Diario de Ibiza

Diario de Ibiza

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Los corsarios ibicencos en Gibraltar (II)

Mientras los altos mandos discutían si asaltar o no la plaza, las operaciones de bloqueo en la mar seguían su curso

El ataque de las baterías flotantes.

Los corsarios ibicencos patrullaban las aguas del Mediterráneo, desde la boca Este del Estrecho hasta la isla de Menorca. Defendían nuestras aguas, que están infestadas de corsarios mahoneses, e interceptan buques mercantes que, desde los puertos de Italia, Mar Adriático y Norte de África, intentan arribar a Gibraltar.

En los documentos del Archivo Histórico de Ibiza, destaca el jabeque de 200 toneladas Nuestra Señora de Jesús, al mando de Antonio Ferrer, que en un combate contra corsarios mahoneses sufre graves daños que le impiden seguir ejerciendo el corso. Ferrer le pide al Rey una pensión para que su tripulación, que va al paro, pueda subsistir. El Rey le ofrece pasar a ser empleado en el bloqueo de Gibraltar. Ferrer acaba firmando un contrato con la Corona de mil pesos sencillos al mes, más el botín de las presas. En junio de 1782 se integra en la división de jabeques del brigadier Buenaventura Moreno.

Aparece también el jabeque ‘San Antonio de Padua’, de Rafael Prats, que también es contratado por la Corona por 700 pesos sencillos al mes. Y el alférez graduado de la Armada, es decir sin sueldo, Bartolomé Cavanillas que era el capitán del puerto de Ibiza y propietario del Fortuna, jabeque similar al de Antonio Ferrer, solicita incorporarse al bloqueo como corsario. Se le concederá en agosto de 1782.

Cubierta de batería del 'HMS Victory'.

Entran también en corso: el patrón Juan Palau al mando del jabeque de nombre ‘Dulce Nombre de Jesús’; Juan Ros, patrón de la galeota ibicenca de 36 remos ‘Nuestra Señora del Carmen’; Bernardino Sastre, ibicenco patrón de un jabeque mallorquín, y algunos más.

Pero mientras que en Gibraltar los ingleses resistían, en Norteamérica y Centroamérica la guerra se decantaba del lado del recién creado ejército norteamericano bajo las órdenes de George Washington y del lado de las tropas y buques de guerra de Francia y de España.

Los generales españoles, entre los que destacaba Bernardo de Gálvez, Gobernador de la Luisiana, y su padre Matías Gálvez y Gallardo, Gobernador de Guatemala, hacían grandes progresos para alcanzar los objetivos que les habían fijado desde Madrid: Ocupar Mobile y Pensacola; recuperar la Florida Occidental; y limpiar de ingleses el Golfo de Méjico, Honduras, Nicaragua y las islas Bahamas, base principal de los corsarios británicos.

Navío 'El Glorioso'

Tras la decisión tomada por Francia y España, a principios de 1780, de trasladar el esfuerzo principal de la guerra a América: En abril partió de Brest una expedición de 4.000 soldados franceses. El mismo mes, partió de España el denominado Ejército de Operación, una expedición de 13 navíos y 12.400 soldados, rumbo a la Habana y Puerto Rico, a las órdenes del jefe de escuadra José Solano. Fue la mayor expedición armada enviada nunca al continente.

Se reunieron con los franceses cerca de la isla Dominica formando una escuadra de 35 navíos, con la potencia más que suficiente para contrabalancear en Centroamérica a la de Inglaterra. La necesidad que tuvo la Marina Británica de tener que atender múltiples frentes y hacer frente a repetidos ataques franco-españoles en la mar y en tierra, en Europa y en América, facilitó que el peso de la balanza pudiera inclinarse del lado de Las Trece Colonias.

