Historia del viaje que marcó una vida
La crónica que inspiró un viaje a Ibiza (II)
«Todo empezó con un artículo de Laurie Lee en The Times a principios de los años sesenta». Julia Roig Whittle iniciaba así el reportaje ‘100 libras, Laurie Lee y una isla llamada Ibiza’, publicado en este diario el pasado 15 de septiembre e inspirado en el viaje que su tía, Sandra Whittle, y su madre, Carole, emprendieron a comienzos de los años 60 a Ibiza después de que la primera leyera aquel reportaje. Esta es la segunda parte de aquel largo y poético artículo de Laurie Lee.

Carole Whittle en ses Figueretes. / ARCHIVO FAMILIAR DE JULIA ROIG
Laurie Lee / Traducción Julia Roig
Los recién llegados de la mañana, la sangre nueva de la isla, son vistos primero con cautelosa sospecha. Un grupo de padres de Lancashire, con sus mujeres con vestidos estampados, se dirigen en autocares a su hotel reservado previamente. Luego, los Mesías de bohemia Margen Izquierda desembarcan uno a uno, barbudos, con palidez parisina, uniformados con tejanos, portando juegos de ajedrez y caballetes, siguiendo a sus uniformadas amigas hermanas gemelas. Pronto son absorbidos por la colonia local y rápidamente se ponen en marcha nuevos juegos de ajedrez. El grupo de beatniks se repone así, sin que se note, sin apenas una palabra. Raída y silenciosa, esta hermandad no se mueve, sino que se queda pegada a los cafés del puerto. Los miembros se muestran despreocupados, bronceados y tristes, y pocos trabajan o gastan. Así que barajan y cortan, se reparten entre sí como si fueran cartas y cambian de habitación y de compañero de cama semanalmente. Sin embargo, la mayoría de los hombres son bastante solemnes y morales y creen que no comprometerse es un estado de gracia. El silencio es la Palabra; la conversación es vulgar, fanfarrona, de afectación exuberante. La comunión, si la hay, se realiza mediante frases preestablecidas, telegráficas y acordadas de antemano. La Hermandad está formada principalmente por poetas y pintores, pero la actividad en cualquiera de los dos artes es desdeñada. La creación pura reside en la inercia inspirada, la pasividad controlada del ocupante de polos: cualquier declaración física, ya sea en palabras o en pintura, simplemente desdibuja y disminuye la Imagen. La esterilidad es fecundidad; cuanto menos se dice más se expresa; puro silencio y equilibrio lo es todo.
Aun así, existe una especie de vida doméstica, una segunda fuerza implacable, que escribe su propio patrón ruidoso y separado, como flores mordisqueando alrededor de una tumba. Lo quieran o no, estos faquires han engendrado un enjambre de hijos: esos ruidosos ángeles dorados con cabellos acampanados que uno ve brincando por la ciudad. Estos diablillos nórdicos crean un contrapunto al silencio, al igual que sus madres, de blusa abierta y quemadas por el sol, cada una de las cuales parece llamarse ‘Heidi’ o ‘Trudi´ y son tan parecidas como una hilera de quesos holandeses.

Kathleen, amiga de las hermanas Whittle, fotografiada en Platja d’en Bossa. / ARCHIVO FAMILIAR DE JULIA ROIG
Estas chicas —todas ellas hermosas, jóvenes y con tacones bajos— desempeñan el papel paciente de la salvación. Colocan las piezas de ajedrez, amortiguan las teorías, se deslizan obedientemente del mercado a la cama. Sus enormes ojos vacíos reflejan los lienzos de gran tamaño y los poemas no escritos de sus hombres; mientras tanto, garantizan la cordura, como hizo la señora Blake, sentándose desnudas y sin hacer ruido.
