Diario de Ibiza

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Memoria de la isla

Las desaparecidas anguilas

La contaminación de nuestras costas, la desecación y degradación de los humedales, la pérdida de agua de las acequias y el hecho de que se haya cegado su salida al mar con las aberrantes construcciones que se han levantado en sus orillas, han provocado la desaparición de las anguilas, que en nuestra gastronomía han pasado a ser una rareza.

En las acequias pescábamos anguilas.

En los años 50 del siglo pasado, -yo era un niño-, en sa Peixateria, incomprensiblemente abandonada hoy junto al carreró des Carbó, entre el baluard de Santa Llúcia y el Rastrillo, de vez en cuando se ponía a la venta en un lebrillo con agua un amasijo de anguilas que se retorcían escurridizas en inverosímiles nudos. A mí me parecían serpientes y no soportaba verlas vivas y coleando. Las amas de casa no las compraban si no estaban muertas, de manera que la pescadera les machacaba con un golpe seco la cabeza y las entregaba envueltas en papel de estraza. Luego he sabido que estas bichas son muy capaces de sobrevivir varios días fuera del agua. No eran, en todo caso, una captura de las barcas de pesca. Se atrapaban sobre todo en las acequias que, después de regar los huertos del Pla de Vila y el Pla de ses Monges, desembocaban en las aguas someras de la Barra, en el norte de la bahía.

Hoy, al recordar aquel arcádico marjal que por sus características era tal vez único en el Mediterráneo y ver lo que vemos, -una barrera infame de edificios que han cegado agüeras y canalillos-, aquel pequeño mundo me parece un sueño. Pero no fue un sueño. Aquel vergel hortícola existió y en sus acequias medraban anguilas. Así lo recoge l’Enciclopédia d’Eivissa i Formentera y también ‘Vila i ses Feixes. Els camins de l’aigua’, magnífico estudio del Grup d’Estudis de la Naturalesa (GEN-GOB Ibiza), que confirma el recurso que supuso, aunque fuera a pequeña escala, el hecho de que en aquel humedal crecieran anguilas. Siempre las había habido. Lo demuestran las vértebras de anguila que aparecieron en la excavación de sa Capelleta. Hoy sabemos que en el Mundo Antiguo y Medieval eran muy apreciadas, no sólo por la cocina que propiciaban, –los romanos las tenían por verdadera exquisitez–, sino porque alimentándose de algas, insectos, larvas, gusanos y materiales en descomposición, se usaban para mantener limpias las aguas almacenadas en albercas, cisternas y aljibes. Un testimonio más próximo a nosotros de su existencia en ses Feixes lo tenemos en el recetario que para cocinarlas –arròs d’anguiles, guisat d’anguiles, etc- recoge Joan Castelló Guasch en ‘Bon Profit. El llibre de la cuina eivissenca’.

8.000 kilómetros

Hace unos días, al buscar una mínima información para pergeñar estas rayas, he visto que, sin saberlo, tuve buenas razones mientras fui niño para ver en la anguila un bicho raro que todavía hoy desconcierta a los naturalistas. No tiene escamas como los otros peces, respira a través de la piel, vive indistintamente en agua dulce y salada, pasa de habitar aguas cálidas y superficiales en fondos fangosos de rías, acequias y albuferas, a sumergirse a más de 500 metros en las gélidas aguas atlánticas en las que nace, y desde las que, ayudada por las corrientes del Golfo, alcanza nuestras costas donde pasa la mayor parte de su vida. Cuando tiene 8 o 10 años, viaja durante seis o siete meses sin alimentarse y, cruzando los aproximadamente 8.000 kilómetros que la separan de su lugar de nacimiento, se reproducen en el Mar de los Sargazos. Muchas mueren en tan tremenda migración, pero lo compensa el hecho de que cada hembra hace puestas de hasta nueve millones de huevos.

En los tiempos que digo, a finales de los años 50, la Peixateria de Vila tenía proveedores de anguilas que las capturaban para ganarse unos cuartos en las acequias, generalmente con unas nasas redondas y aplanadas, en las que colocaban un cebo, de manera que las anguilas podían entrar pero no salir. Nosotros, chicos entonces, las capturábamos con métodos más rudimentarios, pero asimismo efectivos, cosa que cabreaba sobremanera a los pescadores que calaban sus trampas al anochecer porque la anguila, de costumbres nocturnas, quedaba durante el día aletargada y escondida entre las piedras o semihundida en el fango.

Nosotros colocábamos las trampas antes de que lo hicieran los pescadores, para que no nos vieran, sobre la media tarde, al salir del colegio, a cinco o seis metros de la desembocadura de una acequia porque allí medraban las hembras, más gordas y grandes que los machos que, no sé por qué, preferían las aguas más salobres de los desagües. El macho podía tener 70 centímetros y la hembra metro y medio. Una buena trampa era un viejo cesto de esparto o un paraguas abierto hincado del revés en el barro, siempre con un cebo en su concavidad, tripas de cordero o alachas y sardinas machacadas. No funcionaba siempre, pero era frecuente que, al izar la cesta, una anguila viniera en ella. Su piel viscosa le impedía abandonar la trampa.

Sin remilgos

La manía que les había tenido de niño me impidió comerlas hasta que fui mayor, pero entonces no les hice ya remilgos porque su sustanciosa carne, grasa y gelatinosa, en casa llegó a ser un plato festivo en la receta que seguía mi madre y que aquí recojo: Una vez que se ha limpiado la anguila con sal y vinagre, se corta en pequeños trozos, se coloca una cazuela al fuego con unas gotas de aceite y cuando humea se incorporan tres dientes de ajos machacados y así que empiezan a dorarse, se añade una pellizco de pimentón rojo picante, se remueve para que no se queme y se añade medio litro de agua y al empezar a hervir se añade la anguila, se prueba de sal y se deja cocer 15 o 20 minutos. Al final de la cocción, puede añadirse una picada de almendras y piñones, perejil y unas gotas de zumo de limón. El guiso se sirve caliente y está, doy fe de ello, para chuparse los dedos.

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