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Corsarios ibicencos para recuperar Gibraltar

Muchos marinos y marineros ibicencos participaron en el intento de recuperar Gibraltar formando parte de las dotaciones de los jabeques de la Real Armada o a bordo de sus propios buques corsarios

Ilustración de un jebeque típico de las Islas Baleares. Obra del pintor ibicenco Antonio Prats Calbet

El rey Carlos III estaba impaciente por recuperar aquella roca, en la que los británicos habían construido una fortaleza que el Ejército y la Marina consideraban inexpugnable. De repente, un acontecimiento imprevisto se convirtió en una excelente oportunidad para recuperar Gibraltar y, de paso, la isla de Menorca: la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América.

Muchos marinos y marineros ibicencos participaron en el intento de recuperar Gibraltar, formando parte de las dotaciones de los jabeques de la Real Armada o a bordo de sus propios buques corsarios.

Entre los documentos que se conservan en el Archivo Histórico de Ibiza destacan los nombres de Miguel García, Antonio Sierra, Bernardino Sastre, Bernardo Guasch, Rafael Prats, Juan Ros, Bartolomé Cavanillas y, sobre todo, el de Antonio Ferrer, patrón del jabeque ibicenco ‘Santa Teresa de Jesús’.

La rebelión de las Trece Colonias

A lo largo del siglo XVII, Reino Unido había fundado varias colonias en la costa Este de Norteamérica. Su asombroso crecimiento en población, riqueza y prosperidad; las ideas del movimiento de la Ilustración llegadas desde Europa y la situación de sometimiento que sufrían por parte Londres hizo que, a finales del siglo XVIII, intentaran emanciparse, constituyendo una república independiente.

El 4 de julio de 1776 se aprobó la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Los primeros encuentros armados entre los revolucionarios y las tropas británicas habían comenzado un año antes. España ofreció ayuda desde el principio a los insurgentes enviando bajo secreto armas, pertrechos, municiones, pólvora, uniformes, medicinas y cuantiosas cantidades de dinero. El objetivo del rey Carlos III era frenar la expansión de Inglaterra en nuestros territorios de Las Indias.

Francia, cuando vio progresar la rebelión americana, vio la ocasión de desquitarse de las humillaciones y pérdidas sufridas en la guerra anterior contra Inglaterra, y se esforzó por convencer a España de aliarse con ella y declarar la guerra a los ingleses.

Pero Carlos III no quería entrar en una guerra abierta con Inglaterra. Ni tampoco quería ser esclavo de la política internacional de su pariente, el rey Luis XVI. Prefería continuar apoyando a los rebeldes practicando un modo de colaboración que, en términos actuales podríamos definir como «guerra híbrida».

El conde de Floridablanca, primer ministro del Gobierno español, hombre prudente y sabio, aconsejo al Rey negociar la paz y actuar de mediadores entre Francia e Inglaterra. La intención de Floridablanca era ofrecer la neutralidad de España en el conflicto a cambio de recuperar Gibraltar.

Aceptada la mediación por Inglaterra y Francia, a lo largo de las negociaciones se presentaron sucesivas propuestas que no llegaron a satisfacer a ninguna de las partes. Al mismo tiempo, mientras de cara a la opinión pública los tres reinos intentaban llegar a un acuerdo de paz, los gobiernos de Francia y España estaban en conversaciones secretas para elaborar un plan con la intención de desembarcar tropas en el Sur de Gran Bretaña y, a su vez, el Gobierno británico trazaba planes para atacar los dominios de España en Centroamérica y en las islas Filipinas.

Puntos de espera para interceptar el convoy británico

La guerra de 1779

En marzo de 1778, Francia, actuando por su cuenta, concertó un tratado de amistad y comercio con Las Trece Colonias, lo que equivalía al reconocimiento de independencia de los que ya se nombraban Estados Unidos de América. El hecho provocó la ruptura inmediata de las relaciones con Inglaterra y el encuentro en la mar de los navíos de guerra de ambas potencias.

Un año después, en abril de 1779, los representantes de Francia y España firmaban en Aranjuez un acuerdo secreto estipulando que, si el Reino Unido no aceptaba las últimas propuestas y medios de pacificación indicados por España, haría causa común con Francia, publicando una declaración de guerra y empezando las hostilidades.

