Dominical
Memoria de la isla: Del alma de las alpargatas
«Ordenaren que les espardenyes sien ben feytes et sien de bon espart et que sien en cada espardenya XXVI punts et de sobre lo peu onze cordes et detràs al taló IIII cordes, et si en altra manera serán, mal feytes et lo dit compliment de punts et de cordes no auran, perda les espardenyes et sien cremades les espardenyes mal feytes». Texto del año 1322. Del Diccionario de Josep Balari i Jovany (1897).

Alpargatas en el mercado artesano de Jesús / Vicent Marí
Modestas, útiles y sufridas, las alpargatas han tenido distinta aceptación en el payés y en el urbanita. Más o menos hasta los años 50 del siglo pasado, las alpargatas eran, si exceptuamos algunas abarcas, el único calzado que utilizaban las gentes del campo. El uso de los zapatos de piel estaba bastante restringido, reservado a las clases acomodadas y a las gentes de la ciudad. Por supuesto que en el medio rural, sobre todo los hombres, tenían su buen par de zapatos, casi siempre de su casorio, guardados en la caja de cartón en la que los habían comprado. Pero salían a la luz de uvas a peras, en fiestas, bautizos, bodas o funerales.
Y no siempre, porque junto a las alpargatas de cada día, se reservaban las de vestir o d’anar mudats para acudir ir a misa o celebraciones muy especiales. Los pies rurales estaban hechos a las alpargatas y soportaban mal el constreñimiento del zapato, de manera que no era raro que el payés circulara en alpargatas y llevara consigo los zapatos para calzarlos cuando el momento lo requería.
Alguna otra vez he contado, de cuando viví en Sant Joan, que es iai Marçà, que vivía robinsonianamente en una cueva de es Canaret, con ocasión de alguna celebración o fiesta señalada, venía al pueblo descalzo y, respetuosamente, sólo se colocaba las alpargatas para entrar en la iglesia. En rarísimas ocasiones las cambiaba por zapatos. Incluso las alpargatas estaban de más para él, sin que ello supusiera mérito alguno porque tenía las plantas del pie más curtidas de lo que pudieran estarlo las suelas de unos zapatos.
La frase que se oía en el campo: Déu ens guard d'espardenya que es torna sabata"
Y si retrocediéramos en el tiempo, nos toparíamos con situaciones en las que no era extraordinario ver a personas con los pies descalzos como recuerda una canción popular manacorí: «Porqueret de sa pellissa / es temps que seràs porquer, no guanyaràs cap dobber / i aniràs descalç a missa». En cualquier caso, nuestros payeses le tenían un lógico aprecio a las alpargatas que, en cierta manera, formaba parte de sus señas de identidad. Una frase que se oía en el campo, «Déu ens guard d’espardenya que es torna sabata» aludía al nuevo rico o al que va crecido sin mérito propio que lo justifique.
No digo con ello que en la ciudad no viéramos alpargatas. Los chicos las llevábamos, sobre todo en verano, pero en nuestros mayores eran menos comunes y lo cierto es que eran, más, un calzado rural, más propio del campo. Con todo, recuerdo la alpargatería de cas Consul, en la calle Azara, entre la talabartería de can Afro y el cuartel de la Benemérita donde yo vivía. Un matrimonio mayor llevaba el obrador o taller que ocupaba una planta baja de grandes portalones que estaban siempre abiertos, de manera que los veíamos trabajar desde la calle, a la que llegaba el olor áspero y seco del esparto. El hombre se pasaba el día sentado en una silla baja frente a la banqueta en la que no paraba de confeccionar las suelas de las alpargatas con un golpeteo sordo que nos era familiar, mientras su mujer las acababa y hacía ses capelles, ses encaballades y taloneres.
El urbanita, más de sandalias
Y si doblábamos la esquina, en el carrer Compte Rosselló, junto a una verdulería, había una pequeña tienda, can Ric, que sólo vendía alpargatas. En cualquier caso, el urbanita era más de sandalias o zapatos y algunas frases prueban hasta qué punto se les tenía poco aprecio en la ciudad. ¡Tienes el espíritu de una alpargata! era una frase que, cuando se enfadaba, doña Catalina Pellicer, nuestra profesora de ‘Naturales’ en el Instituto, le soltaba al alumno indolente que de las fanerógamas no sabía nada de nada. Y tampoco era raro en la ciudad oír aquello de «ets més curt que una espardenya», frase que significaba poco entendimiento y mala mollera.
Han pasado los años y hoy yo le diría a doña Catalina –pensaría que estoy majara- que las alpargatas tienen alma. O para no exagerar, diría que tienen ese algo indecible de la obra de arte. No me convence que su confección se quede en mera artesanía. Es lo que ocurre también con la alfarería. En los dos oficios se trabaja con patrones, por supuesto, pero las cosas no se hacen en serie. Cada pieza de barro y cada par de alpargatas es único. No es lo mismo el par de zapatos que sale de una cadena de montaje en una fábrica que el que crea con sus manos el zapatero. Es lo que ocurre con las alpargatas y con muchos otros objetos que no apreciamos en lo que valen.
El arte y la mirada
Recuerdo la experiencia estética de Hausmann frente a las tres humildes sillas de enea que vio en can Mestre, en Benimussa. Lo explica por lo menudo y con emoción en ‘HYLE’, el formidable anti-relato que construyó a partir de los años que vivió en la isla. En ellas vio duende, vio arte. Llegó a decir que aquellas sillas en absoluto desmerecerían en un museo, junto a un cuadro de Rembrandt o Picasso. Hausmann, como tantos otros, Sert, Blakstad, Micus o Broner, nos descubren las dos premisas constructivas que encontramos en todo lo que en nuestras islas se ha hecho tradicionalmente con las manos, las casas, los muros de piedra, los sombreros, los cestos de paja, los instrumentos musicales y las alpargatas. La función hace la forma y la forma que responde a la medida humana es bella, necesariamente bella. ¿No es acaso bello el horno de pan de nuestras casas rurales, esa cúpula semiesférica que mimetiza en su epitelio de piedra y cal la corteza del pan? ¿No es bellísimo ese pozo blanco que en medio de la nada parece una capilla? Las definiciones del arte que nos dan los manuales no nos sirven. El verdadero arte se descubre en la vivencia que nace en la mirada.
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