Memoria de la isla

Memoria de la isla | De una tierra agradecida

Flors de baladre en un torrent / per on no passa mai sa gent, / amb poca cosa en tenen prou / per treure un altre color nou. /Flor de baladre en un torrent / tenen el cor de sol i vent, / viuen només d’allò que cau: / aigua de núvol y cel blau. / Creuen que tenen un gran riu / quan fa un ruixim de mig estiu, / i es deixen dur torrent avall / com ses al·lotes cap a un ball. / I ses que queden, quan no plou, / obrin els ulls per veure el sol, / i dos teulats que tenen set / en es cocons fa un glopet. //Flors de baladre en un torrent / no es venen per deu ni per cent. Cancò eivissenca de Isidor Marí.

La naturaleza se manifiesta como puede. / Archivo Magón

La naturaleza se manifiesta como puede. / Archivo Magón

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

La composición de Isidor que encabeza estas notas siempre me ha parecido un canto a la tierra, un canto que aquí encuentra expresión en el modesto y festivo baladre, en la encendida adelfa que, en pleno agosto, bajo un sol que derrite el asfalto, crece asilvestrado a uno y otro lado de las carreteras y que, en buenas manos, se hace música en las flautas de nuestro folclore. Pocas plantas son más agradecidas que el baladre con la tierra ibicenca. Pero también lo son las que vemos en las fotografías, aparentemente distanciadas. Una es urbana y humilde, la otra es rural y espectacular, pero las dos afirman la feracidad de la tierra pitiüsa. La buganvilla puede trepar en la ciudad hasta un tercer piso y ofrecer, arbóreo, una lujuriosa explosión de color. Y entre las losas de los muelles, desafiando el salobre marino, pueden asomar bellísimas florecillas.

De una tierra agradecida

De una tierra agradecida

Estas imágenes nos dicen que tenemos una deuda con la tierra, una deuda que sólo saldaremos cuando recuperemos los antiguos cultivos que, abandonados por mor del turismo, hoy son barbechos y rastrojeras. Y no es que antes del turismo pudiéramos tirar cohetes. En su mejor momento, nuestra agricultura apenas cubría las necesidades de la isla. El suelo cultivable ha estado siempre limitado por un relieve accidentado, por el pequeño tamaño de las fincas (minifudismo), y por las condiciones del propio suelo, permeabilidad, encostradura calcárea y un régimen de lluvias irregular y deficitario. Pues bien, a pesar de todo ello, la tierra es extraordinariamente feraz.

Y aunque sabemos que no será nunca rentable desde el punto de vista cuantitativo, sí puede serlo por selectiva, por su gestión ecológica y por la calidad de sus productos. Ya está sucediendo –aunque sea muy pequeña escala- con un aceite artesanal, mieles y vinos que rozan la excelencia y consiguen premios. ¡Por algo será! Tenemos magníficas sobrasadas y buenísimos quesos, nuestros flaones son una exquisitez que no hemos sabido publicitar, nuestras cocas no desmerecen junto a una pizza y nuestras singulares magdalenas superan a las proustianas del café con leche. Y así podríamos seguir con muchos otros productos. Hace ya algunos años, me quedé boquiabierto en el mercadillo de Forada cuando me explicaron todo lo que se ya se hacía con las algarrobas que, emulgentes, estabilizantes y espesantes, son imprescindibles en pastelería donde pueden dar harinas, trufas, bombones, cremas, flanes o un pan de algarrobas.

Pero volvamos a la feracidad de la tierra. Dan qué pensar, sin ir más lejos, las singulares trincheras que los púnicos utilizaban hace más de dos milenios para el cultivo de la vid y que descubrimos aquí y allá, en toda la isla. Y de la bondad de nuestros suelos son una ejemplo incontestable, casi excesivo, las omnipresentes coníferas que, compiten con la habitación humana en la colonización de la isla. Sorprende constatar que el naturalista Francesc Barceló i Combis en Flora de las Islas Baleares (1879) dijera que las sabinas y pinos cubrían en la isla 2.650 hectáreas y que hoy nos acerquemos a las 30.000.