En dicho acuerdo secreto, se recogían los objetivos estratégicos que Francia y España se proponían alcanzar en la guerra contra Inglaterra. Para España eran: la recuperación de Gibraltar y de la isla de Menorca y, en América, expulsar a los británicos del río Misisipi, de Florida, de Honduras y Nicaragua, además de las islas Bahamas y de Jamaica.

A la vista de la tempestad que se avecinaba, Francia y España iniciaron conversaciones con las potencias de la época y otros países – Holanda, Portugal, la India Oriental, Prusia, la Corte de Rusia – y el sultán de Marruecos - para que permanecieran neutrales y así dejar aislado al Reino Unido.

Pero, a pesar de todos estos movimientos, Carlos III aún no había perdido la esperanza de evitar para España la ruina y las calamidades de una guerra. Dilató todo lo que pudo el inicio de las hostilidades, hasta que tuvo la seguridad de que Gran Bretaña estaba preparando una expedición para invadir las islas Filipinas y otra expedición por el río San Juan hasta el lago de Nicaragua.

Así las cosas, por fin el 22 de junio de 1779, Carlos III firmó el documento comunicando la declaración de guerra, enumerando los agravios, insultos y tropelías cometidos por Inglaterra contra el comercio y la navegación españoles desde el año 1776 hasta principios de marzo de 1779. ¡Era la excusa!

El plan general de campaña contemplaba abrir tres líneas de acción de manera simultánea. Una: la unión de una escuadra española con otra francesa, para llevar a cabo una invasión dentro del territorio de Inglaterra, para después negociar una paz ventajosa. Dos: el bloqueo de Gibraltar. Tres: recuperación de Menorca. Cuatro: en América, atacar las plazas de Pensacola y Mobile, y los fuertes de Natches y Baton-Rouge, para la recuperación de la Florida; y la actuación en la costa de la Bahía de Campeche, Golfo de Honduras y el País de Mosquitos, para desalojar a los ingleses de Centroamérica.

Maqueta de un jabeque tipo de la División de jabeques de Antonio Barceló

La armada de Carlos III

En 1779, la Real Armada era una fuerza formidable. Contaba con cuatro bases navales principales, tres en la Península: Ferrol, Cádiz y Cartagena, y una en La Habana, en cuyos arsenales se construían los mejores barcos de guerra del mundo, además de otras bases navales de menor entidad en las islas Filipinas, Cartagena de Indias, Veracruz, Lima, Puerto Rico y Buenos Aires.

La Lista oficial de buques ascendía a 58 navíos, 26 fragatas, dos corbetas, nueve jabeques y un elevado número de buques menores. De entre todos ellos, el navío ‘Santísima Trinidad’, armado con 114 cañones, era el buque de guerra más poderoso que existía en el mundo. La Armada estaba en su apogeo.

El papel de los corsarios

Como era costumbre en aquella época, el rey Carlos III, contempló también la opción de acudir al corso como arma de guerra y se estimuló el armamento de buques civiles en corso. Para ello, se promulgó una nueva ordenanza en la que el Rey renunciaba al tradicional «quinto real», y a cualquier otro beneficio que pudiera corresponderle de acuerdo con los antiguos derechos sobre presas.

Enseguida hubo una notable demanda de patentes de corso desde los puertos de Palamós, Sant Feliu de Guíxols, Tarragona, Ceuta, Málaga, Cádiz, La Habana (Cuba) y, por supuesto de Palma y de Ibiza. Incluso se dio el caso de que el capitán del puerto de Ibiza, Bartolomé Cavanillas, que era alférez de fragata y poseía un jabeque de mediano porte, solicitó una patente de corso y le fue concedida.

Intento de desembarco

El día 23 de junio de 1779, un día después de la firma de la declaración de guerra, una escuadra compuesta por 36 navíos de línea y varias fragatas, se hizo a la mar desde Cádiz, al objeto de unirse a la de Francia. Iba al mando del teniente general don Luis de Córdoba y Córdoba, un señor sevillano, venerable y bondadoso, de 73 años de edad, que tenía fama de hombre calmado y buen marino.

Consistía el plan de operaciones en llevar a cabo la antigua idea de invadir las Islas Británicas, que ya había intentado Felipe II en 1588 con la Gran Armada. Una vez dominado el Canal de la Mancha, lo atravesarían, bajo la protección de los navíos de guerra, más de cuatrocientos transportes, preparados en los puertos de Bretaña, Normandía y Flandes, conduciendo alrededor 40.000 soldados de todas las armas, con artillería, pertrechos, alimentos y resto de la logística necesaria.

