Diario de Ibiza

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Imaginario de Ibiza

A paso lento

«Más de un mes lleva nuestro reloj público parado en la mitad de la torre de la Catedral. Sin movimiento. Con la inmovilidad de la muerte. Siempre con sus manecillas vencidas, hacia abajo. ¿No es verdad que ese reloj semeja fiel espejo que refleja nuestro carácter indolente, nuestra pasividad, nuestra absoluta falta de arranque para todo lo que sea vida y movimiento? Nosotros así lo juzgamos y nos parece mal, muy mal, que continúe inmóvil, parado hasta el día del Juicio Final». Diario de Ibiza, 20.06.1906

Piano, piano, se va lontano. JOAQUÍM GOMIS

Santiago Rusiñol llamó a Mallorca Isla de la calma. Bien está. Pero sin robar el adjetivo a nuestros vecinos, yo diría que para calma la que tenían Ibiza y Formentera, la que nosotros todavía conocimos, niños en los 50, mientras fuimos creciendo. El rasgo que en aquellos días posiblemente definía mejor el ser y el estar de quienes vivíamos en las islas, lo mismo en la ciudad que en el campo, era precisamente la calma, la vida lenta, una cierta parsimonia o premiosidad en el hacer que no era en ningún caso la indolencia que en ‘Les Illes Oblidades’ creyó ver Vuillier, que, por otra parte, cada dos por tres se contradice. Habla de una población perezosa y a renglón seguido describe esta vívida escena: «Des del matí, amb les primeres clarors del día, els payasos amb les seves dones i els infants arriben en grups nombrosos, damunt ases o muls, en tartana o a peu, amb una confusió deliciosa de cares humanes, caps d’animals, llegums i fruits esplendorosos. A la mateixa hora, els aiguaders comencen a exercir la seva industria, sens treva, pujant i baixant pels barris alts, el cigarret als llavis, alegrant la monotonía del camí amb alguna antiga cançó o amb una mica de conversa amb el seu ase». Es la misma actividad que describe el Archiduque en Las Antiguas Pitiusas: «En el cálido estío, a temprana hora se inicia una animada actividad en la Marina. Apenas han dado las cinco, cuando numerosos payeses acuden a la ciudad por sus pequeños negocios. Los más dejan las bestias al pie de la muralla, atándoles los remos para que no se desmanden. En una ocasión llegué a contar hasta 160 animales. Al filo de las seis se baja el puente levadizo, se anima verdaderamente la escena y un sinnúmero de aguadores emprende con ayuda de borricos su cotidiana tarea».

Hoy, cuando tan común es oír «no tengo tiempo para nada», cuando vamos y venimos contra reloj, no sabemos desacelerar y precipitamos el tiempo que nos atropella, no está de más recordar aquellos días en los que, sin saberlo, seguíamos el bíblico consejo de Qohélet, cada cosa a su tiempo. Se vivía con sencillez, pero, en lo que se refiere al ‘tiempo’ éramos ricos, nos sobraba tiempo. Nadie corría. Nadie empujaba. Nada apremiaba. Todo se hacía despacio, pausadamente, paso a paso. Y lo que se hacía, se hacía bien. Aprender un oficio era cosa de años. Bastaver los trabajos en piel que se hacían en la talabartería de can’Afro, los que hacía con el humilde latón Miquel Moncada, el hojalatero de Guillém de Montgri, y las bellísimas alpargatas de esparto y pita que hacía Juan en Azara. Y lo mismo podríamos decir de los herreros y los carpinteros. Más que artesanos, eran artistas. Cualquier cosa salida de sus manos, unas alpargatas o la collera de una bestia, podría estar hoy en un museo como auténticas obras de arte. Es algo que ya vieron en las sillas de enea Walter Benjamín y Hausmann,

Los recuerdos, en todo caso, que más y mejor subrayan aquel hacer concienzudo y paciente, aquel talante calmoso, me llegan curiosamente acompañados de sonidos. Marcaban el tempo lentolas campanas, el traqueteo de los carros, el timbre de una bicicleta, el perezoso ronroneo del camión-correo que arrancaba frente al bar Añón, el golpeteo sordo de los talleres y aquellos otros que llegaban apagados desde el Astillero.

El vuelo de una mosca

Todo se oía. Por mor del silencio que, por cierto, también se oía. Hasta el vuelo de una mosca podía oírse. Y aquellos recuerdos, por supuesto, son también visuales. Retenemos estampas que, sin saberlo, eran un magnífico elogio de la lentitud. Algunas son del puerto, de los muelles, de la bahía. Era el caso del pescador de caña, quieto como una estatua junto a un noray, paciente, expectante, como perdida la mirada, puesta toda su atención en el sedal que acarician sus dedos y que pueden captar el más leve ‘toque’ del pez en el cebo. Y otra imagen de absoluta calma era la de la chalana que atravesaba la bahía morosamente; goteaban los remos al salir del agua y por la popa dejaban una mínima estela que enseguida desaparecía. Y pacífica y relajante era también la imagen del gambaner, remangados los calzones, cubierta la cabeza con un sombrero de paja y caminando en evangélico milagro las extasiadas aguas de la Barra. Y escena encalmada era también la de la gaviota que, abiertas las alas, cenital, ingrávida, permanecía sorprendentemente inmovilizada, buscando en las aguas el brillo de las escamas y que, así que veía un pececillo, se precipitaba, dejaba una raya en el agua y con su captura remontaba el vuelo. Imágenes encalmadas eran también las de la vieja que remendaba unas redes.

Y la del pescador que con cañas tejía una nasa que era ya como una campana. Y teníamos también la pacífica entrada del motovelero que arriaba velas ya dentro del puerto y preparaba su amarre. Y ya en la ciudad, otra muestra de aquel calmoso pasar el tiempo estaba en la partida de cartas que en al anochecer reunía a los hombres en el Pereira, en el Pou o en el Dorado. Y era también pacificador en el estiaje, con las últimas luces, el paso dela cuba del agua, un carro tirado por una mula que regaba las calles de la Marina para refrescarlas y que, creo yo, nos facilitaba el sueño.

UNA IMAGEN QUE TRANSMITÍA PAZ

Ya en las afueras, muy cerca de la fábrica de calcetines, recuerdo la pacífica y bucólica imagen de una noria que sobrevive invisible y abandonada, cubierta de cañizos y vegetación.

En aquel entonces, ver el animal, con antiojeras para evitar su mareo, dando vueltas y más vueltas, mientras oíamos el agua que subían los canjilones y chorreaba en el aljibe era también una escena antigua que nos transmitía paz, que nos reconciliaba con el mundo.

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