Diario de Ibiza

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Memoria de la isla

Dos flashes de luz y vida

En los julios y agostos, el sol madruga pero asoma por los callejones con timidez y pereza, como cargado de sueño. Su luz oblicua alarga las sombras, aumenta las distancias y sus rayos no tardarán en buscarnos los ojos. La ciudad amanece también adormilada y silenciosa, pero será ya por poco tiempo. Lentamente, el barrio marinero se despereza y despierta

Dos tomas de un contraluz matinal (1950). Juan Miguel Pando

La misma calle. El mismo encuadre. Dos tomas con una separación de unos minutos, suficiente para que la escena tenga los cambios que vemos en ellas. El fotógrafo capta primero la imagen de la izquierda. Tres hombres llevan a un carro unos bultos que no identificamos. En la segunda fotografía, cargado el carro, los hombres han desaparecido y han entrado en escena dos niñas que parecen preguntarse a qué jugamos. Otro detalle confirma la secuencia de las fotografías. Vemos que la de derecha se hizo después, porque, con el sol más alto, las sombras son más largas, y lo mismo el suelo que la fachada tienen una iluminación más intensa que casi espejea en el enjalbiego, mientras que en la fachada de la otra fotografía el sol es más apagado. Las imágenes son creíbles porque en ellas no hay impostura, son naturales. De los tradicionales alambres que tienen los balcones entre dos puntales encastrados en la pared y alzados taurinamente, los vecinos dejan a la vista sus intimidades, sábanas, camisetas, camisas y calzoncillos.

La calle es todavía de tierra y se abre al levante por donde, con sus primeras luces, el sol se cuela. Entra con una marcada oblicuidad. Pueden ser las 8 o las 9 de la mañana. Y es verano. Lo sabemos por las mangas cortas de las niñas. Y por los tendales que en los balcones protegen los interiores de la excesiva luz. En las fachadas son perfectamente visibles las irregularidades de los muros y las desportilladuras de la cal que aportan texturas y plasticidades. Los pasajes devienen pictóricos, poéticos, literarios. Rincones cargados de sugerencias y sinuosidades, callejas que se cruzan en recovecos sombríos y solitarios, que juegan al escondite con la luz y nos hablan de largas horas de olvido. Estos parajes y recovecos de la Penya olvidan su actual marginalidad y son hermosos aunque estén descuidados, son evocadores aunque los maltratemos. Retienen mucha memoria, guardan historias de muchas vidas.

En cualquier caso, el fotógrafo no buscaba nada de lo que decimos, que se da por añadidura. Hubiera sido igual si sus protagonistas —los hombres y las niñas— fueran otros. Y hubiera dado lo mismo que la calle estuviera vacía. El fotógrafo, en este preciso lugar y en estas primeras horas del día, va a la caza de algo más importante, pero incorpóreo y fugaz, el contraluz, esa luz inasible que sólo vemos proyectada en los objetos, en aquello que ilumina, aquí es una fachada y la calle que vemos como un río de luz. Únicamente cuando las fotografías tienen un último plano alejado, tal como ocurre en esta estrecha calle que gira levemente hacia la izquierda, la luz adquiere una leve corporeidad en una atmósfera difusa, desleída y levemente neblinosa, que desdibuja incluso las fachadas.

Esta luz efímera y fugitiva que también buscan los pintores y poetas, es el motivo principal de las fotografías. La ventaja del fotógrafo es que atrapa el instante y la realidad misma, no la reproduce. Tal vez, por eso, en los últimos años, las fotografías han cobrado protagonismo, no sólo por su valor documental y memorial, sino como auténtico arte. Y son arte a partir del momento en que las vivenciamos y nos emocionan.

Cambiando de tercio, pero sin perder pie en las fotografías, yo diría que la calle en cuestión corresponde al final, por levante, del carrer de la Mare de Déu que, efectivamente, a la altura del carreró de l’Estrella tiene un ligero desvío hacia la izquierda y se abre hacia la Torre del Mar y el antepuerto. Pienso que estas callejas son la esencia de lo que hemos dado en llamar mediterraneidad. La Marina es otra cosa. Desde la calle de Manuel Sorá y Emili Pou hacia poniente, la ciudad nueva busca cierto ordenamiento ortogonal.

La Penya, toda la barriada que queda por levante entre los Andenes y la muralla, se va construyendo como se puede y, en ocasiones, casi como se quiere. Quien se asoma a la ciudad baja desde el baluarte de Santa Lucía lo que ve al pie es un verdadero laberinto, un caprichoso mosaico de casas solapadas, techos planos y callejas que se cruzan creando pasajes y pequeños rincones de extraordinaria belleza. Con algunas curiosidades urbanas, caso de la singular isla de casas más larga que existe en la ciudad y que, sin solución de continuidad, sin interrupción, queda entre el carrer d’Enmig y el de la Mare de Déu, 250 metros lineales edificados desde Emili Pou a sa Riba, a la que, por fin, se baja por las escaleras que dan al puerto.

Plagiar sa Penya

Hace muchos años, puede que fuera entre los 50 y los 60, cuando La Penya era todavía un barrio de pescadores y el éxodo vecinal hacia el Ensanche no había comenzado, hubo, por parte de no sé quién o de quienes, la peregrina idea de reproducir todo el barrio, casa por casa, calle a calle, en un enclave peninsular. Sorprendía tanto su carácter y su pintoresquismo que se pensó duplicarlo no sé dónde. Algo parecido a lo que se hizo en Binibeca, al sudeste de Menorca, cerca del pueblo de San Lluís, un enclave turístico artificial que se vende como ‘pueblo de pescadores’, pero ha quedado en pastiche, en un mal remedo del original. Afortunadamente, la iniciativa de plagiar la Penya quedó en agua de borrajas. Y es que la Penya, como Dalt Vila, son conjuntos arquitectónicos únicos. La absurda iniciativa, en todo caso, nos da una idea de la admiración que el barrio generaba. La verdad es que nosotros, de puertas adentro, no hemos valorado en ningún momento la singularidad, belleza y valor patrimonial que tiene. Lo hemos hecho en estos últimos años de boquilla, con intervenciones que son sólo parches. Es una vergüenza el escaso esfuerzo que se ha hecho por recuperar el barrio, por rehabilitarlo, por adecentarlo, por devolverle, con las reformas que haga falta, la vida que tuvo.

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