Desembarcarían en la isla de Wight y costa adyacente, para desde allí atacar Portsmouth, que era una de las principales bases de la Royal Navy. Si todo salía bien, podía presumirse que la operación sería corta. Al mismo tiempo, el Gobierno español efectuaría un bloqueo de Gibraltar y, en los mares de las Indias, emprendería la reconquista de la Florida.

Mapa del Golfo de Méjico y Mar Caribe

Sigamos pues a la escuadra española que iba al encuentro de la francesa: los 36 navíos, las fragatas de escolta y demás buques de guerra que la componían, se vieron obligados a remontar muy lentamente la costa de Portugal. Comenzaba el verano y el anticiclón de las Azores les enviaba vientos suaves de proa. La escuadra francesa, integrada por 28 navíos, había salido de Brest el día 3 de junio, veinte días antes de que lo hicieran los españoles desde Cádiz.

El día 23 de julio, un mes después de su partida, la escuadra española avistó a la francesa. Se juntaron un total de 150 velas. Una fuerza realmente imponente, frente a los no más de los 38 navíos con que contaba la Royal Navy en sus costas. Pero los franceses ya llevaban cincuenta días en la mar, gastando raciones de comida y agua; y, lo que era peor, por culpa de la malnutrición a bordo de los buques de la época y la consiguiente falta de vitaminas, una epidemia de escorbuto hizo aparición entre las tripulaciones francesas.

El día 14 de agosto avistaron la costa de Inglaterra y se aproximaron a Plymouth. Corrió enseguida la alarma, y se extendió el pánico y el terror entre las gentes de la costa, que corrían hacia el interior, llevándose encima lo que podían. En Londres se cerró la Bolsa y la actividad económica quedó paralizada. Desde los tiempos de Felipe II no se había visto a Inglaterra en una crisis tan grave ni en mayor peligro. Sin navíos que oponer y con la élite de su ejército ocupado en América, Inglaterra se vio perdida.

Una vez más les salvó la meteorología. Se levantó un gran temporal. Comenzaron a soplar vientos muy duros del Este, que embravecieron la mar y causaron grandes destrozos en los navíos y fragatas. Los buques aliados se vieron obligados a capear el temporal, situación en la que fueron arrastrados fuera del Canal por las corrientes. El temporal empeoró las condiciones de vida a bordo, que ya eran malas de por sí, y se incrementaron los casos de escorbuto, produciendo estragos a bordo de los navíos franceses, escasos como estaban de agua, alimentos y medicinas.

Se intentó entonces cambiar el plan inicial de invadir la isla de Wight y hacerlo en Falmouth, en la esquina SW de Gran Bretaña, pero estaba demasiado lejos de Londres. Se celebró una junta de generales a bordo del navío insignia francés, para estudiar la situación y adoptar una resolución definitiva. Finalmente, la flota combinada recibió orden de regresar a Brest, donde entró el día 13 de septiembre.

Una vez más, se perdió la ocasión de invadir Gran Bretaña. Libre el Canal de enemigos, surgieron tres convoyes de los puertos británicos, sumando más de 400 barcos, para llevar refuerzos a Norteamérica y a la India. Fue realmente una campaña desgraciada, pero al menos la operación permitió asegurar la llegada de nuestras flotas de las Indias, portando el oro y la plata de aquellas tierras.

La escuadra francesa volvía a puerto, después de ciento cuatro días en la mar, en un estado tal de desastre, que hacía imprescindible una parada durante largo plazo de tiempo para recomponerse. Situación que afectaría indirectamente a España.

Comienza el bloqueo de Gibraltar

¿Pero mientras la escuadra combinada franco-española hacia el intento de invasión en las costas de Gran Bretaña, qué ocurría con Gibraltar? Los asesores del Gobierno español sostenían que, si la escuadra inglesa, quedaba encerrada en el Canal de la Mancha el tiempo suficiente, si podía impedirse que de Gran Bretaña recibieran socorros, la plaza de Gibraltar tendría necesariamente que sucumbir por hambre. Rodeándola, sin atacar las imponentes fortificaciones que defendían el acceso por tierra; sin sacrificar vidas de soldados y sin arriesgarse a lanzarse al asalto, la incomunicación bastaría para rendir el Peñón. La opinión de los jefes militares más entendidos era una: nada de trincheras, nada de baterías, nada de sitio formal, bastaría con un bloqueo.

