Memoria de la isla
Memoria de la isla | Sastres, modistes i cosidores
Abans que poguessim comprar la roba feta que avui diem prêt-à-porter, qüasi bé tota la feien els sastres i les modistes. Esser sastre era un bon ofici, com recorda una cançó: «Mare meua, jo el vui sastre / perquè ha mester poc cabal, / fil, estisores, güia i didal!”. I saber cosir tampoc era mala cosa: “Sa serena cau espessa / enmig d’es quatere cantons / si voleu esser mestressa, / heu de sebre fer calçons». Popular.

Una mujer cose en una Singer. / GUILLEM BOSCH
Hace ya muchos años que la confección a medida quedó relegada a la alta costura que hoy sólo adquiere un cliente de elevado poder adquisitivo, mientras que el ciudadano de a pie viste las prendas estandarizadas del prêt-à- porter, expresión que se sacó de la manga Pierrre Cardin cuando, en tiempos de postguerra, allá por los 50, vio que cada vez eran menos las personas que podían permitirse el capricho de hacerse un traje o un vestido a medida. Lo que Cardin propuso fue un sistema de patronaje con diseños que, al producirse seriados y de forma industrial, apenas exigían mano de obra y prescindían de tijeras, agujas y dedales.
A partir de un patrón, las máquinas cortaban, cosían y sacaban prendas como churros que, con distintas tallas, se podían vender en las tiendas. Había nacido la ropa ‘lista para llevar’ que ahora usamos masivamente. Lo paradójico de esta historia es que en la Ibiza de mis pocos años, la situación era exactamente la contraria. La ropa no se compraba hecha porque no llegaba a la isla o lo hacía en muy pequeña proporción y, en todo caso, porque la producción seriada era todavía incipiente. Se compraba, eso sí, la ‘ropa interior’, camisetas, calzoncillos, bragas, enaguas y calcetines, pero cuando uno intentaba adquirir un traje o un vestido de determinada factura y talla era difícil encontrarlo.
Trabajo asegurado
En aquellos tiempos, los sastres, las modistas y las modistillas tenían el trabajo asegurado. El sastre confeccionaba la ropa masculina y las modistas la femenina, aunque yo no recuerdo haber ido al sastre. Mientras usé pantalones cortos me llevaron a la modista y me daba vergüenza porque era un mundo de señoras y chicas.
Telas en rulos
Esto explica que en aquel momento hubiese en la Marina un buen número de tiendas como Can Xinxó y Almacenes Burgos, que vendían a metros tejidos de todo tipo, lana, popelín, alpaca, seda, batista, hilo, franela, pana, rayón, percal, algodón, etc. Las telas venían en unas piezas o rulos aplanados que los establecimientos tenían colocados, cuidadosamente, como los libros en una biblioteca, en unas estanterías corridas. Aquellas tiendas solían tener en el mostrador de madera dos muescas que marcaban exactamente un metro, de manera que al hacer una venta, el empleado no necesitaba echar mano de reglas ni cintas métricas; volteaba la pieza para desenvolver la tela, con la marca del mostrador medía el metraje que le pedían y el cliente, ya con la tela, se las componía para que el sastre o la modista le hiciera la prenda que necesitaba. En otras palabras, la confección a medida que luego ha sido prohibitiva, primaba en el ciudadano de a pie.
Lo que sucedió fue que, a partir de los 60, cuando la industria lanzó la ropa hecha con un buen precio que propiciaba la producción seriada y a gran escala, cambiaron las tornas y lo que se disparó fue el coste de la confección que dejó de ser popular y muchos sastres y modistas que no consiguieron saltar a la alta costura, fueron desapareciendo.
Antes, sin embargo, de que aquello sucediera, junto a los sastres y las modistas existían también las modistillas o cosidores que trabajaban en sus casas a comissió, es decir, por encargo de las tiendas. En el establecimiento se hacía el patronaje y las telas ya cortadas pasaban a manos de las cosidores que, conviene decirlo, las más de las veces, se quedaban en trabajos menores como sobrehilados, pespuntes, hilvanados, ojales, bastillas, puntos de festón, de hilado y escapulario, costuras bordadas, colocación de botones y cosas así.
Eran labores que se hacían a mano, aunque no tardaron en llegar a las casas las máquinas de coser IGMA, ALFA y la famosa SINGER. El trabajo con la máquina era solitario, pero cuando los trabajos se hacían a la vieja usanza, con agujas y dedal, era frecuente que las cosidores se agruparan, fuera para repartirse el trabajo según fuera la especialidad de cada una o, las más de las veces, porque juntas se lo pasaban mejor y no se aburrían, podían charlar, cotillear, canturrear y escuchar en la radio los discos solicitados, los concursos de Boby Deglané, el consultorio amoroso de doña Elena Francis y los seriales de Sautier Casaseca. Por el patio de vecinos que tenía nuestro piso en el cuartel de la Benemérita en Azara, oíamos todas las mañanas el guirigay de voces y risas de aquellas chicas mientras andaban en sus cosidos. Cabe decir que la mujer, entonces, no daba puntada sin hilo. Anar a costura, como se decía, no sólo era ir a la escuela, implicaba, como la frase sugiere, aprender a coser, saber de labores. ¡Cosas de aquellos años!
Sobre un taburete
Las modistas que recuerdo eran dos hermanas que vivían en el 2º piso de un edificio que quedaba en una rinconada entre el carrer des Passadís y la Pujada de sa Drassaneta. De genio vivo y dicharachero, iban a lo suyo con diligencia. Me hacían subir a un taburete para no agacharse y con una cinta métrica amarilla de hule que colgaban del cuello como los médicos el estetoscopio, una tomaba medidas de espalda, brazos, sisa, cintura, largos del pantalón por fuera y por la entrepierna, etc., mientras la otra las apuntaba en un cuaderno como los que yo utilizaba en La Consolación. En un cojinete que llevaban con un imperdible en la bata, tenían mil alfileres que iban clavando en la ropa que probaban.
Me hicieron un bonito traje de Almirante para la Primera Comunión que, para ver cómo iba la faena, necesitó tres pruebas. Pero aquello se torció poco después por un curioso incidente. Uno estaba crecidito y en la prueba de una chaqueta, subido en el dichoso taburete, mientras me tomaban medidas se me iba la vista a un maniquí femenino que tenía unas tetas enormes. Los buenos propósitos de la Primera Comunión no habían durado ni tres meses. El caso es que las buenas mujeres y mi madre se dieron cuenta de mis querencias y para evitarme tentaciones y no pasar vergüenza por mi desvergüenza, dieron las visitas por finalizadas. Para entonces, afortunadamente, ya llegaba a las tiendas la ropa hecha.
En aquellos tiempos, los sastres, las modistas y las modistillas tenían el trabajo asegurado. El sastre confeccionaba la ropa masculina y las modistas la femenina, aunque yo no recuerdo haber ido al sastre. Mientras usé pantalones cortos me llevaron a la modista y me daba vergüenza porque era un mundo de señoras y chicas.
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