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Imaginario de Ibiza

Cuando Cap Martinet queda en silencio

Junto al campo de tiro aferrado al acantilado, en la vertiente sur del cabo, aguarda uno de los mejores miradores de la bahía de Vila y las murallas, con Platja d’en Bossa y el Parque Natural de ses Salines en la lejanía

Acantilado de Cap Martinetcon Dalt Vila al fondo. X.P.

El silencio es la virtud de los locos. (Francis Bacon)

Nada invita a subir al Cap Martinet, ni tan siquiera las señales que hay en la carretera de ascenso, que parte de ses Feixes de Talamanca o del pueblo de Jesús, y que indican que allí solo aguardan urbanizaciones, hoteles y nada más. Casi aciertan, salvo por Cala Roja, el pétreo rincón costero aferrado a la aguja de tierra que cierra el cabo por el este y el magnífico mirador que corona el acantilado en el lado sur de la península, junto a un ajado campo de tiro olímpico que lleva ahí alrededor de medio siglo.

Una valla metálica completamente opaca, de color óxido por el interior, cierra la zona de disparo a ambos lados del precipicio, impidiendo que los transeúntes se expongan a los perdigones. Sin embargo, cuando no hay competición de tiro al plato; es decir, prácticamente todos los días, una puerta abierta permite franquear la barrera y acceder a la mejor zona del mirador.

Lo primero que llama la atención es el suelo, donde piedras blancas y ocres contrastan con una alfombra de fragmentos del mismo tamaño, de color negro. Son las astillas de los miles y miles de platos que han reventado en el aire por los disparos. Cabe deducir que una inmersión en el agua clara, de índigo y esmeralda por la grava y la posidonia que se alternan al pie del acantilado, arrojaría idéntico resultado. Como si un volcán prehistórico hubiese expulsado una lluvia de resina oscura sobre este paisaje olvidado.

La inconmensurable panorámica, sin embargo, difumina las perturbaciones. De frente, la perspectiva que aporta la altura convierte el paisaje horizontal en una escalera de cabos e islotes. En el primer peldaño, S’Illa Grossa, prácticamente desnuda de construcciones; S’Illa Plana, abigarrada de chalets que se asoman a la bahía de Talamanca, y el istmo artificial que las une, donde atracan los grandes ferris que enlazan con la península y Mallorca. En el segundo escalón, las murallas renacentistas, que se encaraman al Puig de Vila, esbozando su propia escalera, y la accidentada orilla de es Soto. Y en el último peldaño, el islote de ses Rates y la orilla de es Viver, Platja d’en Bossa y el Parque Natural de ses Salines, hasta la Punta de ses Portes. Todo un espectáculo.

Aunque los chalets y las urbanizaciones proliferan como champiñones, especialmente en el Puig d’en Manyà, la planicie del Cap Martinet sigue siendo un descampado cubierto de pinos y matas que conforman un manto verde, atravesado por una retícula anárquica de senderos de tierra grana.

Las casas y chalets a orillas de la calle que se enrosca por el monte hasta la cima, por el contrario, quedan muy lejos de la cal y la piedra de la urbanización Can Pep Simó, que en los años sesenta proyectaron los arquitectos Josep Lluís Sert y Germán Rodríguez Arias para el industrial algodonero Manuel Font y sus amigos. El tamaño desmesurado, la anarquía estética y la conjunción de lo reciente y lo decrépito, conforman un batiburrillo indigesto. Corona el conjunto un irritante palacio celeste, por ubicación y tonalidad, que parece salido de un cuento de Los Pitufos o de una película de Tim Burton.

La clave

UNA EVOLUCIÓN INTERMINABLE

El Cap Martinet siempre parece estar en evolución, como condenado a no detenerse jamás. Las nuevas construcciones proliferan por doquier y cuando estas terminan, arrancan las reformas, de tal manera que allí siempre parece registrarse una obra perpetua. Sus villas, aún así, sobrecogen por el espectáculo de las vistas, con la bahía de Talamanca, el puerto y las murallas a sus pies. Junto al campo de tiro olímpico, un alojamiento con aspiraciones de hotel-discoteca, que no ejerce como tal excepto durante un puñado de fiestas por temporada; las que le autoriza el consistorio de Santa Eulària. Representa la mejor metáfora de un territorio que nunca acaba de asentarse. 

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