De sorpresa en sorpresa por el paraíso desconocido

Hace algunos años, Hans Giffhorn y Néstor Torres publicaron Ibiza, un paraíso natural desconocido, un trabajo de campo que nos descubría la bondad del suelo pitiuso y la extraordinaria variedad y belleza de su flora. Los propios autores confiesan que en sus excursiones indagatorias iban de sorpresa en sorpresa, porque se les ofrecía otra Ibiza, fascinante y desconocida. «En un momento determinado empezamos a prestar atención a las plantas que encontrábamos a pocos metros de las carreteras y caminos, y cuanto más nos ocupábamos de la flora, tanto más intensamente percibíamos el encanto y la belleza de su naturaleza y tanto más importante nos parecía su protección». Por ellos sabemos que tenemos hasta 20 orquídeas salvajes, 30 liliáceas, ciclámenes silvestres y especies que son auténticos fósiles vivientes que ya medraban en los bosques de la época terciaria; especies que sólo existen en Ibiza, caso de la bellísima Scilla numídica que, por desconocida, ni tan siquiera tiene nombre popular; y especies endémicas como la Silene, el Limonium ebusitanum y el Hipericón balear. Néstor Torres fue también el alma de Plantes d’Eivissa y Formentera que se publicó en colaboración con M. Moreta, C. Villar, J. Espinosa y J. Vidal. En los abrasados arenales, en la frondosidad de los bosques, en los acantilados y también en los islotes, tenemos un riquísimo patrimonio natural que debemos preservar. Afortunadamente, a pesar de los destrozos que provoca el hipertrofiado turismo, la naturaleza resiste, la tierra se defiende.

Uno diría que la naturaleza nos echa un pulso. Y que si dejáramos a las coníferas medrar a su aire, borrarían del mapa los caminos y las carreteras. Una demostración palmaria del poder regeneración de nuestro suelo lo tenemos en la reacción que tiene cuando se produce un incendio. Pasan dos o tres años, y el terreno arrasado cambia su color ceniciento por un verde tierno que en pocos años vuelve a ser el bosque que era. Y me gusta recordar –porque nos permite sacar pecho- que en nuestras islas tenemos árboles icónicos, que deberíamos catalogar como bien patrimonial. Es el caso de esas homéricas higueras que extienden más y más su ramaje que tenemos que apuntalar con un bosque de horquillas, estalons que las permiten medrar a su aire. Y no me olvido de la monumental higuera de Peralta –n’España- que, con sus 15 metros de diámetro, pasa por ser la más grande y longeva que se conoce.

Hace algunos años, Hans Giffhorn y Néstor Torres publicaron Ibiza, un paraíso natural desconocido, un trabajo de campo que nos descubría la bondad del suelo pitiuso y la extraordinaria variedad y belleza de su flora. Los propios autores confiesan que en sus excursiones indagatorias iban de sorpresa en sorpresa, porque se les ofrecía otra Ibiza, fascinante y desconocida. «En un momento determinado empezamos a prestar atención a las plantas que encontrábamos a pocos metros de las carreteras y caminos, y cuanto más nos ocupábamos de la flora, tanto más intensamente percibíamos el encanto y la belleza de su naturaleza y tanto más importante nos parecía su protección». Por ellos sabemos que tenemos hasta 20 orquídeas salvajes, 30 liliáceas, ciclámenes silvestres y especies que son auténticos fósiles vivientes que ya medraban en los bosques de la época terciaria; especies que sólo existen en Ibiza, caso de la bellísima Scilla numídica que, por desconocida, ni tan siquiera tiene nombre popular; y especies endémicas como la Silene, el Limonium ebusitanum y el Hipericón balear. Néstor Torres fue también el alma de Plantes d’Ibiza y Formentera que se publicó en colaboración con M. Moreta, C. Villar, J. Espinosa y J. Vidal. En los abrasados arenales, en la frondosidad de los bosques, en los acantilados y también en los islotes, tenemos un riquísimo patrimonio natural que debemos preservar. Afortunadamente, a pesar de los destrozos que provoca el hipertrofiado turismo, la naturaleza resiste, la tierra se defiende.

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