Memoria de la isla | Los colmados en el medio rural en Ibiza y Formentera

El colmado rural era una guisa de familiar almacén o pequeño bazar, en el que, además de los comestibles que no daba el campo –arroz, azúcar, lentejas, garbanzos o sardinas de casco-, se podía comprar una escoba, un quinqué, una cazuela, un azadón, alpargatas, un sombrero de paja y, en los últimos tiempos, también el Diario de Ibiza

Colmado rural.

Colmado rural. / JOSEP MARIA SUBIRÀ

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

La fotografía de Josep Maria Subirà que acompañamos da una imagen viva y exacta del colmado rural, con curiosos detalles de un pequeño mundo que devorado por los supermercados desaparece. Alguno sobrevive todavía, posiblemente porque sigue ofreciendo la ventaja de su proximidad y su sorprendente batiburrillo de productos. La tienda de la fotografía estaba en la Mola y era una bendición para los vecinos que, para comprar cuatro cosas, no estaban obligados a bajar a San Ferran o a Sant Francesc. En la imagen, una payesa adquiere provisiones y nos da la espalda, mientras su compañera, mano sobre mano, mira con resignación a la cámara. En el suelo quedan unas cajas de madera y un sombrero de paja que puede ser del tendero, al que vemos manipulando un expendedor de aceite, aquellos que funcionaban con medidor, émbolo extractor y manivela. Una reliquia. En el mostrador vemos una bandeja con huevos y una báscula nueva que ha sustituido la balanza tradicional de fiel y platillos. Y en la pared del fondo, sobre unos estantes, dominan, perfectamente apiladas, latas de conservas para dar y tomar, mientras que en el techo, cuelgan de las vigas dos enormes bacalaos como invertidos mapas de Sudamérica, un quinqué y, cosa que sorprende, dos porrones ahorcados con una soga.

La función principal del colmado era conseguir que los payeses tuvieran a mano, sin grandes desplazamientos, cualquier cosa que pudieran necesitar. El viejo colmado era también estanco, estafeta de correos, un lugar ideal para dejar recados y no era raro que tuviera anexo un pequeño bar que, en ocasiones, era una prolongación del mostrador de la tienda de manera que en los estantes se sucedían, casi sin solución de continuidad, los comestibles y el repertorio de botellas, coñacs, anises, vinos, absentas y licores estomacales. En algunos casos, el bar ocupaba un aparte junto a la tienda o, preferiblemente en la trastienda, circunstancia que permitía, con discreción, las partidas de cartas, tuti, cau o brisca. También era popular el set i mig, aunque estaba prohibido porque el personal se jugaba cuartos y fincas.

Un aspecto peculiar de nuestros colmados rurales que apenas se ha comentado es su ubicación, las más de las veces condicionada por la particular configuración del hábitat en el medio rural. Trataré de explicarme. Hoy, incluso los pueblos más pequeños tienen o han tenido su propio colmado. Recuerdo can Xinxó en Sant Agustí, can Cosmi en Santa Agnès, can Pep Xica y can Jordi -ca s’Angel hoy es un ‘todo a cien’- en Sant Josep, can Reial en es Cubells, ca n’Agneta en Sant Carles, can Toni en Sant Francesc, can Morna en Sant Ferran, etc. Algunos otros, caso de can Ripoll en Sant Joan –cosas del tiempo que lo devora todo- han desaparecido. Estos establecimientos ubicados en los pueblos son, por así decirlo, de hace dos días. Durante varios siglos, los pueblos de nuestras islas lo eran sólo de nombre porque lo conformaban únicamenet la iglesia y cuatro casas. Los pueblos, tal como los entendemos hoy, con una población mínima, equipamientos y servicios, en nuestras islas son un invento relativamente reciente. Los templos rurales –la mayoría erigidos en siglo XVIII- no consiguieron, como se pretendía, agrupar a la población dispersa que continuó en la casa de sus padres y sus abuelos. Esto quiere decir que, en aquel entonces, los llamados pueblos no tenían suficientes vecinos para justificar que en ellos existiera un colmado. De aquí que fuera más común el colmado de carretera, ubicado en puntos estratégicos, cerca de los cruces a los que salían los caminos que recogían, desde todos los vientos, a una población dispersa. Esta ubicación a pie de carretera respondía, por tanto, a la dispersión de la población en términos municipales de dimensiones considerables, uno diría que desmesuradas si las comparamos con el término de Vila, que solo tiene 11 km cuadrados. Un mapa territorial tan invertebrado da casos tan escandalosos como el de la parroquia de Jesús que, a dos pasos de la ciudad, corresponde a Santa Eulària. Son cosas de nuestra alambicada historia que en algún momento –resistencias al margen- tendrá que corregirse. Pero volvamos a los colmados de carretera.

Entre ellos, un buen amigo me recuerda ca sa Rubia, pasado el pont d’en Ramón, en la carretera de Sant Joan; y ca sa Guapa, en la carretera de Santa Eulària. Cuando el transporte se hacía con caballerías y carros, aquellos colmados de carretera resultaban providenciales por el servicio que prestaban. Eran un ‘puente’ entre la ciudad y el campo, además de proporcionar un lugar de encuentro para el personal que sólo coincidía en la parroquia para asistir a misas, bodas o funerales, y que en la cantina del colmado, además de aprovisionarse, podía cambiar impresiones y charlar de lo que fuera. Ignoro cuántos de aquellos colmados teníamos en los años 50, pero sería un dato a tener en cuenta, no en vano jugaron un importante papel en la vida de nuestros payeses.

Intercambio sencillo

Como hecho curioso pero común entonces recuerdo una escena que presencié en el colmado de can Blaiet, en la Mola, tienda que ya no existe. Una payesa entró con un farcell, aquel hato que se hacía con un pañolón de cocina, anudando sus cuatro esquinas. El caso es que la payesa sacó del embolcall unos quesos y los cambió por los productos que necesitaba. Era un intercambio sencillo y directo: yo te hoy lo que tengo y tú me das lo que necesito. También vi que lo practicaba en Jean de sa Torre, un buen hombre que vivía en la Torre de ses Portes y que, cuando la pesca que conseguía con su pequeño llaüt era buena, se acercaba a la Canal y en la tienda-cantina que había en la plaza, junto al pantalán de la sal -hoy es una vivienda-, cambiaba sus capturas por los productos que aliviaban su corta despensa. 

Suscríbete para seguir leyendo