La importancia de estas mujeres, y su probable historia en la isla, puede ilustrarse con el caso de Heidi la Flamenca, que acababa de llegar a Ibiza. Se la veía a menudo por el puerto, de encaje y esbelta —incluso más hermosa que las demás— siguiendo a unos budistas malhumorados y desaliñados. Con su blusa anudada y amplio escote, cabello suelto y ojos violetas parecía brillar como una farola pública y no tener otra voluntad o propósito que la necesaria aquiescencia compartida por sus hermanas: hacia el hombre iluminado que las guiaba. Como era de esperar, la había traído a la isla un rico botonero de Hamburgo, que la instaló en uno de los hoteles del puerto y planeó allí una seducción sin prisas. Era romántico, ruidoso, carnal y lujoso, pero malinterpretó la moralidad de la chica. Bastante sorprendida por sus gustos, se encerró en el baño, donde encontró a un pobre sueco durmiendo. Allí pasaron la noche y después él la entregó a un amigo, quien la legó, cuando se fue, a un danés. Desde entonces había pasado formalmente de mano en mano como una relajante pipa de fumar.
Hastíos similares
En cuanto a los hombres del grupo, ¿quiénes eran, de dónde venían, qué los trajo y por qué estaban aquí? Preguntas sin respuesta, la mayoría de ellas, excepto sus puntos de origen. Más diversos que sus chicas, aunque parecidos en hábitos, cada uno compartía un hastío similar. Entre ellos se encontraban algunos Fulbright varados, un experto mexicano, un lapón, un pintor de la Declaración de Derechos, un ídem de Fulham Road y varios australianos apátridas y sin clase. Quizás los más expresivos fueron los dos extranjeros holandeses, que trabajaban cada uno varias horas al día. Recuerdo que el primero de ellos me llevó aparte y me confesó que era «el único holandés que había leído todo el estudio de Louis MacNiece sobre William Butler Yeats en inglés». Luego se derrumbó por completo, admitió que acababa de terminar una novela de 200.000 palabras y añadió con tristeza: «No me quedo muy tranquilo al respecto». El segundo escriba holandés era guionista de tiras cómicas, sobre las cuales era mucho más descarado. «Si esto debe ser aburrido», bramó, «entonces les diré de qué manera será aburrido. Si es malo, de qué manera debe ser malo… «Y finalmente estaba aquel que nunca antes había caminado sobre la tierra mortal, el milagro del Quiz—King de Brooklyn, un joven regordete de veinte años, ya calvo, que después de haber ganado una pequeña fortuna en las cadenas de televisión había salido de América para siempre. En definitiva, este elenco son los gitanos del turismo, endogámicos y enormemente convencionales, exóticos sólo de manera profesional, que no forman parte de la tierra en la que viven.

Carole en el puerto de Ibiza. / A. F. J. R.
Este sinfónico puerto marítimo de Ibiza pronto se vuelve aburrido y, a pesar de nuestro cariño por su irregular bullicio, decidimos trasladarnos a otro lugar. La temporada era temprana, así que encontramos una casa sin problemas, una villa de hormigón en un pequeño pueblo costero situado en la desembocadura del único río de la isla. Esta fea caja, que compartíamos con dos amigos, tenía cinco habitaciones y una ducha, una cocina de carbón, estaba amueblada y costaba seis libras al mes. Encaramada en una colina, debajo de una iglesia que parecía una fortaleza, dominaba las granjas y el mar, con el pueblo en sí, poco más que una calle, a cierta distancia hacia la izquierda.
