Diario de Ibiza

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Las tres islas

Más que los paisajes que vemos, me interesan los paisajes perdidos que ha sepultado el cemento y los paisajes antiguos que en sus vestigios intentamos visualizar, un ejercicio fascinante en el que nos ayudan los historiadores, arqueólogos y geólogos. En Ibiza se podría escribir un libro de los paisajes perdidos. De uno de ellos que es ya parte de nuestra memoria afectiva hablamos aquí.

Las tres islas unidas en un largo istmo. | AISME

Para nosotros, cuando éramos niños, a finales de los años 50, el antepuerto era un paisaje icónico y familiar que veíamos desde el Muro que protege los viejos muelles. A la estrecha península que como un largo dedo se creó hace poco más de cien años para proteger el puerto, uniendo con diques las tres islas que en su levante tenía la bahía, acudíamos con frecuencia en bicicleta para nadar y coger nacras frente a sa Casassa, un abandonado almacén de la Salinera. Pero como si aquellos diques no existieran, nosotros, todavía hoy, seguimos viendo las tres islas, Plana,Grossa y Botafoc. Si las penínsulas, -del latín paene (casi) e insulae (islas)-, son casi islas, está justificado que en el brazo de tierra que nos lleva a Botafoc sigamos viendo las islas de toda la vida. El antiguo paisaje es ya irreconocible, pero si nos dicen «ens trobarem a s’Illa Plana»,no nos iremos a otro sitio. La toponimia es terca, echa raíces. En cualquier caso, si dedicamos estas notas a las tres viejas islas, no es sólo porque hoy sea ya un paisaje perdido, sino, sobre todo, por el papel que jugaron en la historia de la ciudad.

Recreación de Horst S. Schulz y Gerta Maass-Lindemann. | MAPA DE JOSÉ F. SORIANO

La primera y más antigua noticia que tuve de s’Illa Plana fue casual y rocambolesca. Me llegó de don José Mª Mañá, director entonces del Museo Arqueológico del Puig des Molins. A los 12 o 13 años, tres amigos teníamos como aventura excitante entrar con cuerdas, linternas y azuelas, en los hipogeos de la Necrópolis. Algunas fosas se comunicaban con angostas galerías y se decía que una de ellas atravesaba el Puig d’en Fèlix y salía, frente al mar, en ses Coves de sa Pedrera. Una fantasía que nosotros creíamos a pie juntillas. Aquellas incursiones nos daban miedo, pero nos podía la curiosidad y lo que más nos impresionaba no eran los sarcófagos de marès, todos vacíos, sino las retorcidas raíces de los olivos que salían de las paredes y del techo de los hipogeos. Pero vamos a lo que iba. Sucedió que un día conseguimos lo que parecía el cuello de una vasija y un extraño frasquito de vidrio turbio y verdoso que tuve el error de enseñar en casa. La bronca fue notable y peor el castigo: teníamos que devolverlo al Museo, lo que significaba confesar nuestras correrías. Pero lo hicimos. Y tuvimos una tremenda sorpresa. Porque don José María, lejos de enfadarse, nos dio las gracias, nos explicó con la paciencia de un santo las razones por las que no debíamos entrar en las tumbas y nos dio una discreta lección de civismo: nos enseñó algunas vitrinas del Museo y nos explicó la importancia que tenían los objetos encontrados en los enterramientos. A tal punto fue vehemente que al salir del Museo los tres queríamos ser arqueólogos.

Años después, me topé con un artículo de don José María en la revista Ibiza (nº 2 /1953), en el que hablaba de sus excavaciones en s’Illa Plana. Recordé nuestras aventuras infantiles y me interesó lo que decía de la pequeña isla del antepuerto. Así supe que en ella había habido un santuario púnico al que se peregrinaba para dejar exvotos, las arcaicas terracotas que aparecieron en una poza; también se había localizado una cisterna romana, vestigios de una factoría de murex para conseguir la preciada púrpura; y de fechas más recientes eran un buen número de enterramientos, tal vez de los agermanados mallorquines que atacaron la ciudad (s. XVI) y que, vencidos, fueron ahorcados. A s’Illa Grossa en els Llibres d’Entreveniments la llaman ‘Illa de ses Forques’ porque parece que por un tiempo –aviso a navegantes- dejaban los ajusticiados a la vista. El artículo hablaba también de que la isla servía de refugio a los pescadores y, en épocas de epidemias, (s. XV, XVI y XVII) como lazareto, de aquí que se enterraran a quienes morían en la cuarentena, a los ahogados y a quienes, por muerte violenta, fallecían sin sacramentar. Algunos debían ser navegantes en tránsito porque junto a su esqueleto aparecieron cofres marineros.

Todo en aquel artículo de don José María -vestigios púnicos, romanos, árabes, lazareto, apestados, ajusticiados, pescadores, etc-, reforzaba el aire novelesco que para nosotros tenía la isla.

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