Memoria de la isla

De los muelles

La bahía era un pequeño universo con vida propia y un puzle de muchas piezas. En su norte conservaba su perfil antiguo de humedales y en el sur quedaban los muelles: los motoveleros amarraban en la rada interior, en la exterior los correos de la ‘Tras’, el Martillo se reservaba para los grandes cargueros, la rinconada del Muro y de sa Riba era de los pescadores y en el fondo del paisaje eran referencias familiares el Matadero Municipal, el Astillero, el Club Náutico en su poniente, mientras que la Casa Colorada quedaba en su norte y en el centro de la bahía. El puerto era todo aquello y mucho más

Monumento a los corsarios. | FRANCESC CATALÀ I ROCA

Monumento a los corsarios. | FRANCESC CATALÀ I ROCA / Miguel ángel gonzález

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Todos los puertos tienen su particular personalidad. El nuestro era y es un barrio más de la ciudad, no en vano desembocan en él todas las calles de la Marina. Irremplazable paseo en verano, en los inviernos cedía su peripatético papel a Vara de Rey que, siendo plaza interior, quedaba más a resguardo. El público de los muelles ha sido siempre heterogéneo, mudable y más informal. Por los turistas. Y porque con los calores soltamos ropa y vestimos sin miramientos, con más holgura. La parroquia de Vara de Rey era y sigue siendo vecinal, homogénea y familiar. Paseo de invierno, en él teníamos una tácita compostura. Era el paseo de los domingos y, como correspondía, a él acudíamos endomingados.

Nuestros viejos muelles se han lavado la cara y han cambiado los muebles, pero en los años cincuenta una de sus singularidades era que en primera línea tenían unos obstáculos visuales peculiares que cegaban algunos tramos del pie de la ciudad. Era el caso de las Barracas, dos enormes casonas que funcionaban como pósito de pescadores y almacenes de cajas, redes y aperos de faenar. Todos los cuadros de la ciudad que los pintores han hecho desde el Muro, tienen en primerísimo plano las Barracas. Eran edificios fuera de escala y de lugar, pero a tal punto familiares que los vecinos de la Marina, cuando las eliminaron, durante un tiempo las echamos en falta y todavía hoy, en cierta manera, las seguimos viendo.

Frente a la barriada de la Bomba y del desaparecido Bahía, el restaurante del buen hombrón y grandísimo cocinero que fue Juanito, Juanito del Bahía, estaba el popular Ribereño, arquetípico bar portuario que recuerdo longitudinal, largo como un vagón de tren en vía muerta. Y más a poniente, a la altura del Martillo, quedaba su par, el Pitiüso, bar más pequeño que siempre sacaba sus mesas y sillas a la calle. El Pitiuso y el Ribereño eran como primos hermanos. Los dos tenían su jubileo a deshora, a contrapelo de los otros bares de la ciudad. Vivían al ritmo que marcaban los muelles. Abiertos todo el día, sus mejores horas eran extremas. En las madrugadas, cuando llegaban las barcas de arrastre, su clientela, asidua y habitual, era de pescadores. Y cuando atracaba el barco-correo, se sumaba la marinería, desde el sobrecargo a los camareros.

Los viajeros que llegaban mareados o habían pasado una mala noche se tomaban bien caliente una manzanilla y los que aguantaban el tipo desayunaban un café con leche y ensaimada. En aquellas matinales, la cafetera resoplaba, silbaba y soltaba vapor como una locomotora. Daba calor de hogar. Luego, durante el día, los dos quioscos quedaban silenciosos y el personal era escaso. Algunos jubilados ocupaban una mesa y con una sola consumición, zarzaparrilla o anís, dejaban pasar las horas amodorrados, hasta que el camarero les avisaba: «Senyor Jaume, que és l’hora de dinar!». En las atardecidas y por las noches, el Ribereño y el Pitiuso revivían. Se encendía el petromax que, colgado del techo, siseaba y daba una luz espléndida, muy blanca. Era la lámpara que llevaban en la popa los llaüts para pescar calamares. Funcionaba con una camisa que quemaba parafina y, como en los quinqués, su intensidad de luz podía graduarse. En aquellas horas altas, en el Ribereño y el Pitiuso recalaba una clientela definida.

Los pescadores en activo estaban ya en el mar. Los que llegaban al bar eran, los que por edad, estaban ya en dique seco. A la cita nocturna no faltaban nunca los carabineros, porque era mejor la estufa de hierro del bar que su brasero. Y se acercaban también algunos vecinos de la Marina, siempre los mismos, a echar la partida de cartas o dominó. No era una concurrencia alborotadora. Por lo general, se jugaba en silencio, aunque, eso sí, cada dos por tres, soltaban un ¡cagun tot! y sonaba el golpetazo de un mate oy el chasquido sobre el mármol de una ficha de dominó. Mi padre, entonces carabinero, me dijo que también había visto en el Ribereño a don Manuel Sorá, mi profesor de Historia del Arte en el Instituto. Le agradaba departir con unos y otros sobre asuntos intrascendentes y cotidianos. Don Manuel vivía a dos pasos, en la calle que hoy lleva su nombre y que sale al puerto por la d’Emili Pou. Supongo que se acercaba a los muelles para ventilarse y, tal vez, cansado de desasnarnos.

La matrona Dorita

Recuerdo también el edificio de Obras del Puerto, adelantado a las casas que daban al muelle. Y frente a la plaça d’Antoni Riquer estaba la garita de madera de los carabineros, en la que se refugiaban con botijo en verano y brasero en invierno. También servía para los discretos servicios que practicaba la matrona Dorita. Bajita, peripuesta y de mal rasque, practicaba cacheos a las señoras fondonas que pasaban contrabando escondido en el caderamen. Aquella garita de carabineros tenía una excelente ventilación por los resquicios de sus tablas que eran mirillas a la calle. Y por evitar la humedad de los muelles, la humilde caseta estaba calzada en precario sobre tablones y si uno se movía en su interior también se movía la caseta. Junto al monolito a los corsarios, estuvo algunos años un pequeño quiosco que, para atender a su clientela, levantaba una visera. Servía tentempiés, tapas y bocadillos por las mañanas, moriles y vermuts al mediodía y suïssers en las atardecidas. Llegada la noche, bajaba la persiana hasta la madrugada siguiente, cuando llegaban de nuevo, con ganas de echar un trago y calentarse el alma, los pescadores.

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