Diario de Ibiza

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Memoria de la isla

Luz y silencio

La pintura nace en el silencio de una idea y toma cuerpo en el silencio de las formas, texturas y colores, en los juegos mudos de la luz y la sombra

El silencio de la luz en los muros desnudos. MAGÓN

Cuando Ferrer Guasch me comentó que la pintura es una forma de expresión subjetiva y le dije que no entendía cómo se podían pintar las emociones, me lo explicó así: «De la mateixa manera que exterioritzem el nostre món interior amb el gest, amb sonriures, llàgrimes o gañotes, que expressen alegría, sorpresa, por o tristesa, el pintor ho fa amb el gest que li és més propi, la pintura. Si el rostre és el mirall de l’ànima, el quadre es el mirall del pintor». Entonces entendí que los rasgos que identifican su pintura son los mismos que definen su personalidad, calma, mesura, equilibrio, rigor, poesía, vehemencia, autenticidad, transparencia y también silencio. Comprendí que su pintura era la expresión de sus vivencias y de su mundo interior que emergía desde dentro, silente, para materializarse en sus cuadros.

Aunque Ferrer Guasch reconocía que la Ibiza de sus lienzos estaba idealizada, mitificada y llevada intencionadamente a una embellecida abstracción, quien hoy quiera aproximarse en lo esencial al ayer de la isla tiene en sus pinturas un buen camino para hacerlo. Dicho esto, conviene añadir que Ibiza, desde el punto de vista pictórico, para él era sólo un pretexto. Era así porque Ferrer Guasch no pintaba lo que veía, sino lo que buscaba en lo que veía. Y buscaba la luz. En sus infinitos matices. Y desde una instancia irrenunciable: el silencio. Su trabajo era una escuela de silencio. Y no era un único silencio. Además del silencio de su estudio, estaba el silencio interior del propio pintor y el silencio que tenían sus cuadros. Trataré de explicarme.

El silencio en su estudio se manifestaba en el desnudamiento de la estancia en la que trabajaba, de estricto minimalismo, de intencionado vacío que se traducía en la ausencia de cualquier estímulo que pudiera distraerle. Era un silencio que se descubría, incluso, en la sobriedad del mobiliario, en el limpio y mudo enjalbiego y en la cruda luz que entraba a raudales por la cristalera que ocupaba la fachada sur de la habitación. Y el silencio estaba, sobre todo, en la soledad que el pintor buscada en aquel espacio que era un refugio de exclusivo retiro. Siempre que le visité, estaba solo. Le fastidiaba trabajar con gente a su alrededor o conversando. Un día mencioné esa soledad y ese silencio que necesitaba para trabajar y me habló de la soledad sonora de los místicos y los poetas.

Además del silencio de su estudio, estaba el silencio interior del propio autor

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Admiraba, dijo, a San Juan de la Cruz. Metafísica y místicas al margen, soportaba mal los ruidos de la calle. Varias veces le oí despotricar contra el vocerío y el petardeo de los tubos de escape. Un día de verano en que la escandalera de la Avenida subía de tono, soltó un taco, «això és massa, cony!», dejó la paleta con manifiesto cabreo, cerró con un golpe la corredera de la terraza y cuando vio que su brusquedad me había descolocado, buscó sin mediar palabra un pequeño libro en un estante y me leyó una frase: «Muchos problemas provienen de la incapacidad del hombre para permanecer solo y en silencio en una habitación». No tuvo que añadir nada más. Volvió a su caballete y dejó el libro sobre la mesa: ‘Los Pensamientos de Pascal’. Es un libro que luego me regaló.

Eremitas

Al verlo trabajar en aquel silencio pensé en los eremitas. Se lo comenté con prevención y no se molestó. «En tot cas, -apostilló-, seria un eremita grec, mundà, profà». También me dijo que el silencio tenía dos caras, facilitar la creación o llevarte a la Nada. Era imprescindible dosificarlo. Añadió que llegaba un momento en que el silencio se densificaba, pesaba y resultaba a tal punto ensordecedor que tenía que acallarlo con alguna pieza de música clásica, Mozart las más de las veces. Pasado un tiempo, sin embargo, volvía al silencio, necesitaba recuperarlo. Este, en fin, era el silencio exterior que exigía en su estudio para su trabajo.

Pero había otro silencio mayor y más importante, el silencio interior del propio pintor que, en mi opinión, era un rasgo de su personalidad, una nota específica de su carácter de la que era consciente y que cuidaba. Yo lo percibía como un estado de ánimo encalmado, abierto a todo y vigilante. Se exteriorizaba en su manera de ser y de estar, en sus actitudes, en su temperancia y frugalidad, en su seriedad que podía parecer adustez, en una cierta reserva, en su disciplina y comedimiento. Y si ese silencio se alteraba sin causa justificada, podía explotar con una vehemencia que sorprendía a propios y extraños. Más de una vez le oí decir que el respeto mutuo era una condición inexcusable en su relación con los demás: «No demano als altres res que no m’exigeixi a mi mateix».

Y luego estaba el silencio de su pintura que alcanza al espectador sin necesidad de palabras. ¿No es puro silencio la luz obsesiva de sus lienzos, clave de bóveda de toda su obra? ¿Y no son sus blancos espacios de desnudo silencio? Los otros colores son todos ruidosos, agudos los fríos y los cálidos broncos. Como explica la Sinestesia, el espectro cromático que va del rojo al violeta se corresponde con la gama de sonidos que van desde los tonos más graves a los más agudos. Y si alguien duda del sonido de los colores puede oír los ‘Cuadros de una exposición’, de Mussorgsky, o ‘En un mercado persa’, de Ketelby. El timbre de la música en la pintura es el color. El blanco se asocia al silencio porque expresa quietud, equilibrio, simplicidad, un estado sin antagonismos ni estridencias que se asocia a la pureza y a lo espiritual, de aquí sus connotaciones metafísicas y morales. El blanco es el color iniciático de ritos y liturgias. Simboliza la paz. La monocromía del blanco en Ferrer Guasch es fruto de una severa destilación, de un progresivo reduccionismo que tiende a la abstracción. Son blancos que transmiten serenidad, confianza, tranquilidad, seguridad y que, sobre todo, transmiten silencio. Invitan a la interiorización y, en ocasiones, pueden resultar hipnóticos. En una exposición, vemos sus lienzos, uno tras otro, y de pronto nos topamos con un cuadro que, sin que sepamos por qué, nos retiene al punto de que nos cuesta seguir nuestro recorrido. Sucede que descansamos en él porque nos transmite calma, nos transmite silencio, genera silencio.

La clave

Enunciados silenciosos

Delante de sus cuadros, nadie levanta la voz. Se habla en voz baja. Son lienzos cargados de enunciados silenciosos. Diría que podríamos ver la obra de Ferrer Guasch como una auténtica propedéutica del silencio, como una secuencia, inacabada por abierta, de silencios pintados. Silencios que no capta el oído, pero sí la mirada y la vivencia. 

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