Dominical

Memoria de la isla: De aquellas Navidades

Para nosotros, los chicos de Azara, la Navidad empezaba el 22 de diciembre, cuando el señor Antonio colgaba en las puertas azules de su barbería, frente al bar San Juan, una pizarra en la que anotaba con tiza los números y premios de la Lotería Nacional.

En Navidad, los mayores comulgaban con la eucarística salsa de Nadal. / ELENA MARCO

En Navidad, los mayores comulgaban con la eucarística salsa de Nadal. / ELENA MARCO

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Monjiles y atiplados, los niños de San Ildefonso gritaban su cantinela millonaria y andaba el vecindario sin levantar oreja de los transistores por lo que pudiera ser. Que nunca era. Y nosotros, beneficiándonos del encandilamiento ingenuo del personal, birlábamos en el colmado de Juan, en la esquina episcopal de Azara y Cardona, entonces calle de José Antonio, el embalaje vacío de las mandarinas, cajas de madera perfumadas y ligeras que nos servían de portaequipajes en las bicicletas. Con ellas nos escapábamos a los altos de ses Fontanelles y en su norte, en los rincones a los que el sol no llegaba, recogíamos placas de esponjoso musgo que entre hojas de periódicos colocábamos en nuestras cajas de mandarinas.

En el Torrent d’en Fornàs que bajaba paralelo al camino, de regreso a casa, elegíamos arbustos y algunas piedras veteadas. Con aquel cargamento y cuatro cosas que nos agenciábamos aquí y allá montábamos belenes muy aparentes. El papel de plata de los envoltorios de chocolates Tárraga –que entonces venían con los liliputienses cuentos de Calleja-, era el cauce de un río; un palitroque hacía de improvisado puente; cartones arrugados, cubiertos de tierra, junto a pequeñas piedras, conformaban un accidentado relieve de montañas; y el papel añil que clavábamos en la pared con chinchetas y salpicábamos con purpurina sugería un cielo nocturno tachonado de estrellas; las dunas eran de arena de Talamanca y con harina o talco conseguíamos una copiosa nevada que le daba al pesebre un toque invernal entrañable.

La Navidad también estaba en aquellos gallos poderosos que, por libre y sin impuestos, junto a pavos, conejos y algún pato, vendían los payeses en el tradicional mercadillo que montaban frente a can Cabrit, en el final de s’Alamera. La enjaulada volatería ofrecía un escandaloso guirigay y nosotros nos lo pasábamos a lo grande. En casa nunca nos atrevimos con los pavos desde que el primero al que rebanamos el pescuezo se nos escapó por el comedor descabezado, con el cuello tieso, dejando de cuento gótico las paredes. Mis hermanos, Joaquín y Antonio, se refugiaron en la cocina aterrorizados y a mí el miedo me dejó inmovilizado. Padre nos dijo que a los pavos, poco dados a la resignación, no les daba la gana morirse por las buenas y como Dios manda. Digo yo que la voz ‘despavorido’ tal vez viene de pavo, y que ‘salir despavorido’ dice bien del escape del pavo decapitado que nos comimos con la culpable aprensión de matarifes. El caso fue que, tras aquella sangrienta degollina, nos pasamos al gallo-capón, al que padre le sajaba la cabeza, por detrás de la cresta, de un limpio tajo. No sin antes sujetarlo con firmeza, las alas con la mano izquierda y las patas con las rodillas para evitar los espolones, dejando, para la ejecución, libre la diestra. Después, sobre un barreño con agua muy caliente, lo desplumábamos y seguíamos el preceptivo ritual que terminaba, pasado el ave por los fogones, en una exquisita pepitoria con aliño de orégano y almendras.

Recojo de una libreta la sustanciosa receta que nuestra madre seguía: «Necesitamos un gallo, harina, aceite de oliva virgen, una cebolla, un vaso de vino blanco, una hoja de laurel, perejil, dos huevos, tres dientes de ajo, un puñado de almendras, sal, orégano y pimienta. Paso 1: Salpimentar la carne, harinearla, freírla ligeramente en una sartén, escurrirla y reservarla en una cazuela. Paso 2: Cortar y sofreír la cebolla, incorporar el perejil, la hoja de laurel y el vino; salpimentarlo todo y echarlo en la cazuela, cubriéndola con agua y dejándola cocer 40 minutos. Y paso 3: Cocer los huevos y reservar las yemas; machar los ajos con las almendras, añadir las yemas y llevarlo todo a la cazuela, dejando que cueza diez minutos y cuando la carne esté blanda al hincarle un tenedor, se retira del fuego y se deja reposar antes de servirla».

A medianoche a la catedral

La Navidad, además del gallo en pepitoria, también estaba en aquel caldo sustancioso con picatostes y yemas de huevo duro que tomábamos con prisas, a pie derecho, para no desmayar por los empinados callejones de Dalt Vila, cuando, poco antes de la medianoche, subíamos a la Catedral a paso ligero y tan enfundados en nuestros gabanes que sólo enseñábamos las narices. La misa se alargaba hasta que despertaban los corrales con los primeros quiriquiquíes, de ahí, tal vez, lo de la Misa del Gallo. Con el templo atiborrado, nos colocábamos en los últimos bancos, donde, si era menester, descabezábamos un sueño. Y poco importaba que Xumeu, sacristán y sochantre, atronara con su voz de tinaja y que el organista, a nuestras espaldas, soltara arpegios con toda su trompetería. Luego venía el resopón y la algazara familiar, con villancicos, mazapanes y turrones, alrededor del brasero y la mesa camilla que madre adornaba con velas, cintas coloradas y pequeñas piñas.

Al día siguiente, Navidad, era preceptivo endomingarse y gandulear hasta la hora de la comida, en cuya sobremesa, mientras los mayores comulgaban con la eucarística salsa de Nadal, los niños montábamos un recitativo que era premiado con algunas monedas. Días después, teníamos la chirigota de los Santos Inocentes y la fiesta pagana de la Nochevieja que para nosotros pasaba sin otra novedad que la gresca callejera que oíamos desde la cama hasta bien entrada la madrugada. La Cabalgata de Reyes cerraba las fiestas con el consuelo fugaz de los juguetes.

Una Navidad diferente

Todo esto sucedía mucho antes de que, ya mayores, la Navidad fuera una excusa para escaparnos a Roma, Florencia o Estambul; mucho antes de que nos alcanzara la religión del consumismo y los Grandes Almacenes se convirtieran en los nuevos templos, prometiéndonos desde los escaparates una felicidad cosificada. La Navidad de nuestra infancia era otra. Más cálida, más íntima, sencilla y entrañable. No sé si mejor o peor que la Navidad descafeinada y secular de nuestros días. En todo caso, aquellas viejas imágenes pueden servirnos de postal navideña para felicitarnos como corresponde: Molts anys i bons!

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