Nos gustó estar aquí: las carreteras estaban en mal estado y un autobús de madera circulaba raramente. No había nada que hacer excepto trabajar, beber y nadar; no había nada que mirar excepto los campos y el mar. A veces, una goleta de cuatro mástiles que transportaba sal a la Península pasaba la mañana explorando el horizonte; o un carro subía una colina con un barril de agua; o alguien derriba el fruto de un algarrobo. Por lo demás, era un paisaje de quietud lenta y limpia, que es la ventaja de los caminos en mal estado. En cualquier parte del mundo, si quieres días más largos, o probar el tempo de épocas pasadas, lo que necesitas no son gremios de artesanos, parques nacionales o farsas medievales, sino simplemente una generosa asignación de baches. Aquí, por ejemplo, a sólo unos kilómetros de San Antonio, donde rugían lanchas rápidas y charabancs [o char—à—banc, es un tipo de vehículo tirado por caballos, generalmente descapotable, común en Gran Bretaña durante la primera parte del siglo XX. También utilizado para referirse a autobuses sobre todo turísticos], las malas comunicaciones dejaban el tiempo en el aire, una burbuja flotante de reflejos imperturbables. Las niñas y las viejas se sentaban todo el día en el campo, cuidando el cerdo o la cabra de la familia; un hombre abrió una compuerta de agua, se durmió tres horas, luego se despertó y la cerró; una joven con sombrero de paja colgó a su bebé en un árbol y empezó a cortar un poco de hierba; tres niños caminaban por el cerro chupando cañas de azúcar; el herrero golpeó una rueda. . . El shock más violento que cualquier recién llegado podría sufrir vendría de los salvajes perros ibicencos, bestias pálidas, delgadas como costillas y con ojos locos y rasgados que corrían por las laderas como guepardos y de repente saltaban sobre ti desde detrás de una roca, adulando en busca de pan y pescado o espinas.
Sin horarios
Aquí todo era fácil e indolente; no había horarios, ni siquiera en los negocios, se podía abrir la oficina de correos, comprar sellos a crédito e incluso recuperar una carta imprudente una vez enviada. Una dignidad descarada impregnaba las relaciones con los comerciantes y otros comerciantes: te decían qué comprar, no elegías, también aprendías a aceptar su caridad. Por ejemplo, llevaba dos semanas en el pueblo y no me había molestado en afeitarme, cuando un hombre se me acercó en un bar: «Me parece muy fea tu barba», me dijo. «A mí no me lo parece tanto». «¿Quién es usted?», espeté. «El barbero», respondió, «Francisco Juan Tur, para servirle». Era más de media noche. Me llevó con decisión a su tienda, la abrió y me afeitó gratis.
Yo había venido a Ibiza a terminar un libro, porque escribo con vino y aquí es más barato. Los días eran tan calurosos que trabajaba en una habitación cerrada con contraventanas, con mi botella en un balde de agua. Al final de la tarde, las palabras corrían empapadas en sudor, así que me bañaba y luego iba a los cafés. La bebida de la noche, que era palo o absenta, junto con la vida desordenada que uno llevaba, crearon para mí un conjunto de nuevas dimensiones desde las cuales poder observar el mundo. En el cálido crepúsculo, bajo los árboles del café, fue la escala de lo diminuto la que me absorbió. Cerca había un cactus en el que una colonia de arañas compartía una vasta telaraña polvorienta. Inmóvil durante una hora observaba una tijereta solitaria, separando hebras de la tela con sus patas, iba bailando el vals sobre el palpitante algodón mientras las arañas retrocedían con náuseas. Durante un tiempo esa red podía llenar todo el cielo, convertirse en la escalera y las llanuras de Babel, un espantoso progreso por el que la tijereta avanzaba, asediada, en su camino hacia el paraíso. Lo siguiente que podría hacer es ver desde un pequeño agujero en una pared un grupo alado de hormigas nupciales arrojándose al vacío. Sus alas plateadas les daban la apariencia de los invitados trajeados de sangre aristocrática que asisten a las bodas de Santa Margarita; algunos despegaban y giraban en espiral hacia los cielos, pero otros simplemente holgazaneaban alrededor del nido, hasta que pequeños pajes crueles, usando podadoras móviles, cortaban las alas de los rezagados. Las últimas en esta observación eran las moscas, que aquí eran legión, de modo que uno aplastaba una docena por minuto. Golpeaba a varias más, las veía rodar por el suelo y volvía a sentir esa dislocación de escala... Quién sabe, pensaría pesadamente, en sus últimas horas lentas, en su inmensa capacidad de morir, mientras yacen toda la noche entre peñascos de arena, o entre zarzas lacerantes de polvo de suelo, destrozadas, jadeantes, agrietadas de sed, desesperadas de ayuda o rescate, con sombras moribundas de felicidad y terror cruzando sus millones de ojos?...

