Diario de Ibiza

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Viaje en el tiempo a través de los caminos d'Albarca

En Ibiza van quedando pocos paisajes inalterados. La retícula de veredas que atraviesan el llano de Sant Mateu hasta descender al puente de piedra que sobrevuela el mar, donde no se distingue huella humana en kilómetros a la redonda, reconforta al caminante

En el Pla d’Albarca aún resulta fácil encontrar manadas de ovejas . | FOTOS: X. P.

La vida de cada hombre es un camino hacia sí mismo, el intento de un camino, el esbozo de un sendero. (Hermann Hesse)

Vides en el Pla d’Albarca.

En esta Ibiza mutante, que navega con rumbo errático hacia lo irreconocible, siempre urge encontrar senderos donde poder avanzar hacia atrás. Caminos a través de los que engañar el tiempo y retornar a aquella Ibiza prácticamente sin mácula de cuando éramos niños y todo resultaba más sencillo, tangible y comprensible. De estos parajes esenciales van quedando pocos y, aquellos que resisten, lo hacen condicionados a ciertos momentos y estaciones, pues la marabunta veraniega que transita por nuestro territorio, ante los niveles de saturación, explora cada palmo en busca del paraíso prometido en folletos y guías, y en respuesta a sus propias expectativas.

Algarrobos y bancales en las colinas de Sant Mateu.

El entorno de Sant Mateu y la retícula de travesías que discurren entre campos labrados, parcelas en barbecho, pastos y vides constituye uno de estos preciados lugares. A diferencia de la cercana llanura de Corona, que ya lleva décadas atrayendo multitudes por el gancho de los almendros en flor, el Pla d’Albarca aún inspira suficiente indiferencia como para mantener su característica apacibilidad, sin duda muy apreciada por sus aproximadamente cuatrocientos vecinos.

A pesar de la cercanía, el paisaje entre uno y otro llano es notablemente distinto. De la planicie de Sant Mateu lo primero que destaca es la extensión de labrantío bien cuidado y roturado, donde las cepas viejas adquieren un protagonismo preponderante. La vida agrícola, en Sant Mateu, se mantiene más esplendorosa que en otras latitudes. Por sus veredas circulan rebaños de cabras y ovejas, y el tono bermellón, férrico, de las ondas de tierra que levantan los arados, asombra por su intensidad; sobre todo a los ibicencos del sur, donde el campo, aunque vivo, posee un matiz más apagado.

A orillas del llano y junto a los caminos que ascienden por el monte hasta los caseríos, grandes masas rocosas de superficie curva y lisa parecen emerger de los campos como colosales cebollas maduras. Piedra viva y azulada, cerúlea, que ha ejercido durante siglos como esencial materia prima. Esos mismos cantos, rústicamente tallados, componen el cercado sobre el que se apoya el vía crucis encalado que aguarda en las cercanías del templo, por detrás de Can Cires, donde el mismo pedregal sobresale entre almendros y algarrobos. Que titánica empresa tuvo que ser para los primeros campesinos de Albarca transformar en cultivos aquellos peñascales.

Al ascender las colinas aledañas, algarrobos apuntalados con rodrigones, chumberas y bancales toman el paisaje, alternándose la piedra viva y la muerta. Así hasta los bosques de las cimas, donde antaño se construían carboneras para aprovechar la poda de los pinos. El más apabullante de los escenarios, sin embargo, se halla poco después de una bifurcación al norte del llano, junto a un escueto pinar. Tomando el camino de la derecha se alcanza el sendero que desciende hacia Cala d’Albarca. Allí, hasta donde alcanza la vista, no se distingue una sola casa.

En la isla quedan pocos parajes tan extensos que se mantengan exactamente como hace cien años. A media hora de descenso, sobre el puente de piedra esculpido por la naturaleza y el tiempo, con el mar a los pies y la mola d’Albarca a lo lejos, al caminante se le pasan todos los males, incluidos los del progreso.

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