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Vacuna y patatas

Que obispos, militares y políticos se aprovechen de su posición privilegiada para pincharse es lo mejor que le podía pasar a la campaña de vacunación y un buen homenaje a Federico de Prusia.

Tumba del rey Federico de Prusia, en la que depositan patatas.

Concejales, alcaldes, consejeros de comunidades autónomas, militares del Estado Mayor… ¡Hasta un obispo! Todos han removido cielo y tierra para saltarse los protocolos y recibir su dosis de vacuna. Esta prueba manifiesta de falta de integridad y egoísmo es vergonzosa, pero también es la mejor campaña posible para combatir el escepticismo que pueda tener parte de la ciudadanía a la hora de inocularse el fármaco. Porque si los poderosos deciden vacunarse, señal de que vale la pena hacerlo. Federico II de Prusia se reiría bastante al ver la situación, porque la picaresca ha tenido el mismo efecto que su cultivo de patatas.

Este tubérculo, que ahora forma parte de nuestra dieta más básica, llegó a Europa gracias a Francisco Pizarro, que lo descubrió durante sus expediciones a los Andes. Allí los indígenas producían la patata en las zonas altas, donde ya no crecía el maíz.

El rey Federico de Prusia

El rey Federico de Prusia EPC

Como todas las novedades venidas de América, primero fue conocida por las élites aristocráticas de las principales cortes del Viejo Continente. A diferencia del tabaco o el cacao, sin embargo, la patata no les hizo tanta gracia. El hecho de crecer bajo tierra le confería unas connotaciones diabólicas puesto que, según las creencias de la época, cuanto más cerca del infierno crecía un producto más peligroso era. No era cosa de broma. A los nobles les daban siempre las frutas de las ramas más altas de los árboles y preferían comer aves porque volaban y, por lo tanto, estaban más cerca del cielo y de Dios.

Así pues, la pobre y humilde patata parecía que no tenía nada que pelar en Europa. Y encima la bautizaban con nombres despectivos. En Rusia se la llegó a llamar «manzana del infierno» y en Francia aún son las «pommes de terre» (manzanas de tierra). Sin embargo algunos estudiosos sabedores de que se consumía en América quisieron introducirla en la dieta de las clases humildes, pero los campesinos no querían ni oír hablar del tema. Y eso que se morían de hambre porque las guerras y las malas cosechas de cereales los sumían una situación miserable.

Cero patatero

En Prusia, Federico II -que reinó el país entre 1740 y 1786- fue de los que más esfuerzos invirtió en promover su consumo. Pero los súbditos se negaban: «¿cómo se puede comer algo que no tiene olor ni sabor?», se preguntaban unos. «¡Si ni los perros las quieren!», exclamaban otros. Hasta la coronilla de la resistencia antipatatil, llegó a amenazarles con castigos severos. Algunas fuentes afirman que se planteó ordenar cortar la nariz y las orejas a quien se opusiera a sus instrucciones. Ni por esas. «Cero patatero», que decía aquel.

Pero Federico II no era un rey convencional. Era un hombre culto y refinado, que había estudiado muchos años filosofía y que se carteaba con los grandes pensadores de la Ilustración. De hecho, era amigo de Voltaire y de Johann Sebastian Bach, que pasaban temporadas en palacio. Practicaba lo que le llaman el despotismo ilustrado, y en el caso de la patata lo hizo con ingenio.

El monarca mandó plantar patatas en los jardines y los huertos reales y ordenó al ejército que protegiera y custodiara aquellos cultivos con mucha atención. El operativo no pasó desapercibido entre los campesinos y la noticia corrió como la pólvora. Algo valioso debían tener aquellas plantas, si el rey las hacía vigilar tanto.

Parmentier

Nunca se sabrá si fueron los guardianes de la patata los que hicieron prisionero al militar francés Antoine Parmentier. Pero sí se tiene constancia de que su cautiverio en Prusia durante la Guerra de los Siete Años le permitió conocer las bondades del tubérculo. Una vez liberado, lo introdujo en Francia. Pero esto es un episodio que merece otro artículo. De momento es fácil imaginar el porqué del nombre del actual parmentier de patata.

Cuando las patatas ya estaban a punto para la cosecha, Federico II movilizó a los centinelas tuberculósticos con la excusa de requerirlos a uno de los frentes de la Guerra de los Siete Años, que había entonces. Los campos y los jardines quedaron desprotegidos y faltó tiempo para que los más atrevidos se colaran en la propiedad real para birlar unas cuantas patatas. A los agricultores se les había despertado una deseo irrefrenable de comerlas y plantarlas. Era justo lo que quería el monarca. Despertar interés y revalorizar el producto que así comenzó a popularizarse. Y todavía funciona, como saben bien los que han tenido ocasión de visitar Alemania.

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