Diario de Ibiza

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De la patata vermella eivissenca

Allá por los 50, en casa, cuando era niño, el plato que más se repetía en nuestras cenas era un huevo frito con patatas cortadas como dedos, también fritas. Sobre la plataforma blanca y blanda de la clara enchurrascada en los extremos, la yema —rovell de l’ou— esperaba entronizada y mantenía encapsulada una sustancia rojiza, ni líquida ni sólida, que al remojar en ella las patatas se derramaba en el plato y la recogíamos con unturas de pan. Aquellas cenas están entre los mejores recuerdos de mi niñez.

Patatas ibicencas. | ARCHIVO MAGÓN

La patata es tan común en nuestras mesas que cabría pensar que siempre ha estado aquí, pero lo cierto es que todos nuestros cultivos nos han venido de fuera. La patata nos vino de las Américas con otros muchos productos, tomates, pimientos, calabazas, judías, cacahuetes, café, etc. Tardó, sin embargo, en llegar a nuestros platos. No sólo porque tras la gesta colombina fue necesario alcanzar los altiplanos de Bolivia y Perú, donde hace 7.000 años la cultivaban los Tiahuanacos, los Mochicas y los Paracas, sino porque en nuestras latitudes fue mal recibida. Cuando Pedro Cieza de León trajo en su nao, la Galatea, una decena de toneladas de patatas, la Casa de Contratación de Sevilla las rechazó: «Es una comida de salvajes», le dijeron. Don Pedro, sin embargo, para no perderlo todo, se llevó varios sacos de patatas para cultivarlas en la finca que sus padres poseían en Llerena (Badajoz).

Todavía tendrían que pasar más de 300 años para que su consumo se generalizara. Al principio, se les dio a los cerdos, fue comida de la soldadesca, hospicios y hospitales, y sólo después, poco a poco, empezaron a consumirla las clases más menesterosas. Finalmente, fueron circunstancias adversas las que, paradójicamente, favorecieron su consumo. En las guerras, epidemias y hambrunas, la patata salvó muchísimas vidas. Y también se dio un hecho curioso: prisionero de los alemanes, el oficial francés Antoine Parmentie se hartó de comer kartoffel (patata). Años después, ya liberado, pensó que la patata no había sido mal rancho y, contento de haber salvado el pellejo, la promocionó en Francia y creó toda una cocina patatera con recetas como el famoso ‘puré a la Parmentier’.

Aunque a ciencia cierta no sabemos cuándo nos llegó a Ibiza la patata, tenemos noticias de ella en 1819, cuando el obispo González Abarca alecciona a los payeses: «No os ciñáis a la siembra de trigo y cebada que fallan por las pocas lluvias; os recomendamos suplir tales cultivos por el de la patata que aquí prueba excelentemente». Interesante apunte, porque si ya ‘probaba excelentemente’, era porque ya existían cultivos que pudo haber, incluso, a finales del s. XVIII. Son noticias que concuerdan con las que da el Archiduque en Las Antiguas Pitiusas cuando, tras sus visitas en 1867 y 1885 dice que, efectivamente, existen cerca de la ciudad y en Santa Eulària campos dedicados a la patata, pero sería a muy pequeña escala cuando, al darnos muy precisa noticia de las hectáreas dedicadas a los diferentes cultivos en cada municipio (pg 54 a 57) no menciona la patata y dedica, en cambio, una extensa parrafada a la batata, (pg. 64), «que los ibicencos llaman moniatos, un cultivo que se ha extendido rápidamente y del que se recogen entre 80.000 y 120.000 kilos, por lo que parece que dentro de 2 o 3 años la cosecha será tan abundante que se podrá prescindir de las importaciones. El moniato representa para los ibicencos un importante producto alimentario a partir de finales de otoño y, al propio tiempo, sirve de excelente forraje para los animales domésticos, en especial de los cerdos».

Es evidente que las tornas cambiaron porque en el Diario de Ibiza de 9 de diciembre de 1897, pocos años después de la visita del Archiduque, B. Ramón Capmany habla de la riqueza y la importancia que supone el cultivo de la ‘patata roja’. ¿Fue el primero en darnos la denominación que ha hecho fortuna, patata vermella eivissenca? Y el 19 de abril de 1919, también en estos papeles, José Torres Colomar, vecino de Sant Jordi, se muestra cabreado porque algunos mandamases insulares ponen cortapisas a la exportación de la patata tardana que deja buenos excedentes: «No tienen razón quienes se oponen a la exportación de la patata de segunda cosecha (…) Antes de la Guerra sobraba y se exportaba en grandes cantidades. Y si toda se queda aquí, cuando sigue sobrando, lo único que se consigue es abaratarla en exceso, perjudicando a los agricultores».

Fue el caso que nuestra patata vermella, en una de sus variedades más antiguas, fue ganando terreno y encontró no poco ingenio en nuestros fogones, convirtiéndose —lo sabemos por las recetas más antiguas que tenemos— en la estrella de nuestra cocina. Un comunicado del Ministerio de Economía de 1929 ya reconoce la excelencia de nuestra patata que llama ‘ibicense’ y que, en aquel momento, era ya el principal cultivo de regadío. Pero no hay bien que cien años dure. Allá por los 50, cuando un escarabajo que se alimentaba sobre todo de patatas entró a saco en el Reino Unido y arruinó sus cultivos, acostumbrados los ingleses como estaban a su consumo, acudieron a los cultivos baleares que, por su insularidad, se salvaban del maldito bicho.

(A Miquel Mayordomo Riera y a Josep Lluís Joan, por sus aportaciones al tema, que han hecho posible estas rayas. Habida cuenta de la importancia que ha tenido y tiene la patata en la cocina ibicenca, me ha parecido oportuno traerla con estas líneas a pie de calle).

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