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Centenario de un poeta

José Hierro: la proclamación de la alegría

El 3 de abril se cumplió el centenario del nacimiento del autor de ‘Cuaderno de Nueva York’, una de las trayectorias poéticas más compactas de la literatura española contemporánea

José Hierro.

En 1947, un joven poeta, del que ahora se cumple su centenario, nacido en Madrid el 3 de abril de 1922, pero criado en Santander, de nombre José Hierro, publicaba su primer libro de versos, Tierra sin nosotros. En él hay un poema, Canción de cuna para dormir a un preso, en el que su autor entona una especie de nana imaginaria para acunar los sueños, o pesadillas, de un cautivo como tantos como los que llenaran los penales por aquellos años amargos. En esta canción el poeta -¿a quién?, quizá a sí mismo- le da ánimos para sobrellevar tan penosa situación; casi llega a tratarle, afectivamente, como a un niño, y lo acuna y consuela con fantásticos paisajes maravillosos y el sueño de una fuga hacia la libertad de las estrellas, que puedan transfigurarle esa terrible realidad: «Duerme. Ya tienes en tus manos / el azul de la noche inmensa. / No es verdad que tú seas hombre; / eres un niño que no sueña. / No es verdad que tú hayas sufrido: / son cuentos tristes que te cuentan».

Un vuelo de gaviotas, símbolo de libertad, sobrevuela todo el poema, como sobrevolaran la bahía cántabra de la infancia y juventud del autor. Pero no hay nada sobreactuado o ‘literario’ en lo que en él se nos presenta. Hay un latido de verdad, de auténtica verdad vivida, que estremece estos versos y traspasa de inmediato al lector, aunque este lector aún ignore la ingrata, la cruel realidad que los inspira.

El autor de estos versos, José Hierro, conocía en carne propia la dura experiencia que reflejan. A sus diecisiete años, había sido detenido el año 37, en Santander, acusado de ‘adhesión a la rebelión’, por llevar ropas y alimentos a su padre y a otros presos; éste, funcionario del cuerpo de Correos y Telégrafos, que prestaba sus servicios en el Palacio de la Magdalena, el 18 de julio había interceptado un cable por el que la Capitanía Militar de Burgos pretendía sublevar a la guarnición de Santander, por lo que sufriría prisión del 37 al 41.

El joven Hierro tuvo que soportar descargas eléctricas en las muñecas por no prestarse a denunciar a otros posibles compañeros; y al terminar la contienda, es detenido y encarcelado en septiembre del 39, bajo la acusación de apoyo a los presos políticos y auxilio a la rebelión. Tras dos procesos, fue condenado a doce años y un día, de los que llegó a cumplir casi cinco en las duras condiciones de postguerra, recorriendo las prisiones de Santander, Comendadoras de Madrid, Palencia, Santander de nuevo, Porlier en Madrid, Torrijos, Segovia y Alcalá. Ya en libertad se residencia en Valencia, en donde un grupo de amigos le han prometido algún trabajo.

Los horizontes levantinos le supondrán ya una especie de pletórica liberación para los afanes de su vibrante juventud sofocada, para su indomable vitalismo, reprimido durante tanto tiempo. Tierra sin nosotros, junto al fresco sabor a verdad que trasciende, a efectos literarios denota un gran dominio técnico, así como un magistral cultivo del difícil metro eneasílabo, que Hierro hace suyo y será característico de su estilo. En él, el casi ‘escandaloso’ tema de la alegría para aquel tiempo, que dará título al libro siguiente, ya hacía su aparición en el bello poema Olas: «Tras el dolor consigue el alma /su plenitud. Sólo así llega / a reposar en la alegría, / a sentirse total y nueva. // He podado las viejas ramas. / Puse luz en mi noche negra / para que hoy beba su alegría / la pobre alma… / Esta alegría que ahora siento / yo sólo sé lo que me cuesta».

El premio Adonais

Ese mismo año de 1947, por primera vez, se convoca el premio, y un jurado en el que participaban Aleixandre, Dámaso Alonso y Gerardo Diego, concede el galardón al que será su segundo libro, un poemario de título luminoso, afirmativo y casi desafiante para los oscuros años en que vería la luz: Alegría, que era todo un manifiesto vital por encima de la adversidad y el desaliento. Un lema de Goethe lo preside: A la alegría por el dolor. Y Hierro nos explicita esta esforzada ascesis moral en busca de una cierta plenitud: «Ganamos la alegría bajo un cielo sombrío».

