Diario de Ibiza

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Memoria de la isla

Otra ciudad y otra isla

De la misma manera que al ir por la carretera no perdemos de vista el retrovisor, no podemos preparar el futuro sin recurrir al pasado

Una bahía que pocos conocemos (1958). | JOSEP Mª SUBIRÀ

Quienes vivimos los últimos días del Viejo Mundo, que en nuestras islas llega hasta los años 50 del siglo pasado, teníamos el paisaje como una realidad firme, inalterable, fiable. En el tiempo que duraba la vida de un hombre, la realidad no experimentaba cambios perceptibles que fueran significativos. Nuestro pequeño mundo, la isla, se mantenía como era. De aquí que los sentimientos que teníamos de permanencia, de identificación y pertenencia, parecían cosa segura. Vivíamos, por así decirlo, en un medio familiar. La calle era una prolongación de la casa y los campos del entorno urbano –sesFeixes, Talamanca o Figueretes- eran una prolongación de la ciudad. Pero aquello duró poco. Yo tenía 15 años cuando, en los 60,sin que al principio nos diéramos cuenta, Ibiza pasó a ser una isla mutante. Y mutantes, sin tampoco saberlo, pasamos a ser sus habitantes. De lo que pasaba fuimos conscientes mucho después. Posiblemente, demasiado tarde, cuando la ciudad era ya casi irreconocible.

Y no es un comentario elegiaco. Es lo que pasó. El turismo que llegaba fue una bendición. Una isla ignorada y pobre se conocía y se enriquecía. De un día para otro, nuestra liliputiense geografía se llenó de grúas. En las costas plantamos hoteles y en la ciudad proliferaron bloques-enjambre, pisos a cientos que, al ser nuevos y mejorar las condiciones de los que teníamos en la ciudad vieja, crearon un efecto de llamada irresistible. Y siguió una migración de continuo goteo, a tal punto masiva que en poco más de 2 décadas la ciudad, Vila, quedó dividida. Y la frontera virtual, por decirlo gráficamente, fue Vara de Rey. A partir de la Alameda, la nueva ciudad creció en dirección NW, por supuesto, con los habitantes de la ciudad vieja que paulatinamente se fue vaciando. Las tiendas de toda la vida, lo mismo que los bares, sin vecinos, bajaron la persiana. Los pequeños talleres y obradores desaparecieron porque eran mejores los empleos que proporcionaba el turismo.

El talabartero dejó de tener encargos porque la motorización arrinconó las caballerías. Al alpargatero sólo le pedían alpargatas como souvenir y nadie iba al herrero y al hojalatero porque más baratos que los cacharos del artesano eran los industriales que llegaban desde la Península. ¿Y qué sentido tenían las carbonerías cuando las cocinas empezaron a funcionar con el mágico butano? La prueba definitiva de la debacle en la que todos nos fuimos con la música a otra parte fue que dejaron de funcionar la Pescadería y el Mercado de Verduras y Frutas. Se construyó, por supuesto, el Mercat Nou, que entonces quedaba donde Cristo perdió el gorro, pero en donde ya estábamos todos. Lo curioso del caso es que la centralidad que en la vieja ciudad había tenido la vieja Plaza, frente al Rastrillo, no la tiene el mercado nuevo, anodino en un Ensanche anodino.

Es imposible no coincidir, pienso, en la conclusión de que todo un mundo se vino abajo, en que una forma de vida secular desaparecía. Y todos tuvimos el cambio por bueno. Era el progreso. Hoy, sin embargo, sabemos que los cambios siempre tienen un precio. Se pierden unas cosas y se ganan otras. Lo difícil, en estos casos, es saber si hemos perdido lo que se podía perder y si se ha ganado lo que convenía ganar. Posiblemente, ni una cosa ni otra. Uno diría que se nos han ido por el tubo de desagüe cosas que hubiera sido bueno preservar y que no todo lo nuevo ha sido bueno. Lo cierto es que, según pasaba el tiempo y ganábamos perspectiva, las consecuencias del cambio quedaban a la vista.

Barrio marginal

Las tres barriadas de la ciudad histórica, la Penya, la Marina y Dalt Vila, se convirtieron en el escenario abandonado que tenemos hoy y en el que sólo son reconocibles, ya sin vida, las calles y los edificios. La Penya, sin las gentes de la mar que lo habitaban, pasó a ser el barrio marginal que desde hace años tenemos prácticamente excluido, como si no existiera. Y en lo que se refiere a la ciudadela amurallada, como tenía su qué, pudimos conseguir que fuera Patrimonio de la Humanidad y, dejando de lado su deshabitación, nos vimos en la necesidad de preservarla, cuando menos, como un buen escenario para turistas. Fue cuando las administraciones decidieron museizarla, hecho que nos hizo verla definitivamente fosilizada. Tardaríamos muchos años en comprender que necesitaba nueva savia, revitalizarla con nuevos vecinos, algo que intentamos desde hace algunos años pero que no conseguimos. Y más difícil está siendo recuperar la Penya. En cuanto a la Marina, su regeneración sigue siendo un misterio. Porque dada la escasez de viviendas que tenemos, no se entiende que sus edificios no se hayan rehabilitado.

Y no se entiende, sobre todo, tratándose de un entorno mucho más amable y con más carácter que el que tiene el Ensanche que ha crecido invertebrado, sin orden ni concierto. El caso es que hoy, mientras no consigamos remediarlo, la ciudad histórica ha pasado a ser un lugar para la nostalgia, para el recuerdo, para la memoria. Regresamos a ella porque aún nos identifica, porque crecimos en ella, pero callejearla nos provoca sensaciones agridulces, vivencias encontradas. Si lo hacemos en verano, vemos sólo un montaje, un artificio, un circo para entretener a quienes nos visitan. Y si lo hacemos en invierno, la ciudad se parece mucho a un cementerio. Uno puede pasear en los eneros por no importa dónde, los Andenes, el carrer de la Creu, Guillem de Montgrí o Antoni Palau, y no ver un alma.

La ciudad que conocí

¿Qué quieren que les diga? A mí me gustaba más la ciudad que conocí. La Penya de los pescadores, aquella Dalt Vila del Santa María, el instituto, que la chiquillería llenaba de gritos. ¿Qué tendrá que ver -me pregunto- la plaça de Vila de ayer y de hoy? Y, por supuesto, me quedo con la Marina que bullía de vida. Y con el viejo puerto que ha pasado a ser una marina muerta de sólo yates. Tal vez resulta un texto elegíaco, lo sé. Y me duele. Pero es lo que hay. 

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