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Crónicas de viaje

Monemvasía, Cita hasta la noche

La ciudad se ha convertido en un remanso de paz, en una esquirla de un tiempo pasado que aparece con la rabiosa belleza de la naturaleza. En el punto más alto, subidos a un lienzo de la muralla rota esperamos el anochecer. Afortunados los viajeros que descubren Monemvasía y se atreven a conocerla hasta la noche

Cementerio de Monemvasía.

No es fácil llegar a Monemvasía. Apenas hay carreteras al sur de Nauplia, en la entrada del Peloponeso. Las que hay deben sortear desfiladeros escarpados por donde solo transitan las cabras y caminos abnegados por la lluvia. Seguir la línea de la costa convierte el trayecto de doscientos kilómetros en un día entero de viaje. Los pueblos encaramados al sol y al mar aparecen. Son hombres y mujeres de rostros tensos y tostados. Llevan toda la vida dedicándose al pastoreo y a la agricultura. Cuando la cosecha es mala, echan las redes al mar y se convierten en pescadores ocasionales. Estamos cerca de Mani, una de las regiones más tradicionales y aisladas de Grecia.

Hemos debido pasar por Esparta y Mistrá y girar hacia el este hasta el cabo Malea. Es la antigua región de Laconia, patria de los espartanos, quienes llevaban la vida más exigente de todas. Algo de las viejas costumbres ha quedado en la tierra, en la que crecen arbustos sobre la piedra. Justo antes del atardecer, llegamos a Monemvasía, una isla que flota a la deriva.

Sus particularidades geográficas la convierten en un territorio casi mítico. Se trata de una montaña en mitad del mar. Una lengua delgada de tierra comunica el continente con la isla y la une para siempre. Como son aguas tranquilas, las mareas apenas interceden en el transcurso lento de los caminantes, que salen de Monemvasía a comprar al mercado de Gefira. Solamente había espacio para construir en la parte oriental de la montaña. Y sus habitantes lo han aprovechado al máximo.

El viajero que entra en Monemvasía debe caminar por un desfiladero. De la montaña se pasa directamente al fondo del mar, sin transición ni playas. Lo primero que aparece es el cementerio. En total, son diecinueve los habitantes que actualmente residen en el pueblo, cifra sobrepasada por el número de tumbas. Es una necrópolis sencilla, con lápidas cuyas fechas y nombres griegos despistan al viajero, pero alberga las mejores vistas de toda Grecia. Siguiendo la ruta hacia el extremo de la montaña, encontramos las primeras casas abandonadas. Monemvasía no siempre fue un lugar despoblado. Es de los pocos lugares de Grecia que logró resistir la dominación turca.

Desapercibida

Al menos hasta el final. En el siglo XV, cuando Bizancio se desintegraba tras la toma de Constantinopla y los habitantes de toda Grecia se refugiaban en las montañas de Mani, Monemvasía pasó desapercibida a los invasores otomanos. Hasta el siglo XVIII no pudieron concluir el asedio. En 1715 entraban en la ciudadela y construían la mezquita que hoy se abrasa al sol del Egeo, junto a las demás iglesias. Poco le duró al sultán su montaña. Un siglo después, durante la independencia griega, Monemvasía se unió a la rebelión y fue liberada.

En el pueblo, la mayoría de las construcciones están abandonadas. Una vez que se atraviesan las murallas, el viajero encuentra la plaza de Kanóni, un refugio tranquilo donde crecen los árboles protegiendo un par de bancos. Allí pasan los días los diecinueve habitantes, en charla continua, sin salir de la montaña salvo para lo imprescindible. Su mundo no es el de las carreteras y las aglomeraciones. Ellos esperan el anochecer sentados frente a la iglesia de Cristo Encadenado, que empezó a construirse en el XII y que se erige al lado de la mezquita. Ambas vertientes de una misma fe conviven con normalidad en Monemvasía. La mezquita ya no tiene fieles que abran sus puertas y que recen en sus muros, pero las iglesias ortodoxas saben también que es cuestión de tiempo que el pueblo agote sus días sin habitantes.

El resto de las calles ascienden hacia la parte alta de la montaña. Siguen apareciendo iglesias. Conforme ganamos altura el estado de abandono es mayor. Parece un Monte Calvario con todas las estaciones ordenadas. La última es la de San Juan, especialmente venerado en Grecia, donde según la tradición, recibió la revelación del fin de los días. El nuestro va acabando y el sol se pone al otro lado del continente. Ya hemos traspasado las murallas y escalamos la montaña hasta su punto más alto. Se ve el faro, encaramado al precipicio, alumbrando a los barcos que vienen de Atenas. Las piedras se confunden con los restos de la antigua fortaleza. Hoy apenas llegan viajeros. Los pocos que se atreven a sortear las carreteras del sur no se quedan a dormir en las calles de Monemvasía. Siguen la ruta hacia otros lugares más turísticos.

La ciudad se ha convertido en un remanso de paz, en una esquirla de un tiempo pasado que aparece con la rabiosa belleza de la naturaleza. En el punto más alto, subidos a un lienzo de la muralla rota esperamos el anochecer. Afortunados los viajeros que descubren Monemvasía y se atreven a conocerla hasta la noche.

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