Se trata de una alegría dolorosamente conquistada, «mientras el desaliento nos prendía en sus redes. / Hemos tenido sueño, hemos tenido frío, / hemos estado solos entre cuatro paredes».

El poeta es consciente, porque lo ha sufrido en su propia carne, de las grandes cantidades de dolor y sufrimiento que se abaten sobre el mundo, pero también de toda la belleza que ese mundo, ciertamente injusto, también encierra, en el mar, en la luz, en los dones radiantes de la Naturaleza, en el amor y la amistad, en el vino y los pequeños placeres de la vida, que están ahí para goce y alegría de todos: «Llegué por el dolor a la alegría. / Supe por el dolor que el alma existe. / Por el dolor, allá en mi reino triste, / un misterioso sol amanecía».

Estamos ante un voluntarista y sobrehumano esfuerzo por no dejarse abatir por el destino, en una actitud de rebelión casi heroica contra el abatimiento y los reveses del infausto momento histórico: su manera de decir no a la situación, a la opresión y la dictadura. Hay un poema estremecedor, de un vitalismo metafísico e indomable, titulado El muerto, que es una hermosísima reivindicación de la alegría y de los valores de la existencia, una especie de monólogo dramático de alguien que ya ha perdido la vida, pero que, desde el otro lado de la tumba, se acuerda de esos inmortales momentos de felicidad y de gozo que parecen conferirle una nueva existencia, tras su muerte, en la memoria del más allá, al poder, casi milagrosamente, mantener vivos esos momentos de plenitud, unos recuerdos tan intensos, tan radiantes, tan imprescriptibles, que hasta parecen devolverle una especie de extraña inmortalidad imposible, en una palpitante exhortación a la vida: «Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría / no podrá morir nunca. / Yo lo veo muy claro en mi noche completa. / Me costó muchos siglos de muerte poder comprenderlo, / muchos siglos de olvido y de sombra constante, / muchos siglos de darle mi cuerpo extinguido / a la yerba que encima de mí balancea su fresca verdura. / (…) Pero yo que he sentido en mis manos temblar la alegría / no podré morir nunca. / Aunque muera mi cuerpo y no quede memoria de mí». Todos estos versos revelan una gran fortaleza de ánimo, una intensa energía tanto física como moral; por otra parte, Hierro siempre fue un verdadero atleta y un auténtico tritón de sus mares cántabros («Retornaré a la gran ternura del mar, tan dulce al hombre, / al mar, la gran madre y amante de los hombres…» podría él también haber cantado con el poeta inglés), y nuestro poeta se propone olímpicamente, contra viento y marea (y nunca mejor empleada la expresión, un tanto tópica, en un tan apasionado amante del mar y en un tan curtido nadador, como también era el poeta) se propone levantarse, y exhortar con su ejemplo a los demás, de la postración tanto personal como social que ha traído la contienda en virtud de su fe en la vida y su esperanza en el futuro.

Un hijo de las olas

Frente a la angustia cívica de un tiempo sombrío, frente a la angustia existencial que no encuentra una salida o motivo al vivir, contra la postración, el abatimiento y la queja, él se desnudará de los harapos del dolor y la afrenta, y gustará sumergirse, liberado, en la vasta corriente de la vida, en el puro abrazo del mar, símbolo y metáfora de vida y libertad, y se zambullirá en ese poderoso flujo del vivir, una vez fuera de esos muros (que, en estricta realidad física, lo separaban del mar, allá en su prisión santanderina), a pleno pulmón, a grandes brazadas olímpicas, ya en su mar de Cantabria o en el mar de las playas solares de Valencia, a donde le conduce su destino.

Y así toda su poesía será una apuesta por la vida, porque aquel que, curtido por el dolor, ha conocido y ha recuperado definitivamente la alegría, rescatándola de un paisaje de ruina y mortandad después de la batalla, ya no se resignará a morir, como nos dejará testamentariamente formulado en su poema Junto al mar, fuente de la vida: «Si muero, que me pongan desnudo, / desnudo junto al mar. / Serán las aguas grises mi escudo / y no habrá que luchar. // Si muero que me dejen a solas. / La mar es mi jardín. / No puede, quien amaba las olas, / desear otro fin. // Oiré la melodía del viento, / la misteriosa voz. / Será por fin vencido el momento / que siega como hoz. // Que siega pesadumbres. Y cuando / la noche empiece a arder, / soñando, sollozando, cantando, / volveré yo a nacer».

