tontas. A una que tenía amputada la cola la cogimos dos veces. Siempre las soltábamos. Lo divertido era cazarlas.

La cola de la lagartija y el tomate

Sólo en una ocasión montamos un terrario en un garrafón de vidrio y la fastidiamos. Metimos una lagartija grande y una más pequeña con trocitos de tomate. A la mañana siguiente, el tomate estaba intacto, pero de la lagartija pequeña sólo quedaba la cola. Don Ernesto, nuestro maestro, ya nos había dicho que las lagartijas eran reptiles primitivos, como los grandes saurios de la Prehistoria. “¡Fijaos en cómo se pelean las lagartijas!”, nos advirtió. ¡Y tenía razón! Se enzarzaban, se revolvían y se mordían en nudos salvajes. Marga y yo las seguimos cazando, pero nunca más se nos ocurrió retenerlas.

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