Acababa el año 1780; el bloqueo naval funcionaba bastante bien e impedía, casi en absoluto, el acceso de buques sueltos a Gibraltar. De nuevo la situación en Gibraltar se hizo angustiosa. La falta de alimentos y la malnutrición dio lugar a la aparición de una epidemia de escorbuto, la misma que corrían el riesgo de los marineros en las navegaciones largas. La epidemia llegó a preocupar al Gobernador de Gibraltar mucho más que los proyectiles que le lanzaban los españoles. Se hacía preciso que Inglaterra enviara un segundo convoy de socorro, si quería conservar en su poder la llave del Estrecho.

En Europa, la situación estratégica era muy parecida a la del año anterior. En el Golfo de Cádiz patrullaban los navíos y fragatas de la Armada. En Brest, la Marina francesa contaba con 30 navíos dispuestos a cortar el paso a los que intentaran descender por el Canal de la Mancha. Debía suponerse que ningún convoy inglés podría llegar a su destino sin combatir dos veces, primero con los franceses y luego con los españoles.

A principios de 1781, la Royal Navy consiguió alistar 28 navíos y organizar tres escuadras. Se trataba no solo de abrir camino al convoy de socorro de Gibraltar, sino también de escoltar a los buques que debían dirigirse a América.

Pero en marzo de ese año, la Marina francesa se vio obligada a partir con rumbo a las Indias Occidentales, y con ello la escuadra de Brest abandonaba el Canal de la Mancha. Seis días después, tres convoyes británicos, con más de 400 velas, zarparon de sus puertos, y como no encontraron obstáculos, descendieron por las costas de Francia y se disgregaron frente a las costas de Portugal.

97 transportes hacia el Estrecho

Siguieron navegación hacia el Estrecho 97 transportes acompañados por una escuadra de batalla de 24 navíos. Las fragatas británicas que navegaban por delante en misión de descubierta, observaron que la Armada española estaba fondeada en Cádiz y no daba muestras de ponerse en movimiento. Continuaron su navegación. En la madrugada del 12 de abril anclaron ante los muelles de Gibraltar. Se repetía lo mismo que el año anterior.

Ibiza a sus corsarios J.A. Riera

Pero esta vez, a los gritos de alegría de los gibraltareños, respondieron 170 cañones y 80 morteros, desde las posiciones españolas. Alrededor de 20.000 bombas cayeron dentro del recinto de la plaza, causando daños en los buques surtos en el puerto y, sobre todo, en los edificios. Todos los gibraltareños se tuvieron que refugiar en las casamatas. La vida en La Roca y la rutina del bloqueo volvieron a la normalidad cuando la escuadra británica se hizo a la mar de nuevo y rebasó el Estrecho rumbo al océano Atlántico, con la misma tranquilidad con que lo hizo a la venida.

La frustración cayó sobre los españoles y hubo que buscar un chivo expiatorio. El eslabón más débil de la cadena de mando era Antonio Barceló, que no tenía título nobiliario, ni era de Escuela Naval, ni tampoco tenía demasiados apoyos en la Corte de Madrid. Barceló era tan solo un corsario mallorquín que, por sus méritos, había llegado a brigadier de la Armada y, además, se llevaba mal con el general que mandaba las fuerzas del ejército. Se le culpó de haber dejado pasar al convoy y le relegaron a un segundo plano, poniéndole bajo el mando de otro general de la Armada.

¿Por qué no salieron a su encuentro los navíos que se hallaban en Cádiz, teniendo certeza de que la entrada del convoy echaría de nuevo por tierra los esfuerzos de todo el año?

Tal vez la razón haya que buscarla en la necesidad de evitar riesgos de cara a la próxima campaña que se estaba gestando y en la de asegurar la llegada de las flotas con los metales preciosos de las Indias. Quizás por eso se prefirió dejar entrar a los buques ingleses y una vez dentro batirlos con toda clase de fuegos desde tierra y desde la mar; de este modo el Rey conservaría íntegra su escuadra para cubrir sus mares y proteger su comercio de Indias; y tras, la retirada de los ingleses, poner en práctica alguno de los proyectos que se estaban gestando. Así fue.