Sandra Whittle en Platja d’en Bossa. / A. F. J. R.
Los fines de semana en este pueblo no serían tan extraños: se podrían haber sacado de mi pueblo de Gloucestershire: quitarles veinte años, añadirles diez grados de calor y servirlos con aceite en lugar de agua hervida. El resultado de lo cual sería el esperado, no era extraño sentirse como en casa.
El sábado al mediodía, por costumbre, dejaba el trabajo aparcado. Después salía de la casa y bajaba al río, al estanque que llamaban ‘agua dulce’. Aquí había dos puentes interesantes y un saliente de roca azul por donde el río goteaba como leche. El estanque era profundo y del color de la luz de la luna, con soñolientas lisas azules debajo. Me quedé con la cabeza medio sumergida en el agua, escuchando a las golondrinas, que cantaban todo el día entre los arbustos de la orilla del río mientras descansaban en su viaje desde África.
En ese momento, las muchachas del pueblo, con vestidos bien planchados, empezaron a arrastrarse entre los juncos. Durante una hora indolente jugaban entre cuchicheos, comían nueces o dormitaban y aguardaban a que los niños llegaran y se lanzaran desde los puentes, nadando alrededor del estanque para excitarlas. Los niños se quedaron en el agua, las niñas se quedaron en los arbustos, llamándose obscenidades rituales unos a otros, graznando durante la larga tarde sus lemas de diferencia.
A las cinco en punto era el partido de fútbol, jugado en una cancha de tierra desnuda cerca del mar. Duros y atrevidos, con sexys pantalones cortos blancos, cada jugador jugaba un partido por su cuenta. Quien recibía el balón, disparaba inmediatamente a portería, aunque nunca llegara tan lejos. Explosiones de polvo surgían del campo, el balón se traía desde el mar, se intercambiaron golpes, se gritada de modo insensible a los hombres con gritos de ‘Corner!’ ‘Fuera de juego!’ y ‘Gol!’. Se intuía que el equipo que marcara primero ganaría ya que el otro se desesperaría fácilmente. Fue el conjunto local, esta vez, el que se hundió, y pronto jugó cegado por las lágrimas. El último gol se marcó en un silencio sepulcral. . . Los aldeanos se alejaron con el rostro pálido.

Alternando con unos ‘palanquers’. / A. F. J. R.
En medio del camino
Después del partido, agotado por la emoción, me fui a descansar. Encontré una zona rocosa apartada del pueblo y me tumbé sobre una gran piedra plana. Cerré los ojos, olí hierbas aromáticas y estiércol, y escuché todos los sonidos del valle: cucos, jilgueros, grillos, moscas, burros, cabras y gallos, el crujido de un carro, el murmullo de un chismoso, la caracola del vendedor de pescado. Mientras yacía en mi pacífica piedra del atardecer, un rebaño de ovejas pasó por encima de mí, seguido por un hombre a caballo, un viejo con una cabra y luego varias figuras demacradas vestidas de negro. Me sorprendió un poco haber sido tan interrumpido en un lugar tan apartado, menos aun cuando por fin me levanté y descubrí que había estado tirado en medio de un camino.