Se confió el mando de las fuerzas en tierra al teniente general Martín Álvarez de Sotomayor, dándole hasta 13.000 hombres con los que establecer un doble cordón aislador. El mando de las fuerzas navales se le confió al famoso corsario mallorquín Antonio Barceló, es capità Toni, ahora con galones de jefe de escuadra de la Real Armada.

Se publicó un bando declarando bloqueada la plaza de Gibraltar, a partir del día 12 de julio de 1779. A partir de esa fecha, se consideraría buena y legal la presa de cualquier embarcación que tratara de introducir víveres o material de guerra en Gibraltar.

Gobernaba Gibraltar Sir Jorge Augusto Elliott, un militar de prestigio. Contaba al principio con una guarnición de 5.400 hombres, amparada desde la bahía por un navío, tres fragatas y una goleta. Esta pequeña fuerza naval se incrementó armando algunas goletas y balandras mercantes que había en el puerto. Su misión sería, mantener abiertas las comunicaciones con la costa vecina de Marruecos y atacar a los convoyes y barcos sueltos que entraran en el Estrecho, para conseguir alimentos y material de guerra.

Las fuerzas navales puestas bajo el mando de Barceló eran: dos navíos, dos fragatas, ocho jabeques, doce galeotas y veintidós embarcaciones menores a vela y remo. Se les dio el nombre de la División de Crucero Permanente. Conjunto insuficiente para llevar a cabo un bloqueo eficaz y evitar en absoluto el acceso a un paraje tan excepcional, como es el Estrecho de Gibraltar, por la violencia de sus vientos y corrientes y la cercanía al litoral marroquí. Siempre había algún que otro barco que conseguía burlar el bloqueo y forzar la entrada, gracias a la astucia de su patrón o a las circunstancias meteorológicas, por más que la mayor parte cayera en poder de los buques de la División de Crucero Permanente. Por ello se autorizó a los corsarios a operar también en el Estrecho.

Y allí que fue una pareja de jabeques ibicencos. Se trataba del ‘Virgen del Rosario’ y del ‘San Antonio de Padua’, patroneados respectivamente por Miguel García y Antonio Sierra. El día 7 de enero de 1780, patrullando en las proximidades de Tánger, consiguen hacer su primera presa y la conducen a Algeciras. De momento, el resto de nuestros corsarios permaneció patrullando las aguas alrededor de las islas Baleares, que estaban infestadas de corsarios mahoneses que, para engañar a sus víctimas y facilitar el apresamiento, se hacían pasar por barcos catalanes y mallorquines.

Monumento de Ibiza a sus corsarios, erigido por suscripción popular

En noviembre de 1779, tras la fallida invasión de Gran Bretaña y a la par que se desarrollaban las operaciones de bloqueo, el Gobierno español inició negociaciones secretas con el de Inglaterra. Carlos III seguía en la idea de evitar la guerra, pero estaba ansioso por recuperar Gibraltar.

En un principio, Su Majestad Británica parecía estar dispuesta a restituir la plaza de Gibraltar previo pago de su valor económico, siempre que, durante la guerra de la Gran Bretaña contra Las Trece Colonias, España se mantuviera neutral y cerrara sus puertos de las Indias a los insurrectos; y si encima el Rey de España unía sus fuerzas a las de Inglaterra para dominar la rebelión se le cedería además la Florida y el derecho a pescar en aguas de Terranova.

Al final la negociación se torció. Reino Unido solicitó cada vez más y más cosas: como por ejemplo la cesión de Gibraltar a cambio de Puerto Rico, el terreno necesario en Orán para construir una fortaleza británica... El conde de Floridablanca escribía al embajador en París:

«El Ministerio inglés me ha soltado la especie de otra negociación cambiando Gibraltar por Puerto Rico; el Rey se ha irritado y no ha querido que conteste… no me admira que haya irritado al Rey; es la propuesta más insolente, pidiendo más por menos».

Continúa el bloqueo

Los días pasaban y Gibraltar no se rendía. Cierto era que la moral de los gibraltareños decaía, porque los alimentos iban consumiéndose y reduciéndose día tras día. Pero, como nada hay peor para una fuerza militar desplegada en zona de operaciones que la inacción y la espera, entre los españoles el malestar y la impaciencia por rendir la plaza iba en aumento.