Al entrar la primavera de 1781, Carlos III dio luz verde para organizar una expedición con el fin de alcanzar otro de los grandes objetivos estratégicos que se había fijado al entrar en guerra abierta contra el Reino Unido: la recuperación de la isla de Menorca.

Modelo de lancha cañonera ideada por Antonio Barceló. Museo Naval de Madrid

En la bahía de Mahón se escondían más de 80 buques corsarios, que no solamente estragaban el comercio en el Mediterráneo Occidental, sino que luego intentaban forzar el bloqueo para introducir en Gibraltar el botín de sus robos, realizando considerable beneficio.

La idea era dar al enemigo un golpe inesperado en la isla. Las conversaciones entre los Gobiernos y altos mandos militares de España y Francia para elaborar el plan se llevaron absolutamente en secreto; al igual que los preparativos de la expedición, que también se hicieron de forma discreta en los arsenales de Cádiz y Brest. No despertaron sospechas porque todos supusieron que los barcos irían destinados a reforzar las tropas que luchaban en América.

A principios del mes de julio de 1781 entraron en Cádiz dos escuadras francesas al mando de los almirantes Guichen y La Motte-Picquet. Traían 22 navíos, que junto a los españoles de formaron una imponente fuerza naval de más de 50 navíos.

El 23 de julio

La flota combinada franco-española se hizo a la mar el día 23 de julio, protegiendo un convoy de 73 buques mercantes. Escoltaron al convoy durante el paso por el Estrecho; sin que nadie lo advirtiera y, una vez en el Mediterráneo, invirtieron el rumbo en demanda del Canal de la Mancha, para llamar la atención de la Royal Navy. ¡El engaño surtió efecto!

Mientras tanto, empujados por el viento del Oeste, el convoy de buques de transporte, acompañados por tan solo dos navíos, dos fragatas, algunos jabeques y otros barcos de guerra menores, conducía hacia Menorca una fuerza de desembarco de más de 7.500 soldados. Llevaban artillería, municiones, pertrechos, alimentos y hasta un hospital de campaña. La fuerza de desembarco iba al mando de un prestigioso general francés: el duque de Crillon.

La expedición arribó sin contratiempo. El 19 de agosto de 1781, desembarcaron en tres puntos de la isla: Mahón, Fornells y Ciudadela. Los defensores de la isla, fueron cogidos totalmente por sorpresa, aunque consiguieron encerrarse en el castillo de San Felipe. Crillón se vio obligado a solicitar refuerzos para poder rendir el fuerte.

El jabeque ibicenco de 16 cañones ‘San Antonio de Padua’, de Rafael Prats, recibió la orden de acompañar al convoy, para hacer tareas de exploración, de enlace y de barco correo.

El día de Reyes de 1782, rompieron el fuego sobre el castillo 111 cañones y 33 morteros, a la vez que desde la mar los hacían las bombardas y las lanchas cañoneras de la Armada. Por fin, el día 4 de febrero de 1782, los sitiados izaron bandera blanca.

La peor suerte se la llevaron nuestros corsarios que, al pasar Menorca al bando propio, se quedaron sin enemigos, sin barcos a los que poder apresar y sin botín que cobrar. El paro asomaba por el horizonte. Nunca llueve a gusto de todos.

La recuperación de Menorca animó a los españoles a explotar el éxito. El Gobierno español decidió entonces intentar el asalto al Peñón. Se pretendía rendir la plaza; y, si ello no era posible, al menos, se podría conseguir cierta ventaja de cara a las negociaciones de paz que empezaban a celebrarse para poner fin a la Contienda. Se tenía la esperanza de que, en las negociaciones, la posible recuperación de Gibraltar, sería más fácil de conseguir si el intento de asalto a fortaleza presentaba alguna probabilidad de éxito.

Antes de acometer la empresa se volvieron a examinar todos aquellos planes vistos hasta la entonces por el Gobierno y los altos mandos militares. En aquel momento, llegó un proyecto recomendado por el Rey de Francia, y al que no quedó más remedio que prestar atención, aunque solo fuera por deferencia a nuestro gran aliado, que nos acababa de facilitar la recuperación de Menorca.

