Memoria de la isla

Memoria de la isla: Secundarios

Junto a la Historia con mayúsculas que recoge los grandes acontecimientos y las gestas que inmortalizan los manuales, ha existido otra historia con minúscula de la que no tenemos memoria y que se dio en la Ibiza de nuestros pocos años, a mediados del siglo pasado

Vista de Dalt Vila. / J.A. Riera

Vista de Dalt Vila. / J.A. Riera

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

En la Ibiza que recuerdo, eran los últimos 50, compartimos función y escenario con personajes inclasificables, cada uno singular a su manera, a los que conocíamos por su vida y milagros, por sus alias o motes. Su nombre de pila importaba menos. Ellos eran los ‘otros’, los ‘raros’, personajes que, sin proponérselo, fueron excéntricos, discordantes y heterodoxos. Dejando de lado a la inconsciente chiquillería y a los malnacidos que hacían mofa y chirigota de aquellos inocentes, su presencia era perfectamente aceptada en el paisaje de la isla, particularmente en el paisaje urbano. En su momento no les dimos importancia, pero al llevárselos el tiempo, notamos un extraño vacío y en el imaginario vecinal quedó su recuerdo. Los más viejos de la tribu aún los recordamos. De estos personajes supuestamente marginales son las historias de la Historia que las crónicas locales pasan por alto, pero que fueron significativas para quienes las vivimos. En distintos lugares de la isla y, sobre todo, en la pequeña ciudad o pueblo grande que era entonces Ibiza, junto a los personajes protagonistas de su historia mayor, hubo también secundarios que tuvieron su propio papel, un hecho del que entonces no fuimos del todo conscientes.

Fajarnés Cardona, don Enrique, en Lo que Ibiza me inspiró nos deja un magnífico desfile coral de secundarios, personajes, todos ellos, humanos, muy humanos. El quijotesco Pedro Jasso, la rifadora sin nombre y ciega que pregonaba sus cartones a voz en grito y un día desapareció, el estrafalario canónigo Juanito Serra ‘El Merengue’, el también reverendo Padre Guasch que sacrificaba cerdos en el claustro del Convento y daba celebradas comilonas, el corcovado boticario Morales, ateo a rabiar pero devoto del Santo Cristo del Cementerio, el cura Bennasar ‘Flor de Malva’, el limpiabotas Conejo, el parricida Baló, el viejo Frit, el hiperbólico Mariano del Noi y muchos otros de los que nos habla sin ambages. Nuestro tiempo fue otro, pero en él hubo también ‘secundarios’. Entre ellos estaba don Juan, que, con extremidades desparejas llevaba un zapatón con alza que no corregía del todo la cojera; muchos pensábamos que había perdido el norte en su intento de memorizar la Enciclopedia Espasa, de la A a la Z, en la Biblioteca de Vara de Rey. Calzaba gafas culo-de-vaso y por mor de los cabreos que los chicos le provocaban, las perdía y entonces iba el hombre a trompicones; impenitente perseguía y galanteaba a las mozas en el Paseo, pero inofensivo como era, todo se quedaba en divagaciones astrales y en dar la nota; con sus particulares obsesiones, quimeras y cavilaciones, siempre las mismas, el personal lo aceptaba y casi lo quería.

‘Tiparreta’, ‘es Pistoler des Laguito’...

Luego estaba el Jefe de s’Arany, que en los inviernos se zambullía desde las rocas más altas de s’Aranyet y que, cosas que pasan, acabó con un reuma que le dobló el espinazo. Otro secundario de libro fue Tiparreta, que trabajaba en ca na Tura y con una enorme bandeja que colgaba con una correa pregonaba, a voz en grito, ensaïmades, cocarrois i coques; con una peculiar inflexión de voz y alargando coques, sabíamos, sin verlo, que por allí estaba Tiparreta. En ocasiones llevaba su dulcería en una media bicicleta que arrastraba un carretón.

Y no fue menos famoso para la chiquillería es Pistoler del Laguito, personaje de querencias circenses que nos pasmaba con su puntería, muy capaz de acertar con sus cuchillos a una mosca si por ventura se posada en su diana. Y fue también célebre en Toni, alto y seco como don Alonso Quijano y al que los maledicentes llamaban Loco des Terrat por el bulo que corría de haber saltado desde una azotea con un paraguas que tuvo por paracaídas. Mentira. Toni había tenido un accidente y el doctor Alcántara le hizo un apaño. Toni era un alma de Dios, campanero en Sant Elm, paciente pescador de caña en los muelles y, en sus últimos tiempos, pintor naïf de ingenuos cartones con escenas rurales en las que siempre dibujaba gallinas. Y estaban también ses Maries, na Maria des gats y na Maria des cans, que con sus morrongos y podencos transitaban muy dignas por la Marina. Y muchos recordarán a na Tina, nieta de na María del Bisbe y de n’Emili es Neulero; con su carrito de golosinas vendía garrapiñadas, manzanas de caramelo, chufas, pirulís y cigarros rubios al por menor porque nadie compraba un paquete entero; se casó con un miembro de la nobleza belga y cabe suponer que, como en los cuentos, vivieron felices y comieron perdices.

Un entrañable coro de secundarios

Don Bartomeu Guasch, Xumeu, que sin ser cura no dejó la sotana y vivió como un monje en el Convento; dotado para la música y con un vozarrón de tinaja, creó coros y animó el cotarro eclesial con triduos, procesiones y novenarios. Cierro los ojos y todavía veo a Pepis es Cego. Y a es Coix Pujol, que vendía frutos secos en la plaça de sa Font y en la de Sant Elm, pero se me acaba el papel y aquí lo dejo. No sin preguntarme por qué se daba entonces y no se da hoy aquel entrañable coro de secundarios. Hoy son otras las circunstancias, lo sé, pero no puede ser sólo por eso.                         

Y así podría seguir porque los secundarios no se acaban. Conocimos a personajes como Jorge Negrete, que recogía las basuras con su asnillo por la Penya y Dalt Vila; y Paco es Lleig que era un trozo de pan, pero que por su corpulencia, rostro poco agraciado y rodeado de hachas, serruchos y cuchillos en su oscura ferretería, a mí me daba miedo, hasta que un día fui con mi padre a comprar unos clavos y me dio caramelos que me lo convirtieron, desde entonces, en el gigante bueno del cuento. También recuerdo al iai Marçà, payés de robinsoniana querencia que vivió en una cueva de es Canaret; y es iai Martí, sanador en Labritja; y en Jean de sa Torre, que habitó la de ses Portes y en el colmado de la Canal cambiaba los pescados que capturaba con su pequeño llaüt por lentejas, arroz y lo que no le daba la mar.

Don Bartomeu Guasch, Xumeu, que sin ser cura no dejó la sotana y vivió como un monje en el Convento; dotado para la música y con un vozarrón de tinaja, creó coros y animó el cotarro eclesial con triduos, procesiones y novenarios. Cierro los ojos y todavía veo a Pepis es Cego. Y a es Coix Pujol, que vendía frutos secos en la plaça de sa Font y en la de Sant Elm, pero se me acaba el papel y aquí lo dejo. No sin preguntarme por qué se daba entonces y no se da hoy aquel entrañable coro de secundarios. Hoy son otras las circunstancias, lo sé, pero no puede ser sólo por eso.

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