Diario de Ibiza

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De la buena y la mala leche

Es muy posible que los más jóvenes no conozcan la letrilla que en otros tiempos fue una ingenua cantinela infantil que descubre hasta qué punto estaba presente la leche en la cotidianidad de aquellos años. Rezaba así: «Tengo una vaca lechera / no es una vaca cualquiera, / me da leche merengada, /¡ay!, que vaca tan salada, / tolón, tolón / Un cencerro le he comprado / y a mi vaca le ha gustado / se pasea por el prado / mata moscas con el rabo / tolón, tolón»

El reparto de la leche,1974. emilio orsinger

Desaparecidas las lecherías, las tiendas de barrio y los pequeños colmados, el Mercado es el último reducto que hoy resiste a la catarata de productos manipulados, congelados y, en fin, industrializados, que ahora nos ofrecen los supermercados.

Suelo acudir con cierta frecuencia a un pequeño pueblo del pirineo catalán, Campelles (en la comarca del Ripollés), en el que todavía quedan payeses que tienen vacas y viven de vender a grandes industrias lácticas la leche que, inevitablemente mixtificada, pasa a ser ese mejunje desnaturalizado que, sin olor ni sabor, compramos envasada en el tópico ‘brik’. En una casa de aquel pueblo en la que visitamos a unos buenos amigos, can Rebollet, nos obsequiaron con una caja de doce botellas de leche recién ordeñada. En el cubil donde los animales estaban estabulados hacía un frío del demonio, la leche humeaba según salía de las ubres y llenaba con alegre burbujeo unas enormes lecheras como las que en los años 50 se utilizaban en Ibiza. Confieso que me sorprendió la cálida vaharada de aquella leche viva que, de pura grasa, amarilleaba en su superficie con grandes goterones. Había olvidado su primigenio color y su persistente y peculiar olor que me devolvió a los años de mi niñez en la isla, cuando acudía todos los sábados, día en el que no tenía colegio, a la lechería que estaba en el carrer del Mar, muy cerca de la iglesia de Sant Elm.

Pensé que aquella leche pirenaica que nos habían regalado me devolvería el sabor olvidado de mi niñez en Ibiza. Y mientras la hervimos, todo fue bien. Enseguida aparecieron los lamparones de grasa y recordé lo que nuestra madre me decía cuando la dejaba en los fogones a nuestro cuidado: «¡Vigilad la leche, que está subiendo!». Y es que, al menor descuido, tras un acelerado borboteo, la leche se crecía, rebosaba espumosa el cazo y se derramaba. El caso es que esta recuperada leche pirenaica dejó, como la que yo recordaba, una fantástica capa de espesa nata que, cuando estuvo fría, como cuando era niño, unté en una rebanada de pan y la espolvoreé con azúcar. Volvió a ser la pampringada torrija que con la misma nata nos daban para merendar, fuese con membrillo o con un trozo de chocolate Tárraga o Valor.

La experiencia, sin embargo, se torció cuando intenté beber un vaso de aquella leche pirenaica. Me resultó vomitiva. Era extrañamente espesa y su sabor me pareció excesivo, fuerte, asilvestrado, demasiado natural. La experiencia me confundió, pero también me hizo pensar en los cambios que hemos experimentado en los olores y en los sabores de los alimentos. Y es que casi nada de lo que comemos y bebemos es como era y como, con extraña precisión, más de medio siglo después recuerda todavía nuestro paladar. Lo curioso del caso es que, aunque la leche de ahora no sabe a nada, nos hemos acostumbrado hasta tal punto a ella que la leche-leche, la leche de verdad, como me ha pasado a mí, nos puede revolver las tripas.

Algunos días después, cuando le comenté mi desencantada experiencia a un buen amigo de Fruitera que es maestro, le sorprendió mi desencanto. Me dijo que la leche que hoy bebemos aguada es el menor de los problemas que tenemos cuando los tomates no saben a tomate, las naranjas tienen un sospechoso regusto de rebotica y la fruta, que sin madurar en el árbol pasa semanas en cámaras frigoríficas, tampoco sabe a nada. Él y yo recordamos que, cuando éramos niños, sin neveras en las casas, nuestras madres hacían la compra cada día, de manera que los productos del campo que los payeses bajaban a la Plaza eran siempre frescos. De poco servían las barras de hielo que teníamos en un barreño y que comprábamos en lo que llamábamos sa fàbrica de gel y que estaba en la carretera de San José. Y lo mismo pasaba con los pescados que se nos ofrecían con carne firme, escamas brillantes y ojos vivo, no mortecinos y abesugados como los vemos hoy. Cuando comprábamos pulpos y cangrejos, aún se movían. Y coleteaban las anguilas, los langostinos y las gambas.

Pollo asado

El mismo buen amigo de Fruitera al que le conté mi mala experiencia con la leche pirenaica recién ordeñada me regaló una anécdota que confirma la debacle que vivimos ahora en esto de los alimentos. Les pidió a sus alumnos que dibujaran una gallina, un gallo, un ave de corral, y el resultado fue que todos, sin una sola excepción, dibujaron un pollo a l’ast, tal y como lo venden envasado en los supermercados, sin plumas, sin patas y descabezado. Era una buena muestra de hasta qué punto tenemos hoy una alimentación desnaturalizada. El problema, por tanto, no está sólo en la leche, ni es cosa sólo de nuestros días. Quienes peinamos canas difícilmente olvidaremos la que llamábamos leche en polvo de los americanos, un brebaje que en los años 50 nos daban en las escuelas y que fue un regalo de los yanquis a los niños escuchimizados del franquismo y la posguerra, un obsequio, en fin, que nos hacían para compensarnos por el Plan Marshall que no tuvimos. Yo comenté en casa aquello de la «mala leche de la escuela» y no me entendieron. Me gané un tortazo.

La leche-leche

Aquella leche era inmunda, grumosa y vomitiva. ¡Nada que ver con la que en la Marina comprábamos en la lechería de la calle del Mar! O con la que los payeses dejaban en aquellas lecheras de grueso latón debajo de un árbol, en las cunetas de las carreteras, y que recogía el chofer del camión que bajaba a Vila desde Sant Josep, Santa Eulària o Sant Joan. Fue cuando las lecherías de Vila tenían aún estabuladas, en un patinejo de la trastienda, sus propias vacas que luego fueron desapareciendo. Aquella leche payesa fue la última leche-leche que recuerdo. 

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