De regreso al pueblo me detuve en el cementerio que estaba amurallado como un fuerte árabe. Coronas de hojalata de colores marcaban una tumba recién llenada, junto con una tarjeta con ribetes negros en un poste. Alrededor de los muros del cementerio había sepulcros más permanentes y varios fosos llenos de huesos. Los nombres de las tumbas, algunos de los cuales recuerdo, mostraban las variaciones endogámicas locales: Vicente Juan Tur, Vicente Juan Guasch, Catalina Guasch Tur, Vicente Tur Guasch, Catalina Tur Tur, Juanita Guasch Guasch, Tur Vicente Guasch Tur, Guasch Tur Guasch Guasch . . .

En la terraza del hotel Figueretes. / A. F. J. R.
Uno podría haber esperado que esta isla, o al menos este pueblo, hubiera escapado de la Guerra Civil de Franco, ya que debió haber resultado demasiado alejada y difícil como para preocuparse por ella. Pero en realidad esto no fue así. La guerra aquí se pudrió tan violentamente como en cualquier otro lugar —tal vez más en su aislamiento— y aunque habían pasado veintitantos años desde entonces, el pueblo todavía estaba dolido por ello, y la gente todavía hablaba de ello, aunque en voz baja, como si se tratara de un pariente que había tenido ‘la Peste’. Fueron los más afortunados quienes expresaron sus voces más bajas, aquellos que habían apoyado al lado derecho y habían ganado.
Doña Rosa, por ejemplo, que ahora poseía grandes propiedades pero aún cocinaba para un turista: primero habían fusilado a su hermano y luego a su hijo, que eran ambos guardias civiles y odiados. Después de la llegada de los hombres de Franco, la isla pasó hambre. Pero Rosa no... Ella susurró: «La comida estaba racionada hasta la nada, pero nos apañamos. No había aceite, pero nosotros teníamos. Mi marido cocinaba banquetes para los capitanes y coroneles; por supuesto, teníamos lo que deseábamos: latas de mantequilla, jamón y leche, salchichas alemanas, vino y brandy. Veías a chicas hambrientas caer en la calle; a veces les daba un trozo de pan. Los niños pobres eran blancos y flacos como huesos y no tenían nada de lo que necesitaban. Hubo asesinatos, sí; los prisioneros fueron fusilados; hubo muchos arrojados por los acantilados. Algunos escaparon lisiados, todavía los verás hoy en día».

En Platja d’en Bossa. / A. F. J. R.
De hecho, los que ganaron realmente no querían Ibiza; fue castigada y luego ignorada. Incluso ahora, si un general cayera en deshonra en Madrid, lo enviarían aquí para que se calmara. Es una isla para exiliados, no para una vida permanente, y abundan los refugiados: turistas guiados, delincuentes internacionales, asesinos, estrellas de cine, amantes, vienen aquí para broncearse, perderse, arrepentirse o emborracharse a loco y barato.
Así que ahora en Ibiza (como en la pobre tierra peninsular española, como la Málaga recolectora de pescado y la otrora hambrienta Costa Brava, donde la tierra, la Iglesia y el Estado no eran más que los enterradores perentorios de un pueblo desesperado y consumido) ha sucedido algo parecido a un milagro. Sin mano de obra ni semillas, las cosechas flotantes de riqueza ahora caen en la isla estéril. Los visitantes vienen pidiendo sólo encanto, luz solar y nostalgia confirmada. La isla los amortigua fácilmente, como una colchoneta calentada por el sol, y rápidamente recupera su forma cuando se van. Proporciona el escondite, cobra una tarifa modesta, pero no se divierte ni se corrompe. Desde la época de los fenicios ha sido visitada regularmente por tales oleadas de inquietud extranjera. Sin embargo, considera que estos tiempos son únicos, según sus cálculos son tiempos de auge. Hace sólo unos años su gente moría en la calle, ahora todo el mundo está gordo y ocupado. Cómo pudo haber sucedido esto, cuánto tiempo puede durar, son cosas demasiado difíciles de preguntar. . . Por primera vez en una historia de innumerables invasiones, Ibiza está siendo ocupada, no con armas, sino con dinero.
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