Diario de Ibiza

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La ribera de nuestra infancia

Los veranos de los niños ibicencos a menudo transcurrían en el varadero de alguna orilla perdida, inalcanzable para los turistas, que entonces únicamente podían aspirar a las playas que recopilaban las guías turísticas. Hace treinta o cuarenta años, las calas abruptas eran patrimonio exclusivo del residente

Los varaderos de aquellos recovecos minúsculos y perdidos, que ni tan siquiera merecían el calificativo de calas, no eran meras guaridas para embarcaciones. x.p.

¡Qué pobre memoria es aquélla que sólo funciona hacia atrás! (Lewis Carrol)

No hace falta ponerle nombre, ni explicar dónde está. Cada ibicenco tiene la suya y en cuanto la pisa, aunque pasen diez años, se detona un estallido de recuerdos. A esa ribera escondida nos llevaban nuestros padres, tíos o abuelos. Junto a ella, tal vez incluso dispusieran de un varadero con un llaüt pequeño, un bote o una chalana con el que salir a pescar morenas, vacas y escórporas.

Los niños, como no madrugábamos, aparecíamos por la playa a media mañana y esperamos su regreso jugando en la orilla entre piedras, anémonas y erizos, hasta que nos castañeteaban los dientes. Antes de llegar, a veces nos quejábamos por el anhelo de las playas largas, como ses Salines, la Bassa, Cala Llenya o Portinatx, donde se podían construir castillo de arena, jugar al fútbol, entenderse por signos con niños albinos que hablaban lenguas extrañas y corretear por el agua sin fijarse en dónde uno ponía los pies. También por la pereza que inspiraba el intrincado y zigzagueante sendero que había que descender y al final del día escalar, poniendo cuidado de no despeñarse.

Cuando éramos pequeños, la tranquilidad y la privacidad eran para nosotros valores a la baja; carecían de todo interés. Cuanta más gente y bullicio, mejor. Justo al contrario que nuestros mayores, que eran como ahora somos nosotros. Probablemente, sin tomar consciencia de ello, buscaban la conexión con esa Ibiza de antaño que se les escurría entre los dedos.

Los varaderos de aquellos recovecos minúsculos y perdidos, que ni tan siquiera merecían el calificativo de calas, no eran meras guaridas para embarcaciones, sino refugios en miniatura con todo lo imprescindible para gozar el día junto al mar y hasta pasar un par de noches, si era necesario. Contaban con un fogón a gas, algunas mantas, vajilla de duralex, cubertería oxidada, cafetera, ollas, sartenes y unas rudimentarias literas hechas con cuatro tablas mal recortadas, que a veces se plegaban al muro para dejar sitio a la embarcación. Y si el suelo tenía excesiva pendiente, mesa y sillas se ajustaban al desnivel podando oblicuamente sus patas para compensar la falta de horizontalidad.

En algún rincón amontonábamos juegos de naipes, gafas de bucear, respiradores, aletas, pelotas de playa, colchones a medio hinchar, cañas de pescar, salabres y, los más afortunados, hasta una pistola de pesca submarina para probar suerte en las rocas de los alrededores y entre la posidonia.

A mediodía, retornaban los mayores con la pesca del día y, con un par de pimientos, otros tantos tomates y unos ajos, preparaban unas paellas que sabían a gloria; especialmente después de tres o cuatro horas de baño ininterrumpido. El festín se remataba con unas tajadas de sandía o de melón.

Tras la comida, dos horas de siesta por decreto y, ya por la tarde, vuelta a empezar, hasta que, a la puesta de sol, tras dejar todo recogido y asegurado, se deshacía el camino andado para retornar a la civilización. En la memoria de cada oriundo los detalles cambian, pero la historia es prácticamente la misma.

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