Tras Alegría, Hierro irá completando paulatinamente su obra lírica, a la vez que levantando personal visión de la condición humana, en poemarios como Con las piedras, con el viento (1950), Quinta del 42 (1953), Estatuas yacentes (1955), o Cuanto sé de mí (1957).

Son libros que darán cuenta y razón tanto de sí mismo como de la palpitación colectiva de su tiempo histórico, pero sin perder nunca su alta tensión lírica y estética. Pero, sea ya desde la propia intimidad personal o en su testimonio social con ciertos toques existenciales, en todos ellos persistirá ese afán constitutivo suyo de encarnar la plenitud vital y el atlético gozo de vivir, que ha presidido su existencia, superando el represivo clima de esos años de penitencia.

Luego vendrá su gran Libro de las alucinaciones (Premio de la Crítica 1964), uno de los grandes monumentos líricos de su época, que supone un nuevo giro de mayor complejidad a su obra y cambia el curso de la poesía del momento, con un nuevo predominio, alucinatorio y visionario, de los valores de la imaginación creadora y que anticipará fórmulas y procedimientos de la futura poesía española, superando el fácil realismo lineal, a ras de tierra, de la poesía de la época.

De este libro me gustaría destacar un emocionante poema, Historia para muchachos, en el que un personaje anónimo va desgranando en primera persona los penosos episodios de su vida, acusaciones, condenas, cautiverios, variopintos oficios y trabajos para subsistir en la postguerra («cilindrador, palero, moldeador, listero de unas obras, comisionista, negro de escritor…»), en el que asistimos a su reencuentro con la vida en playas luminosas tras su liberación («Y un día volvió al mar. / Fueron las olas a lamerle las manos…»), para terminar con un recuerdo infantil al padre de este protagonista poemático, que finalmente se intuye que es el poeta Pepe Hierro, quien evoca «alguna imagen descuajada / que me asalta en el instante / en que estoy escribiendo: un hombre esbelto, / con su cadena de oro en el chaleco. / Habla con alguien. Detrás de él, un fondo / de grúas en el puerto. Y hay un niño / que soy yo. Él es mi padre. / ‘El niño tiene cuatro años’, / acaba de decir».

UNA TRAYECTORIA CON GRANDES RECONOCIMIENTOS

Desde su inicial Alegría la obra de Hierro gozó siempre de un justo reconocimiento y del respeto de las diversas generaciones que han venido sucediéndose en nuestra vida literaria y le llevó a figurar indefectiblemente en la mayoría de las antologías y selecciones de poesía española. Merecerá dos Premios de la Crítica, dos Premios Nacionales. Y vendrá, en 1981, el premio Príncipe de Asturias, que él fue el primero en obtener, y cuyo discurso de agradecimiento en el acto solemne del Teatro Campoamor, ante los reyes fue una altísima y vibrante pieza de oratoria cívica, que puso en pie al auditorio, y que, recogido por la televisión y toda la prensa nacional, fue un verdadero acontecimiento en la vida cultural y social del país. Y en 1998 será distinguido con el Premio Cervantes, y verá la luz su Cuaderno del Nueva York, un auténtico éxito de crítica y público, que llegaría a gozar de varias ediciones.

Esta pasión por la vida, frente a la adversidad, ejercerá un efecto salvífico y casi terapéutico en nuestro autor, pasión por la vida, literariamente encarnada en el más vital de todos los clásicos españoles, en su admiración por la obra de quien fue su poeta de cabecera, a la vez que su modelo de vida y de creación: el oriundo montañés-madrileño Lope de Vega, de comunes raíces cántabras como el madrileño-santanderino que fue Hierro. Este amor por Lope cristalizaría a efectos literarios en ese magno poema, realmente antológico, titulado Lope, la Noche, Marta, de su libro Agenda (1991), sobre el noble y patético acto final de la vida de Lope en su pasión con la hermosa Marta de Nevares, cuyos verdes ojos quedarían ciegos en plena juventud, cayendo en la locura.

El donjuanesco y ya eclesiástico Lope brindaría a esta bella muchacha los más delicados y sufridos cuidados en plena senectud, frente a las burlas y pullas de su esquinado rival Luis de Góngora. Hierro se desdobla en este monólogo dramático en boca del gran poeta áureo y se siente vivir y sufrir al unísono con el que fue su maestro de vida y poesía. Quien tanto amó el abrazo de las olas, y en cuyas espumas se sintió en comunión con toda la Creación, por boca de su maestro, desde el Madrid de la meseta, implora a su amada, como salvación y remedio a sus penas, el infinito horizonte salvador de su mirada en este espumeante verso final: «Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar».

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