En esencia, el plan llegado de Francia no era muy distinto al que guardó en el cajón cuando se decidió intensificar el bloqueo enviando artillería a las posiciones españolas alrededor de La Roca y se autorizó a Barceló a construir las lanchas cañoneras y bombarderas de su invención.

Consistía en batir los muros de la fortaleza desde tierra y desde la mar para abrir brechas y, una vez abiertas, asaltar la plaza por medio de una fuerza de desembarco; dado que, siendo el acceso al Peñón a través de una lengua de tierra estrecha y baja, al pie de un monte elevado y formidablemente defendido, era muy difícil atacar por allí con probabilidades de éxito.

La principal aportación de esta nueva propuesta residía en empleo de unas potentes baterías flotantes, supuestamente incombustibles e insumergibles diseñadas por el ingeniero francés monsieur d’Arçon.

Decidido en la Corte de Madrid su empleo, se cursaron órdenes al arsenal de Cádiz para disponer de diez cascos de buques viejos de 600 a 1.200 toneladas, y facilitar a D’Arçon cuantos materiales pidiera, sin reparo en el costo, para convertirlos en baterías flotantes. En tanto que desde Menorca se trasladaba al campo de Gibraltar el material y el personal de artillería e ingenieros que había participado en la reconquista de la isla.

Desde un principio fue intención del Rey relevar al general Álvarez de Sotomayor y poner al mando de las operaciones al duque de Crillon, que tanto éxito había conseguido en Menorca. Crillon solicito una entrevista con d´Arçon en presencia del conde de Floridablanca. En el despacho de éste, extendieron los planos de la bahía y de la fortaleza de Gibraltar, y el ingeniero explicó con todo detenimiento el método de construcción y empleo de sus baterías.

Crillon, militar de gran experiencia, no quedó convencido ni satisfecho con el plan. En un aparte manifestó al conde de Floridablanca que sentía no poder aceptar la honra con la que el Rey quería distinguirle, porque en su opinión el plan no daría resultados satisfactorios. Floridablanca insistió diciéndole que el Rey consideraba imprescindible su presencia para mandar aquella operación. Al final, el duque aceptó el nombramiento, a condición de dejar escritas sus opiniones acerca del plan, en una carta cerrada, antes de partir para Algeciras. La carta, entre otras cosas, decía lo siguiente:

«Marcho a Gibraltar y declaro que únicamente por obediencia a las órdenes del rey acepto el mando que SM me ha hecho el honor de confiarme para ir a ejecutar contra aquella plaza el plan de las baterías flotantes… Me he opuesto ante Su Majestad a la ejecución de este proyecto, que me parece nocivo para la prosperidad y al honor de sus armas… Firmado en Madrid al marchar a Gibraltar, a 12 de junio de 1782.»

Cuando Crillon llegó a Algeciras, inspeccionó el terreno y las obras de las baterías flotantes, que no le parecieron tan mal. Observó que entre los oficiales del Ejército y los de la Armada, la opinión estaba completamente dividida, y ello se ponía de manifiesto en todas las reuniones que celebraba con los generales y jefes bajo su mando.

Las 10 baterías que se construyeron iban armadas con cañones de bronce de calibre «de a 24», los mayores que montaban los buques de guerra de la época. Las había de dos puentes y de un solo puente. Las primeras montaban entre 21 y 17 cañones y las de un solo puente siete o nueve cañones. Todas ellas fueron puestas al mando de nobles o de oficiales de la Armada que se habían distinguido en combate, como por ejemplo el príncipe de Nassau, Cayetano de Lángara o Federico Gravina.

Se esperaba contar para el asalto con el apoyo de la escuadra combinada franco-española; la misma que había sido destacada al Canal de la Mancha, para fijar a la Royal Navy en sus costas, durante la conquista de Menorca. Se le ordenó a su comandante, el teniente general Luis de Córdoba, que acudiera inmediatamente al Estrecho; y se aceleraron todos los preparativos para el ataque, pensando en lanzarlo en cuanto apareciera la escuadra por la entrada de la bahía de Algeciras. No se quería pasar dejar el verano.

