Memoria de la isla

La plaça de sa Riba

«Por los rinconcitos del puerto, suben las barcas a lo enjuto. El casco viene al sol como la revelación del mundo sumergido. Verdes, musgosos, tomados de caracolillos y lapas diminutas, sus costados diríanse retazos del tapiz submarino. Lo vegetal sube a la línea que alcanzó el mar, y si la barca se mantuvo en largo amarre tiene grosor, porque medró a favor de lo quieto. En cambio, viene ralo, apenas tinte verdoso, en barca trajinera, frotada de millas». Viaje a Ibiza. (1958). Enrique Fajarnés Cardona

Sa Riba.

Sa Riba. / Leopoldo Plasencia

La palabra riba se utiliza con igual forma y significado en catalán y en castellano. Es vora de la mar y orilla. No hay nombre mejor para el codo ciego que tiene nuestro puerto entre los muelles y el Muro que protege por levante la bahía. Es un rincón que estaba reservado a los pescadores, al amarre de sus barcas y a su faenar. Para la Autoridad Portuaria tenía una muerte anunciada, pero a pie de calle no lo supimos hasta que en estos papeles saltó la noticia.

No ocurrió de un día para otro, pero estaba cantado. No recuerdo qué orden tuvo el desmantelamiento, tanto da. Un buen día, —que en realidad fue malo—, el martillo pilón sólo dejó de las Barracas un montón de escombros. La verdad es que aquellas enormes casonas clavadas en el límite de los muelles, junto a los amarres, eran el pósito de pescadores y en donde también se guardaban las cajas para llevar el pescado a la Plaza, los carromatos que se utilizaban para transportarlo, redes, nasas y aperos de pesca, estaban fuera de escala y de lugar, pero estábamos tan acostumbrados a verlas, que cuando desaparecieron, cuando ya no estaban, las seguimos viendo.

Luego, con la infame idea del pantalán, el de los Duques de Alba que se hizo para ganar calado y dar amarre a barcos grandes, se eliminó la secular atarazana que, aunque había visto tiempos mejores cuando allí se hizo algún pailebote, en los tiempos que digo todavía daba juego para repasar el quillaje de pequeñas barcas y repintar su obra muerta, de cintura para arriba, lo que queda fuera del agua. El espacio que ocupaba la atarazana y su rampa se convirtió en una gran plataforma que redujo también el espejo del agua. Como viene sucediendo en tantos rincones, también aquel se hizo memoria. Cambió el paisaje. Y a los pescadores se les mandó con la música —en su caso, con las redes y sus barcas— a otra parte. Concretamente a los anónimos muelles que se hicieron en el NW de la bahía que se iban convirtiendo en un charco de ranas.

Que la plaça de sa Riba fuera tradicionalmente un ámbito casi exclusivo de los pescadores casaba con la inmediatez del barrio en el que tenían sus viviendas. Y buena prueba de que aquel era su mundo estaba en el carácter marinero de sus calles y de la plazoleta que tenía motivos para llamarse sa Drassaneta, justo diminutivo de drassana porque en tiempos fue una doméstica atarazana, una carpintería de ribera que tenía la ventaja de ofrecer, entre las casas, mayor resguardo que la de los muelles. Era un buen lugar para despalmaduras y calafateos.

Aplausos a la comitiva

Y como las barcas que allí se trabajaban eran menores, faluchos, botes o chalanas, cuando la embarcación estaba lista y pedía mar, salía a hombros de la placita y, cuesta abajo, navegaba del revés y en seco, la quilla al aire, hacía el carrer de la Mare de Déu, más larga que un día sin pan. Y medio en serio, medio en broma, algunos vecinos aplaudían a la comitiva que no sabía si reírse o cabrearse. Me hubiera gustado verlo. Lo que si llegamos a ver, allá por los cincuenta, fue el acusado carácter que tenía la Penya antes del éxodo que, en cierta manera, acabó siendo una forma de expulsión. Antes del colectivo desahucio que vivió toda la barriada, en sus calles, Mare de Déu, Garijo, d’en Mig, Fosc, Retir, incluso Vista Alegre, era normal ver, junto a las puertas de las casas, salabres, perchas, cordajes, redes y algunas nasas colgadas en la pared.

Recuerdo en el dintel de una puerta que era muy baja, como escudo de guerrero o blasón, un enorme caparazón de tortuga. Y en un modesto interior, junto a los fogones de la cocina, un ánfora que retenía vestigios marinos.

En el rincón de sa Riba, impersonal ahora, todavía echo en falta la vida que tuvo. En los días que digo aquel lugar olía a mar, salitre y algas. Las losas de los muelles eran el natural secadero de redes. Y en el pequeño muelle que tiene el Muro en el lado de la bahía, recostado en la pared, acuclillado o sentado con las piernas abiertas, siempre había algún pescador recosiendo los desgarros de las mallas. Sa Riba despertaba prematinal, cuando llegaban las barcas. La expectación y el alboroto al descargar el pescado era notable, no en vano, era lo que daba de comer. Las capturas venían encajadas por especies, juntos los pulpos, las sepias y los calamares, por otro el pescado de sopa, por otro la morralla y así sucesivamente.

En alguna caja, por su tamaño, iba una sola pieza que se hacía mirar. Algunas barcas tenían puesto de venta en la Pescadería y traían sus capturas ya colocadas. Si no era así, se hacía una subasta y, visto y no visto, las mujeres se llevaban todo el género en grandes carretones a la Plaza. Los pescadores, tras baldear las cubiertas y poner a secar las redes, salían con sueño hacia sus casas, aunque alguno se colaba al Ribereño o al Garroves y con una absenta se calentaba el alma. Luego dormiría como un niño. En la playita Codolar que quedaba entre el arranque del Muro y la Torre del Mar, nadábamos los chavales en verano aunque no era raro que acabáramos zambulléndonos en el puerto.

Erizos y pulpos

En los bloques del rompeolas que dan al antepuerto cogíamos erizos, cangrejos y lapas. Y con un trapo y un arpón, con suerte, caía algún pulpo. La plaça de sa Riba y la atarazana, con sus cuatro barcas, ha sido el paisaje más repetido en fotografías, postales, oleos y acuarelas. Con motivos. Desde el Muro, tras el primer plano de sa Riba, quedaba, como telón de fondo, la ciudad-anfiteatro, la afilada proa de Santa Lucía, el racimo de casas de Dalt Vila y en el vértice de la colina la Catedral, el mástil urbano. Toda la Vila daba así un perfil marinero. Era la ‘nave de piedra’ de Colinas.

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