Con el frío y los aguaceros del invierno, el disgusto, la crítica y la murmuración se hicieron generales; y cesó la buena armonía entre los jefes y oficiales del Ejército y de la Armada, que se culpaban mutuamente de la parálisis en la que estaban. Estimando que la opción de mantener un simple bloqueo era ineficaz, instaban a cambiarlo por un sitio formal en toda regla. Cada jefe tenía su propio plan; y no eran pocos los que llegaban al Gobierno de Madrid de la mano de prestigiosos militares del extranjero.

Primer convoy de socorro

Al llegar la Navidad de 1779, habían pasado ya cinco meses desde que se inició el bloqueo, y éste ya había dado frutos. Los almacenes de Gibraltar estaban casi vacíos. Apenas había raciones suficientes para los soldados; faltando aún más para las personas no combatientes. El sufrimiento y la desesperación hicieron acto de presencia. Aquella situación no podía prolongarse mucho más.

En Inglaterra sabían lo que se estaba ocurriendo en el Peñón, pero no era fácil organizar una escuadra de socorro sin dejar descubierta la costa propia y sin desatender las peticiones urgentes de refuerzos que también llegaban desde América, donde las cosas no iban nada bien. Por fin, la Royal Navy consiguió alistar 22 navíos y ordenó al almirante Rodney escoltar hasta el Estrecho de Gibraltar un «convoy de boca y guerra», como se decía entonces, y luego seguir al mar de las Antillas.

Conocido el plan en París y Madrid, se trató de impedirlo. Se estableció que hubiese dos puntos de espera, en los que poder atacar a la escuadra inglesa interponiendo una fuerza superior. Se tenía la esperanza de que, si no se lograse derrotar a los ingleses en el primer punto, al menos se le producirían serios daños que, sumados al rigor del estado de la mar en invierno, ocasionarían grandes dificultades a los ingleses para continuar viaje a Gibraltar, y después de tal navegación sería aún más difícil que pudieran salir con éxito de un segundo ataque.

El primer punto de espera debía de ser Brest, puerto situado en la entrada del Canal de la Mancha. Se concertó con el Gobierno francés que tuvieran alistados 20 navíos, para que unidos a otros 20 españoles, fuera posible reunir un número superior en más de un tercio al de los ingleses que salieran de sus puertos.

El segundo punto de espera debía estar situado a la entrada del Estrecho, entre los cabos Trafalgar y Espartel. Para este segundo punto se dispuso que se trasladasen urgentemente desde Brest a Cádiz 16 navíos de la escuadra de Luis de Córdoba que, junto a otros 10 navíos de la escuadra de Cartagena al mando de Juan de Lángara, serían 26. El plan era brillante. ¡No podía fallar!

Modelo de un navío de dos puentes del siglo XVIII

Rodney se hizo a la mar el 27 de diciembre, escoltando con sus 22 navíos y 10 fragatas un convoy de 200 mercantes en los que iba tropa de refresco, municiones y alimentos para Gibraltar y después para América. Nadie le salió al paso. Además, encontró vientos favorables. Descendió por la costa de Francia y golfo de Vizcaya sin encontrar enemigos. Al continuar por la costa de Portugal, se encontró con otro convoy español de 15 transportes que navegaban en conserva con un solo navío de escolta, transportando víveres y pertrechos desde San Sebastián a Cádiz. Cayeron en manos de los ingleses.

El 16 de enero, el convoy dobló el cabo San Vicente. Seguía acompañándole la fortuna. Hasta entonces habían navegado con vientos favorables del Norte, pero una vez pasado el cabo apareció una borrasca y rolaron al Sudoeste, los más a propósito para empujarle hacia el Estrecho, aunque levantaran gruesa mar y nubosidad que descargaba lluvia.

Avistaron velas sospechosas. Eran las velas de la escuadra española de Lángara, bastante menos favorecidas por la meteorología que las inglesas. Con el temporal se habían separado, y aguantaban como podían con la mitad del aparejo. A eso de la una y media de la tarde los españoles descubrieron a los enemigos, a unas doce millas, pudiendo distinguir perfectamente los 22 navíos. Los ingleses les doblaban en fuerza. El almirante español dio la orden de evitar el combate y poner rumbo a Cádiz.

Pero los buques ingleses tenían los fondos de sus cascos forrados con planchas de cobre, lo que les permitía navegar a mayor velocidad que los españoles, que todavía no habían incorporado este avance en sus cascos.

