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Imaginario de Ibiza

Un faro escondido al pie de sa Bestorre

La luminaria de es Vedrà aguarda en el extremo oeste del islote, en una zona invisible desde la costa ibicenca. Fue construida hace casi un siglo y tuvo que ser reubicada tras ser derruida por un temporal

Señal luminosa de es Vedrà. X.P

La tierra a la que aplicábamos nuestro oído durante tanto tiempo está despellejada o muy callosa, y sus entrañas tentadas por un augurio impío. Nuestra isla está llena de ruidos nada confortantes. (Seamus Heaney)

Aunque este fragmento de ‘Sibila’, uno de los poemas más conocidos de Heaney, ganador del premio Nobel de Literatura en 1995, en realidad augura un oscuro futuro para la humanidad en caso de no variar el rumbo, parece concebido para describir la crudeza del paisaje y la atmósfera solitaria de es Vedrà. Como muchos de los islotes que rodean Ibiza, posee un faro para alertar a las embarcaciones de su presencia y alejarlas de los escollos. Desde esta atalaya también se observa el pálpito luminoso de sus hermanos de Barbaria, es Penjats i d’en Pou.

La pequeña torre revestida de piedra, de tan solo tres metros, parece emerger de las mismas entrañas de la isla, como el macizo cretácico y antiguo que se eleva en el centro, según la avistamos desde la costa de Cala d’Hort, encabalgándose sobre la parte más contemporánea y terrosa de su orografía. Ocupa un lugar tan inhóspito y desprotegido frente los embates de las tempestades, que parece adecuado calificarlo con el concepto verniano de «faro del fin del mundo». Aunque no esté en la Patagonia, donde el Atlántico y el Pacífico se confunden, ni sus torreros se vean abocados a pelear contra crueles hordas de bucaneros partidarios de las oscuridades pretéritas, en las que encallaban navíos proporcionando suculentos botines.

El faro de es Vedrà, de hecho, nunca tuvo torreros asignados salvo para su mantenimiento, aunque dicha labor tampoco estuvo exenta de peligros. Su construcción se contempló en el Plan de Alumbrado Marítimo de las Islas Baleares de 1924, iniciándose las obras dos años más tarde. El retraso se debió a que el concurso quedó desierto, al no presentarse ninguna empresa dispuesta a afrontar la tarea, teniendo que asumirla directamente el Estado. La edificación de la luminaria costó 16.000 pesetas y se inauguró, aún como baliza, en 1927, quedando al cuidado de los fareros de ses Coves Blanques.

Entonces estaba situada en un escalón inferior de la punta, más a merced de las olas, y únicamente sabían de su existencia los pescadores que faenaban alrededor del islote, los buques que navegaban por esta versión mediterránea del Triángulo de las Bermudas y los alpinistas recolectores de huevos de gaviota, que trepaban desafiando el vértigo por los precipicios verticales del pico de sa Bestorre, empujados por el hambre de sus familias.

Aquel primer faro, como todos los de su época, fue equipado con un equipo automático alimentado con gas acetileno, de los denominados de llama desnuda. El asunto más complicado para mantenerlo era transportar las botellas de gas e izarlas hasta la luminaria, con el vaivén de las olas y el escueto muelle que aún existe en la cara norte del cabo de sa Bestorre. Incluso hubo que construir una grúa a tal efecto y, aun así, los torreros se sentían en permanente peligro cuando ejecutaban esta labor.

No fue una explosión, sin embargo, lo que arruinó la vieja torre del 27, sino un temporal desbocado, que la derrumbó en 1959. Entonces se erigió más arriba una torre de hormigón revestida de piedra, que es la que actualmente existe y que entró en funcionamiento en 1971. El gas acetileno por fin se retiró en los ochenta y se instaló un sistema de alimentación fotovoltaica, como delatan los seis paneles solares que cubren la torre y que, desde la lejanía, parecen dos filas superpuestas de tres ventanas. La baliza pasó a ser calificada de faro, ya que se avistaba desde once millas náuticas, emitiendo destellos aislados blancos cada cinco segundos. En 2008 la óptica volvió a ser sustituida por otra de leds, mucho más eficiente.

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