El día 12 de septiembre, aparecieron a la vista de la bahía de Algeciras los navíos de la escuadra combinada. No se perdió un instante. Aquella misma noche zarparon las baterías flotantes, remolcadas y seguidas por las lanchas de Barceló. A las diez de la mañana del día 13 fondearon en los lugares asignados, después de aproximarse a los muros de la fortaleza, bajo el fuego enemigo, todo lo que les permitió el calado. Quedaron formadas en dos líneas, a distancia de unos 600 metros. En la primera línea se situaron las cinco flotantes de dos puentes, dejando espacio entre una y otra; en la segunda línea, las otras cinco de un solo puente, ocupando los claros. Quedaron dispuestas como si fuera un tablero de damas o de ajedrez.

Entrado el día, la suave brisa que había soplado durante la noche se transformó en un fuerte viento del Sur, que levantó fuerte marejada e impidió que los potentes navíos de la escuadra combinada pudieran maniobrar y llevar a cabo la función de apoyo que se les había encomendado.

Las lanchas cañoneras y bombarderas de Barceló tampoco pudieron operar sus cañones y obuses de manera eficaz; y las propias baterías flotantes, zarandeadas por las olas, tuvieron serias dificultades para manejar sus piezas, mantener el ritmo de fuego y hacer puntería. Como era de esperar, todo el fuego de las baterías inglesas se concentró sobre ellas.

El espectáculo en la bahía de Algeciras era grandioso. Mantenía en suspenso a miles de espectadores, que de todos los pueblos de alrededor habían acudido a verlo. El humo de la pólvora oscurecía la atmósfera. Cuatrocientas piezas de artillería disparaban a intervalos brevísimos, sin dejar que el fuerte viento deshiciera la nube de humo.

A bordo de las baterías flotantes, al principio, su coraza pareció bastar para amortiguar los efectos de las balas rojas que les disparaban los ingleses. Las bombas rebotaban contra el techo, y no parecía que las balas rojas hicieran mella en los costados. Después, al pasar las horas, las que quedaban empotradas en el blindaje fueron carbonizando poco a poco la madera, hasta que llegó un momento en que levantaron llamas a bordo. Tampoco la coraza pudo impedir del todo que la metralla de los proyectiles ingleses alcanzara a los artilleros de a bordo. Poco a poco, pero sin interrupción, fue creciendo el número de bajas.

De repente, se vieron salir llamas de la batería flotante capitana, y al mismo tiempo notaron extraños movimientos de la gente a bordo de la que estaba fondeada a su lado. El incendio había hecho progresos temerosos, y los artilleros se vieron obligados a tratar de apagar las llamas desatendiendo los cañones. Su comandante decidió suspender los disparos para intentar sofocar el incendio y atender a los heridos.

La situación a bordo en todas las baterías flotantes se hizo insostenible. Entonces, el general al mando envío a un mensajero al puesto de mando de Crillon para proponerle la retirada de las flotantes, todas ellas muy mal paradas, antes de que fuera preciso abandonarlas y cayeran en manos de los gibraltareños. El duque de Crillon aceptó la petición de retirada y se la hizo llegar al jefe de la escuadra combinada, rogándole que enviara medios para retirar las baterías flotantes del fuego de la artillería de Gibraltar y evitar a tiempo que llegara el caso de tenerlas que autodestruir.

Tras recibir la orden del general en jefe, Luís de Córdoba despachó botes y lanchas de todos los navíos españoles y franceses para ir a retirar las baterías a remolque y socorrer a sus dotaciones, pero ya era tarde.

Cerca ya de la medianoche, voló por los aires una de las baterías de dos puentes, a pesar de la precaución que había tomado su dotación de inundar la santa bárbara. Afortunadamente, la gente viva pudo abandonar el buque y salvarse. La capitana, dominada por el incendio, hizo explosión al poco rato, pero también pudo desembarcar a los tripulantes que le quedaban vivos. Con la falta de dos de las flotantes de doble puente, se concentró fuego de los cañones ingleses sobre las ocho que quedaban.