Los ingleses emprendieron la caza y los alcanzaron y adelantaron uno tras otro, para cortarles la retirada. Al poco, se generalizó el combate en las peores condiciones meteorológicas. La mar entraba por las portas de las baterías bajas e inundaba las cubiertas. A esta grave situación no tardó en añadirse la obscuridad de la noche. Lángara resultó herido y su barco, siendo batido por hasta cinco enemigos, quedó sin gobierno y acabó rindiéndose quedando preso en Gibraltar. Al final, los españoles perdieron cuatro navíos y los ingleses tres.

A la mañana siguiente, el día 18 de enero, tras el paso de la borrasca, el viento roló al Noroeste lo que permitió a los ingleses pasar el Estrecho y entrar en Gibraltar con el convoy y todas las presas capturadas durante la travesía. Enseguida la miseria de los gibraltareños se tornó en abundancia y alegría. No hace falta describir las caras de los bloqueadores, viendo que los esfuerzos de más de medio año de bloqueo se habían ido al traste.

Lo que quedaba de la escuadra de Lángara se había visto forzada a cruzar el Estrecho y pasar al Mediterráneo, y tuvo que entrar en Cartagena para reparar en el arsenal. Cuando volvió a salir al Mediterráneo y se reincorporó al Estrecho ya no encontró a nadie.

Poco tiempo necesito el almirante inglés para descargar la enorme cantidad de «efectos de boca y guerra» transportados por el convoy, reparar sus navíos y fragatas, despachar refuerzos y provisiones para a la isla de Menorca. Dejó en el muelle de Gibraltar dos navíos y tres fragatas para reforzar la plaza y el 13 de febrero salió a la mar y cruzó el Estrecho rumbo a Centroamérica. La escuadra española, fondeada en Cádiz, recibió el aviso de la salida de los buques ingleses, pero decidieron dejar quietas las anclas.

Se estrecha el bloqueo de Gibraltar

El fracaso del plan de invadir de Gran Bretaña, la entrada del convoy de socorro y la desconsiderada postura del Reino Unido en las negociaciones secretas no alteraron las intenciones del Gobierno español de reconquistar Gibraltar; más bien las consolidó. Aunque a partir de este momento se introdujeron ciertos cambios en el plan general de campaña: el principal cambio era que, a partir de ahora, el esfuerzo principal de las operaciones militares se concentraría en América. Además, se abandonó, por parte del Gobierno español, la idea de destacar navíos españoles en las cercanías de Brest, para concentrar ahora todas las fuerzas navales propias en las inmediaciones del Estrecho.

Se aceptó también la propuesta de los jefes del Ejército participantes en el bloqueo, de batir La Roca por medio de artillería. Se enviaron piezas al Campo de Gibraltar y autorizó al general Álvarez de Sotomayor a instalar las baterías.

Se consideró también la opción de asaltar la plaza, mediante un ataque simultaneo de tropas de tierra a través del istmo y de una fuerza de desembarco lanzada desde la mar. Pero se dejó la idea en el cajón, hasta que se pudiera estudiar con mayor detalle y discutir con calma.

Asimismo, se autorizó a Barceló la construcción de unas lanchas cañoneras de su invención, de las que se prometía grandes efectos. Estas lanchas montaban un único cañón naval «de a 24 libras», de largo alcance. El casco iba forrado con una coraza de hierro hasta por debajo de la flotación. Iban dotadas de remos y de una gran vela latina.

La primera vez que se vieron causaron risa, pero no pasó mucho tiempo sin que se reconociera que constituían el enemigo más temible que hasta entonces se había presentado ante Gibraltar. Atacaban siempre de noche. Para los cañones de la plaza, era casi imposible hacer blanco en un bulto tan pequeño. Mientras que ellas, noche tras noche, enviaban sus proyectiles por todos los lados de la plaza, sin dejar un momento de reposo a los defensores y fatigando mucho a todos los gibraltareños.

Brulotes iluminan la bahía

Se ensayó también emplear brulotes. Esto es, barcazas ardiendo que, empujadas por el viento, navegaran a la deriva hacia su objetivo, a fin de incendiar los buques ingleses surtos en el puerto. Debían lanzarse una noche sin luna en que reinara un viento entablado del Oeste, pero la impaciencia de los jefes españoles precipitó su actuación y se lanzaron un día 7 de junio al primer soplo del viento en aquella dirección. El viento calmó al poco rato, dejando a los brulotes completamente estáticos antes de llegar al fondeadero británico. Los que los tripulaban perdieron la serenidad y prendieron las mechas antes de tiempo, y los brulotes se consumieron inútilmente, sirviendo tan solo para iluminar la bahía de Algeciras.

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