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Es Garroveret y la soledad del vigía

El erial de piedra y hierba que conforma el Cap de Barbaria constituía un destino desamparado para los torreros de los siglos XVIII y XIX. Desde este punto, el más cercano a la costa argelina del archipiélago, oteaban

el horizonte en busca del enemigo

No existe mayor fusión con el paisaje que la protagonizada por este refugio de Barbaria.

La soledad es peligrosa: cuando estamos solos mucho tiempo, poblamos nuestro espíritu de fantasmas. (Guy de Maupassant)

La más sobrecogedora expedición al Cap de Barbaria nunca tiene lugar durante la canícula de julio o agosto, cuando el altiplano rebosa de excursionistas atraídos por la posibilidad de capturar la icónica imagen del camino de asfalto que repta por la nada hasta el faro. La obtienen, pero nunca con el subyugante vacío que han contemplado en fotografías pretéritas.

Para embriagarse con la apabullante sensación de aislamiento que rezuma el cabo hay que descender la pista de asfalto en invierno, un martes cualquiera, bajo el tamiz de un cielo cubierto de nubarrones y el manto de hierba seca que crece entre el roquedal oscilante por el viento.

No parece que haya otra fórmula para calzarse los zapatos de los últimos vigías de Barbaria y experimentar las sensaciones que implicaba habitar este páramo desolado. No pertenecieron, en todo caso, al raquítico faro, inaugurado en 1972 ya completamente automatizado y mantenido por los funcionarios de la luminaria de la Mola, que sí habitaban, sino a la torre des Garroveret, doscientos años más antigua, situada unos setecientos metros al oeste y asomada al mismo acantilado imponente.

No existe mayor fusión con el paisaje que la protagonizada por este refugio de Barbaria. Como el volcán que emerge en mitad de la planicie, compuesto por la misma materia inerte. Piedra que cubre el suelo hasta donde alcanza la vista y que se eleva, adoptando la solidez de un cuerpo troncocónico, de nueve metros de altura. Aún así, una minucia prácticamente imperceptible desde la cubierta de las goletas y faluchos que antaño atravesaban este arco de sur a oeste y viceversa, rondando el punto más meridional de las islas pitiusas. Los 65 metros de precipicio pelado, de idéntico material pétreo, la disimulan como un camaleón.

Es Garroveret, sin embargo, no fue arrastrada hasta la superficie por el magma volcánico, sino modelada por la mano del alarife, siguiendo las trazas de Juan Ballester de Zafra, presente en la mayor parte de atalayas del archipiélago, y las órdenes del ingeniero García Martínez. La remataron en 1763 y a partir de entonces fue ocupada por vigías, aunque ejercieron de manera esporádica hasta casi un siglo después, cuando el baluarte recibió una asignación permanente de torreros. Incluso fue armada con uno de los dos cañones situados en lo alto de la iglesia de Sant Francesc. Desde el parapeto que la corona, una vez se contempla la lejanía del mar que se aposta a sus pies, parece improbable acertar parábolas y cargas de explosivo para alcanzar al enemigo.

Aquellas centinelas, en consecuencia, no tenían otro misión que columbrar en la lejanía en busca de naves partidas desde la amenazante costa argelina, situada a poco más de doscientos kilómetros en la línea recta hacia el sur, que tripulaban los más temibles corsarios. Y en kilómetros a la redonda, nada, nadie; solo las lagartijas azuladas que hoy siguen escondiéndose entre las piedras que amontonan los turistas, como empujados por una corriente de pazguatería colectiva.

Un refugio de dos plantas

La estructura de la torre des Garroveret, en el extremo sur de Formentera, es similar al resto de torres construidas siguiendo el plan de defensa costero del siglo XVIII. Consta de dos plantas, abovedadas en ambos casos y conectadas por una escalera semiencastrada en el muro. La entrada se halla en la primera planta, a la que se acedía mediante una escalera de cuerda que luego se replegaba desde dentro. La artillería se ubicaba en la azotea, protegida por el parapeto y con una garita con matacán, desde la que se protegía el único acceso al fortín. Los torreros hacían vida en la planta alta, mientras que la inferior albergaba el polvorín y los almacenes para acumular agua y víveres.

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