La explosión inmediata una tercera batería conmovió la atmósfera de la bahía de Algeciras con un estallido espantoso, que acabó de desmoralizar a las tripulaciones de las restantes, que dominadas por el pánico desoían las voces de sus oficiales y se arrojaban al agua tratando de escapar de aquel infierno.

Las pequeñas embarcaciones auxiliares de los navíos de la escuadra hicieron cuanto pudieron tratando de recoger a los náufragos, bajo el fuego de metralla de la plaza, a la vez que trataban de hacer frente a una columna de botes ingleses, salidos de madrugada, desde los muelles de Gibraltar para rematar a las flotantes. Aun con todas estas dificultades pudieron recoger la mayoría de los que quedaban vivos, y regar de pólvora las cubiertas de las flotantes que quedaban abandonadas, con lo cual fueron estallando sucesivamente.

Al amanecer del 14 de septiembre, flotaban por la bahía de Algeciras los fragmentos de aquellas colosales tortugas artilladas con las que los españoles habían soñado abrir brechas en los muros de la fortaleza de Gibraltar, girando entre ellos los botes ingleses, que ya solo trataban de rescatar a los náufragos. El número de muertos, ahogados y desaparecidos de las flotantes ascendió a más de mil, aproximadamente la quinta parte del total. Una gran desgracia.

A pesar del triste suceso de las baterías flotantes, en España no se perdía la esperanza de rendir Gibraltar. Se estimaba que los gibraltareños, tras el intenso cañoneo sostenido el 13 de septiembre, habrían consumido la mayor parte de sus municiones; y lo mismo podría pensarse de sus almacenes de alimentos. Se tenía la seguridad de que Inglaterra trataría de socorrer de nuevo a los sitiados enviando un tercer convoy. Era cuestión de tiempo.

La escuadra combinada franco-española permanecía advertida en la bahía de Algeciras y en Cádiz. Los navíos estaban a pique del ancla, listos para dar la vela en cuanto se avistara al convoy enemigo. Las cañoneras de Barceló, apostadas sobre Punta Carnero, y tres grupos de jabeques y balandras patrullaban el Estrecho con orden de caer sobre el convoy en cuanto apareciera.

En esta disposición, se desató en la noche del 10 de octubre un temporal del Suroeste, que puso en grave riesgo a todos. Los navíos tuvieron que fondear las segundas y terceras anclas y adoptar las todas las precauciones previstas para estos casos. Aun así, no fueron suficientes. Varios de los navíos garrearon yendo unos sobre otros; algunos partieron las amarras, otros perdieron parte de la jarcia. Una fragata, una balandra y trece cañoneras embarrancaron sobre la costa de Algeciras. Parecía que aquella noche iba a ser la última del mundo.

El día 12, mientras las tripulaciones españolas y francesas estaban ocupadas tratando de reparar las averías de sus buques, vieron llegar el convoy de buques ingleses empujados por el temporal. Iba escoltado por una escuadra de 40 buques de guerra. Al maniobrar para evitar el ataque de las lanchas cañoneras de Barceló, el temporal los arrastró al otro lado del Estrecho, adentrándose en el Mediterráneo.

Una vez calmada la furia del viento, la escuadra combinada se hizo a la vela en busca del convoy inglés; lo que a muchos comandantes de buque pareció desacertado, porque siendo la misión de los ingleses socorrer la plaza, estaba claro que volverían, siendo entonces la ocasión de presentarles batalla. Pero en la Armada de Carlos III, el Rey y el almirante de la Flota eran considerados apéndices de Dios en la tierra; y las órdenes del almirante no se cuestionaban. Se ejecutaban..!

