Diario de Ibiza

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Imaginario de Ibiza

Quien canta, su mal espanta

La vida cotidiana que en los años cincuenta se hacía en Ibiza no era distinta a la de cualquier otra población española de aquellos años. El turismo apenas apuntaba y todavía nos pesaba el eco de la Guerra Civil –incivil, diría yo-, de una posguerra en blanco y negro que duraba demasiado. Lo prueba el hecho de que hasta 1952 se mantuvieron las cartillas de racionamiento

El canto de las folclóricas arrasaba (Lola Flores1950). Juan Gyenes

Tal vez la murria desazón de aquellos años hacía que el personal buscara distracciones para escapar del inmediato pasado y para no pensar en un presente que era todavía incierto. Nuestros padres iban al fútbol en el que triunfaban Zarra, Gento, Kubala y Ramallets. Y al café para echar una partida de cartas. Y se fumaban cada día un paquete de Celtas, Bisontes, Ideales o aquel caldo de gallina infumable que el estanco vendía en cuarterones. Algunos, los menos, se aficionaron a las novelas del Far West que firmaban Zane Grey, Manuel Lafuente Estefanía y José Mallorquí que creó El Coyote, versión celtibérica de El Zorro de Johnston McCulley que fue un auténtico best-seller. Nuestras madres, por su parte, amas de casa por prescripción del Régimen y la Iglesia, se explayaban con los lacrimógenos seriales de Guillermo Sautier Casaseca, con el consultorio amoroso de doña Elena Francis que como luego supimos era don y no doña, -alias radiofónico del periodista Juan Soto Viñolo-, con el radio-teatro que tenía las populares voces de Pedro Pablo Ayuso y las celebradas Matildes, María Matilde Almendros, Matilde Vilariño y Matilde Conesa; y podían acabar el día en los crepusculares novenarios o trisagios y en el Santísimo Rosario que pasaba cada día, a las ocho y media, el Padre Ramiro y, en su defecto, el hermano Luís, lego entonces en la parroquia de Sant Elm.

En la grisura de aquellos días, casaba bien el dicho aquel de que ‘quien canta, su mal espanta’, aunque cantar, lo que se dice cantar, sólo cantaban las mujeres. Y cantaban a todas horas, mientras cocinaban, zurcían, tejían un interminable jersey o colgaban la colada en los tendederos. Era una válvula de escape. Y las canciones se oían en los patios de vecinos. El repertorio era de las coplas que popularizaban las folklóricas del momento, la Piquer, Juanita Reina y Lola Flores, aunque se atrevían también con Valderrama, Machín, Luís Mariano y Antonio Molina. Lo más chocante de aquel cancionero popular es que le colaba a la censura –sería por aquello de que las palabras se las lleva el viento- historias que tenían vetadas las películas y los novelones, adulterios, incestos, infidelidades, crímenes y suicidios pasionales a los que añadían alguna estrofa moralizante que despistaba al censor. Un caso curioso fue Raskayú, canción que popularizó Bonet de San Pedro y que cuestionaba los cuatro novísimos del Catecismo, muerte, juicio, infierno y gloria. Así era su arranque, «Raskayú, / cuando mueras ¿qué harás tú? / Tú serás / un cadáver nada más…!». Letrilla que, sin más, se cargaba la vida eterna con sus infiernos, paraísos y purgatorios.

Otras letras eran más inocentes. Como el trabajo era escaso, no faltaban las que exaltaban las profesiones. Era el caso de Soy minero, Cocinero-cocinero o Yo quiero ser mataor. Y las había, por supuesto, que ensalzaban las buenas costumbres de la mujer española: «Carmen de España, manola / Carmen de España, valiente / Carmen con bata de cola / pero cristiana y decente». O aquella otra que, de tanto oírla, nos aprendimos de memoria: «La española cuando besa / es que besa de verdad / y a ninguna le interesa / besar con frivolidad». Al recordar ahora aquel mundo, resulta curioso constatar que, aunque en la ciudad, los ibicencos hablaban ibicenco, cuando las mujeres cantaban lo hacían siempre en castellano. O cuando menos, yo no recuerdo que el cancionero de calle tuviera letras en ibicenco que, contrariamente, sí tenía una absoluta dominancia en el cancionero rural. Las únicas cancioncillas urbanas que recuerdo en ibicenco son las infantiles que las chicas cantaban en la calle cuando saltaban a la comba o compartían juegos: Plou i fa sol, Cargol treu banya, La lluna, la pruna, Jo te l’encendré…etc. Cabe suponer que el contumaz castellanismo urbano lo motivaba la radio que se escuchaba a todas horas y que a través de los programas de ‘discos solicitados’ imponía un flamenquismo del todo inevitable. La verdad es que no sé muy bien si aquella radio era un espejo de los gustos populares o los gustos populares los dictaba la radio.

Emisiones radiofónicas que tenían gran audiencia y marcaban la pauta en lo que luego cantaba la calle eran Cabalgata fin de semana y Salto a la fama que, como ha hecho en nuestros días ‘Operación Triunfo’, buscaban nuevos valores que luego tenían el éxito asegurado. En aquellos programas empezaron Ana Belén, Rocío Durcal y Massiel. Y tuvieron también su ‘qué’ los niños cantores, caso de Joselito y Marisol. Y no faltaban, por supuesto, canciones románticas como Están clavadas dos cruces, Dos gardenias y las que cantaba Nat King Cole. Después, fueron cayendo las hojas del calendario y sucedió algo sorprendente: a medida que se fue viviendo mejor, se dejó de cantar. O se cantaba menos.

La gente dejó de cantar

Nuestras madres tarareaban a media voz una de aquellas tonadillas que a nosotros, que andábamos ya con un amago de bigote, nos parecían una reliquia, una ñoñez. Era el momento de Elvis Presley y el rock and roll, de los Cinco Latinos y los Platters, de los festivales de Benidorm y de San Remo, de las canciones italianas de Carosone, Modugno y Marino Marini. Todo era ya diferente. Ni mejor ni peor. Diferente. Al punto que si la vecina del 2º primera se arrancaba a voz en grito con una copla, la del 3º segunda le decía que vale, que ya estaba bien, que qué pasaría si todas las vecinas hicieran lo mismo. Y la vecina del 2ª hacía mutis. Así fue como, poco a poco, paulatinamente, la gente dejó de cantar. Cada cosa tuvo su tiempo y no está de más recordarlo

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