Diario de Ibiza

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Memoria de la isla

Las insólitas formas del 'marès'

Cuando la naturaleza nos dice algo en sus formas, texturas y colores, en sus atmósferas y espacios, en esos encuadres que recoge la mirada y llamamos paisajes, cabe preguntarse si existe arte en la naturaleza. Yo diría que no si el arte implica intervención humana, pero si el arte es una cualidad de lo real que capta la vivencia, es decir, si es arte aquello que tiene la capacidad de conmovernos y fascinarnos, entonces sí podríamos hablar en la naturaleza de un arte encontrado, un arte natural que, hijo del azar, crean a dos manos el tiempo que hace y el tiempo que pasa

Esculturas del viento y el agua.

Encuentro más belleza en la naturaleza que en las obras de arte que nos ofrecen las pinacotecas y museos. Prefiero un sencillo paisaje al mejor de los cuadros y suele emocionarme mucho más el retorcido tronco de un olivo que una escultura de Chillida o Alfaro.

Decir que sólo es arte lo que crea un artista es una inútil tautología y una solemne estupidez. La más sencilla lectura de lo que vemos descubre que la naturaleza tiene su propio lenguaje y su particular expresión, sin que sea imprescindible la intencionalidad en un hacer que nos parece ciego, pero que puede tener una finalidad que desconocemos. Nada raro cuando tampoco conocemos nuestra propia finalidad, quienes somos y qué hacemos aquí. En cualquier caso y metafísicas aparte, estas notas vienen a cuento porque quieren subrayar un aspecto singular de la geología insular que siempre me ha llamado la atención, las insólitas formas del marès en las que al alimón han trabajado, sin pensar en estéticas ni plasticidades, que aquí son casuales, el hombre y la naturaleza.

Los lienzos verticales que parecen cortados a cuchillo, trazados con tiralíneas, descubren en el llit del tall retículas perfectamente ortogonales, cúbicos escalonamientos y paralelepípedos exactos que responden al corte que se hacía bajo pedido, «en gruix de quaranta per pilastres, de trenta i cantó de pam per arcs i paredats, i en gruix de deu per envans i voltes». En este pedregal domesticado que no deja de ser abrupto y casi violento, la naturaleza incorpora la línea recta. Estos geométricos mordientes que en los acantilados de arena han dejado los serruchos y los meteoros los ven algunos como cicatrices, pero lo que yo veo son paisajes oníricos que si no estuvieran ahí, frente a nosotros, diría que los soñamos, que son irreales.

En Ibiza los encontrarlos en cala d’Hort, en la Punta de ses Portes, en Punta Marès y Punta Galera, en las platges de Comte, Port des Torrent y en es Cap des Jueu. Y tenemos la apoteosis del marès en Formentera. Si exceptuamos las calizas del final del Terciario que forman los promontorios de la Mola y el Cap de Barbaria que dan anclaje a la isla, todo su subsuelo es un conglomerado rocoso de arenas marinas, formado por depósitos cuaternarios relativamente jóvenes –de un millón de años o poco más- que asoman en grandes placas de marès en todo su perímetro litoral, sa Pedrera, es Pujols, es Picatxo, els Arenals, es Caló des Mort, cala d’en Baster, Punta Prima, es Carnatge, etc. Formentera, toda ella, es terreny marès, del latino mare, un mundo que pertenece al mar, una emergencia marina.

En el marès podemos leer la historia de las islas. De piedra marès son los sarcófagos fenicios de la necrópolis del Puig des Molins. De marès es en Formentera el castellum romano de can Blai. Y en Ibiza tenemos marès en la Curia, en el Convento de Santo Domingo, en las casonas de palaciega querencia y en las más humildes, en la sala gótica del Castillo, en la Catedral, en la antigua Universidad y en muchos elementos de nuestra ciudadela, en paredes, pilastras, dovelas, arcadas y sillares de las murallas, en el Patio de Armas, en el Portal Nou y en la Puerta del Mar sobre la que se colocó, en marès de Santany, -más resistente que el pitiuso-, escudo y leyenda. Y cito el marès de Santany porque no todas las canteras ofrecen las calidades requeridas.

‘Brescat’, ‘ranayt’, llivanyós...

Existe un marès argilós, con exceso de arcillas; el brescat, que resulta demasiado poroso, con demasiados espacios intersticiales que provocan roturas y no aseguran la necesaria impermeabilización; el buidadís, que tiene mal cimentadas sus granulaciones y al no ser homogéneo se trocea con facilidad; el granat, que viene con revius, tatxes i gavarrots, cristalizaciones de sales y elementos extraños; l’acopinyat, que trae fosilizaciones de moluscos y conchas que confirman su procedencia marina; y el llivanyós, que, como se decía, porta molts fulls, y que por la exagerada estratigrafía de su composición da continuas líneas de rotura.

La piedra que canta

En el marès la piedra canta, la piedra deviene poesía y sus formas pueden dar en puro delirio. Las canteras de marès, por todo ello, tienen un incuestionable valor patrimonial -histórico, arqueológico, etnológico y paisajístico-, que debería protegerse. Quien en Menorca haya visitado Líthica, no lejos de Ciudadela, comprobará que una cantera de marès, además de proporcionar un incomparable auditorio, puede, más que sorprender, fascinar y sobrecoger.

Cuando en los muros aparece la floridura que algunos llaman llapó, el salobre agrieta el revestimiento de los muros, salta la cal y queda desnuda la piedra, el marès que puede ser eterno, pero también frágil, porque no siempre responde de la misma manera. Hay un marès que con el tiempo gana consistencia y se impermeabiliza con una costra que le blinda, mientras otro da en dilataciones cuando cristalizan sus sales o sufre una humidificación que no es capaz de liberar. Cabe decir que nuestros payeses, por lo general, en sus casas han utilizado con preferencia la piedra muerta, sa calissa blana, que da menos sorpresas que el marès, mucho más caro por el transporte que exigía desde las canteras litorales.

El marès, en todo caso, se ha utilizado como elemento estructural o de carga que en sus acabados se igualaba con yeso y encalaba, de manera que la piedra, al quedar oculta, perdía parte de sus ventajas pero también sus limitaciones. Se valoraba, eso sí, la comodidad de que viniera cortada, no tener que o picarla ni encajarla en el muro con las otras piedras –lo que exigía experiencia-, así como el hecho de que, al obtenerse en grandes bloques, -80 x 40 x 40 cm–, las paredes crecían a un ritmo imposible de conseguir con la piedra muerta. Para acabar, cabe decir, cuestiones técnicas al margen, que el marès no es sólo arquitectura. Ni sólo historia.

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