Memoria de la isla

Memoria de la isla: Chalanas y bicicletas

La lentitud tiene mala prensa, es subversiva. Hoy aceleramos para ganar tiempo y no tenemos tiempo para nada, mientras nuestros abuelos, con su vida lenta, tenían tiempo para todo.

Interior de una caseta-varador en es Pujols. / VICENT MARÍ

Interior de una caseta-varador en es Pujols. / VICENT MARÍ

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Encapsulados en velocísimos coches, trenes y aviones, hoy ya no vemos lo que nos rodea y corremos el riesgo de estamparnos y descarrilar, cosa que no pasaba cuando íbamos en carro, chalana y bicicleta. Bien están los nuevos medios de transporte, pero mejor sería levantar el pie del acelerador y recuperar una cierta calma.

La intencionalidad de Vicent Marí en la extraordinaria fotografía que acompañamos está fuera de duda porque, al hacerla, el fotógrafo consigue ver y que veamos lo que a primera vista no se veía. Trataré de explicarme. Al lector pueden extrañarle las rayas blancas que cruzan la imagen en diagonal, pero no son un fallo de la fotografía, se deben a la luz que se cuela por las aberturas que quedan entre las tablas de las puertas de un varadero, obviamente cerradas. Deducimos que el fotógrafo —que dejaría de serlo sin curiosidad— se asoma al interior de la caseta para ver si en ella hay lo que suele haber, una barca, redes y aparejos de pesca. Y el fotógrafo tiene premio, porque dentro hay una barca. No un llaüt como cabía esperar, sino una humilde chalana de las que ya no vemos, fondo plano, proa aguda y popa cuadrada. Y parece que su dueño se resiste a jubilarla. Una tabla del forro de la barca se ha desclavado de la roda de proa y, para que no pierda su curvatura, la presiona con un madero. Y el fotógrafo tiene otra sorpresa, en la barca se apoya una bicicleta que uno no espera en un varadero. Aunque, bien mirado, chalana y bicicleta no hacen mala pareja, casan bien. Pertenecen a un mismo mundo, a un mismo tiempo y a una misma vida lenta. La imagen resulta icónica.

Entre el sillín y el portaequipajes de la bicicleta, la matrícula nos sitúa en Formentera, detalle que confirma el pie de la fotografía que se publicó en Personatges a les illes con un comentario que descubre la intencionalidad del fotógrafo al hacerla: «Interior de una caseta-varador en es Pujols. Las Pitiusas deben al hecho insular un tardío desarrollo del transporte interior que no arrancó de forma decidida hasta finales de los años 60 o principios de los 70. En la imagen vemos un bote tradicional de pesca y una bicicleta que, junto al carro, fueron los transportes obligados hasta la segunda mitad del siglo XX». En otras palabras, el fotógrafo intuyó el valor referencial de la imagen. Es una fotografía, en fin, que podría ilustrar la reflexión que Carl Honoré hace en Elogio de la lentitud y Pedro Cuartango en Elogio de la quietud. Es la misma reivindicación que hacen en sus diarios Josep Pla, AndrésTrapiello, y en sus versos y prosas nuestros queridos poetas Villangómez y Antonio Colinas.

Cuando los coches eran una excepción

Para quienes conocimos aquella vida lenta es tentador recuperar las imágenes que retenemos de aquellos modestos transportes, carros, chalanas y bicicletas, en una Ibiza en la que los coches eran la excepción. Todos los caminos rurales, todavía de tierra, dejaban ver las roderas de tantísimo carro que iba y venía entre los pueblos y la ciudad. Baixar a Vila, como se decía, desde cualquier pueblo, fuese para vender los excedentes de lo que daba la tierra o comprar lo que no daba, fuese para cuatro recados o para ir al dentista, suponía echar media jornada, o todo un día si se venía desde Sant Joan o Sant Carles. Para nosotros, vecinos de Vila, era una imagen familiar ver pasar los carros por la calle de las Farmacias, camino del Mercado. Llegaban cargados de patatas, tomates y sandías, y se iban, de regreso, vacíos y lentos.

Sinónimo de libertad

Con las imágenes de las bicicletas no puedo explayarme porque se me acaba la página. Sólo diré que la bicicleta era sinónimo de libertad. Y que en la ciudad había tantísima bicicleta con el pedal apoyado en las aceras que costaba encontrar un hueco para atravesar la calle. Mi mejor –y también peor- recuerdo de las bicicletas es de cuando aprendí a montarlas. Pasé con ella frente al Pereira y al doblar hacia la calle de las farmacias me metí en can Xinxó y aterricé frente al mostrador, dejando patidifusas a dos payesas que andaban de compras. Suerte tuve de entrar por la puerta, como Dios manda, y no estamparme en el escaparate. Cabe reseñar, para acabar, que la bicicleta ha tenido más suerte que el carro y la chalana. Parece que la hemos recuperado en un uso a tal punto mayoritario que ya tiene en las ciudades su particular señalización y sus propios carriles de circulación. Bien está si nos recupera, aunque sea en pequeña medida, la vida lenta que tanta falta nos hace.

Como lento era también el ir y venir de las chalanas por el puerto que entonces era bahía, casi siempre por las aguas someras de la Barra. La chalana necesitaba bonanza, las aguas quietas, de ahí que recordemos siempre en una mar extasiada, en una lámina liquida que la barca abría morosamente dejando una mínima estela y el goteo leve de los remos al salir del agua. Las chalanas tenían una función auxiliar y los motoveleros solían llevar una en su cubierta; también se utilizaban en la pesca artesanal. para recolectar gambetes que se utilizaban como cebo y, en algún caso, por el simple placer de remar, pongo por caso, hasta el embarcadero de Talamanca.

Las chalanas tuvieron su momento cuando el puerto, antes de convertirse en un estanque, era una verdadera bahía. En las aguas de poco fondo que quedaban entre el Club Náutico y la fusteria des Manco amarraban un buen número de ellas. Diez o doce precarias pasarelas de tablones sobre estacas clavadas en el fango entraban dos o tres metros en el agua para alcanzar los 40 cm de fondo que bastaban para proporcionar los amarres. De aquellas modestas embarcaciones guardo dos imágenes insólitas: una de ellas la vi atravesar la enorme charca que unas fuertes lluvias crearon en el entorno de Santa Cruz, y llegué a ver otra chalana desahuciada en el salobral del norte de la bahía, medio escondida entre los juncos y que, en la bañera interior, ya destablada, crecían unos hierbajos que ramoneaba una cabra. La chalana se había convertido en comedero y la bicha debía ser d’en Pep de ses cabres que tenía un corral al otro lado de la carretera.

Con las imágenes de las bicicletas no puedo explayarme porque se me acaba la página. Sólo diré que la bicicleta era sinónimo de libertad. Y que en la ciudad había tantísima bicicleta con el pedal apoyado en las aceras que costaba encontrar un hueco para atravesar la calle. Mi mejor –y también peor- recuerdo de las bicicletas es de cuando aprendí a montarlas. Pasé con ella frente al Pereira y al doblar hacia la calle de las farmacias me metí en can Xinxó y aterricé frente al mostrador, dejando patidifusas a dos payesas que andaban de compras. Suerte tuve de entrar por la puerta, como Dios manda, y no estamparme en el escaparate. Cabe reseñar, para acabar, que la bicicleta ha tenido más suerte que el carro y la chalana. Parece que la hemos recuperado en un uso a tal punto mayoritario que ya tiene en las ciudades su particular señalización y sus propios carriles de circulación. Bien está si nos recupera, aunque sea en pequeña medida, la vida lenta que tanta falta nos hace.

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