El caso es que las encalmadas que siguieron al temporal y las fuertes corrientes del Estrecho dispersaron a la escuadra franco-española y la empujaron hacía la costa de Marruecos. Mientras tanto, los ingleses aprovechando el primer soplo de viento que se levantó, se pegaron a las costas de la península y consiguieron entrar con el convoy completo en Gibraltar, sin tener que disparar un solo cañonazo.

En dos días desembarcaron en la ciudad a 1.400 soldados y todo el cargamento de alimentos, municiones y repuestos que transportaban; y, al aparecer de vuelta la escuadra combinada, ya estaban de nuevo cruzando el Estrecho de vuelta al Reino Unido. Ya todos sabían que los navíos ingleses andaban más que los españoles y que los franceses, por la ventaja de llevar el casco forrado en cobre. La escuadra aliada les siguió, haciendo esfuerzo por darles caza a la desesperada sin formación ni orden. Algunos navíos lo lograron, cuando estaban sobre el meridiano de cabo Espartel, llegando a hacer algunos disparos; pero los buques ingleses se alejaron cada vez más y más hasta quedar fuera de alcance, rumbo a occidente.

El acontecimiento disgustó mucho a los sitiadores de Gibraltar, pero no los desanimó. En el ejército español seguían dispuestos a ensayar todo tipo de recursos, para rendir la plaza. Levantaron una nueva trinchera en el istmo y empezaron a excavar minas en dirección a los baluartes de Puerta de Tierra. Desde la Corte de Madrid se les estimuló con premios al objeto de que prosiguieran los trabajos. Al mismo tiempo, los Gobiernos de España y Francia preparaban una expedición para conquistar la isla Jamaica, al objeto de intercambiar Jamaica por Gibraltar. Desgraciadamente, la expedición no tuvo éxito. No pudo ser.

En noviembre de 1782 los corsarios dejaron de ser necesarios y el Gobierno decidió despacharlos, retirar las patentes de corso y resolver los contratos. Se les dio la orden de entrar en los arsenales a desarmar.

Bartolomé Cavanillas y Rafael Prats, patrones del ‘Fortuna’ y del ‘San Antonio de Padua’, solicitaron al Rey continuar colaborando con la Armada y ser asignados a la siguiente expedición contra Orán. El Gobierno les reiteró que ya no eran necesarios. Entonces, con el argumento de haber servido al Rey a las órdenes directas de la Armada en el bloqueo de Gibraltar, suplicaron que se les concedieran pensiones a sus tripulaciones para que pudieran subsistir, dado que muchos hombres habían quedado tullidos de resulta de los combates y se quedarían sin posibilidad de poder trabajar. Al final, al jabeque de Bartolomé Cavanillas le dieron un finiquito de 1.500 pesos simples, que consiguió cobrar en enero de 1784. Nada hemos encontrado sobre el posible finiquito de Rafael Prats.

A principios del año 1783, el ejército norteamericano al mando de George Washington, prácticamente había ganado la guerra; y tanto Francia como España habían conseguido la mayoría sus objetivos estratégicos, salvo Gibraltar.

Todas las operaciones militares quedaron en suspenso al firmarse en el palacio de Versalles, el 20 de enero de 1783, los preliminares del acuerdo de la paz; y el 3 de septiembre se firmaba el acuerdo definitivo. En virtud de dicho acuerdo, España conservaba la isla de Menorca y la Florida occidental, conquistadas por las armas, y el Reino Unido cedía a España la Florida oriental. Por su parte, España cedía al Reino Unido las islas de Providencia y Bahamas.

Gibraltar constituyó el punto más difícil de la negociación. Francia, que nos había arrastrado a entrar en la guerra, resultó ser más un obstáculo en la negociación que una, ayuda procurando salvaguardar sus intereses antes que los nuestros; y es que… los Estados no tienen amigos, solo tienen intereses. En América, Gran Bretaña resultó humillada: hubo de reconocer la independencia de sus antiguas colonias, ahora convertidas en el núcleo de lo que años después sería la gran potencia del siglo XX: los Estados Unidos de América.

Compartir el artículo

stats