Diario de Ibiza

Diario de Ibiza

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Las estaciones

Nuestro clima marino ha tenido siempre dos estaciones definidas que serían de exasperante monotonía si no fuera por los sobresaltos que los cambios atmosféricos producen en la lucha secular entre las fuerzas atlánticas y saharianas, entre la respiración húmeda y fría del poniente oceánico y la caliente y seca que llega por el sur desde el profundo desierto.

Luces de otoño.

Las bisagras climatológicas del año en las islas han sido siempre los solsticios y los equinoccios que los pueblos litorales marcaban con ritos para recordar el cambio drástico que suponía pasar de una a otra estación y que en muchas ocasiones significaba pasar de tiempos de abundancia a tiempos de hambre. Quienes habitamos estas benditas islas nos hemos adaptado por necesidad a una brutal distorsión estacional en la vida que hacemos. En la Ibiza preturística de los años 50 disfrutábamos de un relativo equilibrio vivencial entre invierno y verano. El estiaje, sin la avalancha vacacional que nos invade ahora entre junio y septiembre, nos permitía hacer, con relativa tranquilidad, vida en las calles que entonces eran de los vecinos, no el aparcamiento masivo que inexplicablemente soportamos ahora. Y cuando llegaba el invierno, la ciudad, perfectamente vertebrada con su ombligo en el Mercat Vell, lugar en el que convergen Dalt Vila, la Penya y la Marina, estaba viva. Y estaba viva porque estaba habitada. Y porque en ella teníamos todo un mundo que, si era pequeño, a nosotros nos parecía grande. Y porque nos era a tal punto familiar que las tiendas, talleres y bares, todos los establecimientos, tenían -y no es un detalle menor-, nombres propios: can Ric, can Vadell, cana Tura, can Gallet, el Añón, can Xinxó, can’Afro… En aquella ciudad vivíamos una cómoda transición entre invierno y verano. Y cada estación tenía su qué. Hoy, contrariamente, sufrimos un desquiciante descalabro estacional. Pasamos de la babel del estiaje a un invierno que tiene la paz de los cementerios. Y del anodino Ensanche que queda más allá de Vara de Rey, por horrísono y anodino, prefiero no hablar. Tal vez por eso me refugio en la memoria. No en la memoria de las añoranzas, sino la memoria entendida como patrimonio. Pero lo dicho no aclara la diferente vivencia que teníamos entonces de las estaciones. Hagamos memoria.

En los julios y agostos, la vida se ralentizaba. Un sol africano nos hacía pasivos, indolentes, más lentos, y nos invadía una modorra que hacía obligada la siesta. Nuestro mejor refugio era la sombra y, salvo que fuera por necesidad, no se salía a las calles hasta que el sol declinaba. El caso es que llegábamos a septiembre fundidos y a tal punto exangües que nos alegraba el primer chaparrón. Era un alivio que refrescara y no nos importaba la contrapartida, que la luz perdiera intensidad y se acortaran los días.

Tiempo de ausencias

Los bombillones con aquellos platos que parecían sombreros y que teníamos en las esquinas de las calles en verano permanecían apagados hasta las 10 de la noche, pero en octubre se encendían a las 7 de la tarde. Y cosa curiosa, a todos nos alegraba rescatar la ropa de abrigo, jerséis, zamarras y botas. El invierno, eso sí, era un tiempo de ausencias: ausencia de calor, ausencia de luz, ausencia en las calles de las voces y gritos que se fundían con el chillido de las golondrinas. Recuerdo que el alboroto pajaril, la piuladissa dels pardals que se disputaban las ramas del enorme eucaliptus de Vara de Rey, cesaba de golpe y, que, con el silencio de los pájaros, toda la ciudad enmudecía. La vida se refugiaba en los interiores y las calles quedaban vacías.

Un aspecto que ahora me parece curioso de aquel cambio precipitado de estación y que a efectos prácticos apenas percibíamos, era que en la isla teníamos sólo dos estaciones. O tres, si apuramos las cosas. La primavera y el otoño eran tiempos de tránsito que, constreñidos por el invierno y el verano, estaciones más largas, quedaban minimizados. Nada raro, por otra parte.

Porque en nuestras latitudes subtropicales ha dominado siempre la bonanza y, como sucede también ahora, se adelantaba tanto el verano que la primavera pasaba desapercibida. ¿Alguien recuerda que habláramos de la primavera? ¡Hablábamos del verano! Y también era fugaz el otoño. Posiblemente, porque no éramos conscientes de la ‘caída de la hoja’ que en otras geografías era y es una señal determinante. Es cierto que algunos de nuestros árboles, los menos, -caso de los almendros y las higueras-, se desnudan cuando el frío aprieta, pero lo hacen casi con pereza, con manifiesto retraso, tardíamente. Tanto es así que algunas higueras dan todavía higos en octubre, incluso en noviembre. Y sus hermanos de cultivo, los algarrobos y los olivos, conservan su arboladura los doce meses. Pero lo que nos ocultaba definitivamente el otoño era el manto siempre verde de los pinos que dominaban, como dominan todavía hoy, de manera absoluta el paisaje.

El único fenómeno que nos daba una esporádica y fugaz noticia del otoño era la invasión de los estorninos que, tras arrasar los olivares, montaban sobre la ciudad una parada vesperal circense, una enloquecida nube negra que iba de aquí para allá en remolinos y espirales, pero eso sí, con la precisión de un desfile militar. Era la única nota que nos dejaba el otoño. Y no nos valían los almanaques. Mientras íbamos a nadar era verano. Y cuando dejábamos de ir era ya invierno.

Luego he sabido que lo de dividir el año en 4 estaciones fue un invento de los romanos que tuvo dos principales motivos. Por una parte, les era útil para ordenar los ciclos agrarios, para saber cuándo era el momento de arar, sembrar, regar, abonar y recolectar; y en segundo lugar, porque veían un claro paralelismo entre las fases de la vida y las estaciones: la primavera era la infancia, la juventud el verano, la adultez el otoño y la vejez el invierno. De aquí que representemos el invierno como un viejo barbado. Y las primaveras con efebos, ninfas y lujuriosas bacantes.

La clave

Bipolaridad estacional

Antes de esta romana compartimentación climatológica, lo que percibíamos en la isla era la clara bipolaridad de las estaciones mayores, invierno y verano. En cierta manera, así es todavía, aunque ahora las llamamos temporada alta y temporada baja. Mantenemos, por tanto, la antigua bipolaridad. Ha cambiado, eso sí, la forma de vivirla. En otros tiempos era una transición equilibrada y hoy, bien lo sabemos, es un pandemónium, un auténtico caos.

Compartir el artículo

stats