Diario de Ibiza

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Dalt Vila, la vida lenta

En la ciudad de Ibiza, Vila, las murallas separan y conforman dos espacios urbanos diferentes y perfectamente definidos: el de La Marina, que queda extramuros entre la fortaleza y el puerto, y la Ciudad Alta o Dalt Vila, que asciende piramidal y escalonada hasta la torre de la Catedral

Sombras y silencio en la Costa Vella.

El frontis de la ciudad, desde el norte de la bahía, ofrece un preciso perfil triangular, hoy de postal, que en su base va desde la plaça de sa Riba y la Torre del Mar por levante, al extremo que por poniente acota el paseo de Vara de Rey, lugar en el que, cuando yo era niño, la ciudad perdía su nombre. Sorprende que en lo que dura la vida de un hombre la ciudad pueda mutar como lo ha hecho. Hemos preservado las calles y los edificios, pero lo que vemos es luz y sombra, fantasmagoría. El inevitable flash-back de la memoria nos regresa en fugaces imágenes a los tiempos idos y lo que hoy vemos en Dalt Vila es una ciudad desvanecida, envuelta en la bruma poética de los recuerdos, transfigurada en el encantamiento que recreamos en los rincones que hemos amado, la ciudad de nuestra infancia, la ciudad en la que crecimos. Pero el escenario está vacío.

Con nuestro templo mayor, la antigua Universitat que hoy es Museo, la Curia que era el Tribunal de los Conseñores, el Palacio Episcopal, el Castillo que fue Almudaina y conocimos como guarnición militar, el Seminario y el convento de Santo Domingo, en el que, ya sin frailes, teníamos la parroquia de San Pedro, el Ayuntamiento, el instituto de Santa María, una escuela de primaria, la Sala de Juicios y la cárcel, con toda aquella urdimbre de habitación, nadie hubiera dicho, allá por los cincuenta, que Dalt Vila pudiese tener una muerte anunciada.

Si exceptuamos la barriada de la Catedral, -carrer Major, Sant Ciriac, Santa María, etc.-, donde las casonas con ínfulas palaciegas y dintel con escudo de piedra creaban por sus pocos vecinos una atmósfera aletargada y silente, el resto de la Ciudad Alta tenía una considerable población y el consiguiente trajín que ahora resulta inimaginable. Era así en el Portal Nou, con la plaça del Sol y la iglesia de l’Hospital, en las calles principales de Joan Román y Pere Tur, en la abigarrada y empinada calle d’Ignasi Riquer, en la Carrossa y, sobre todo, en la plaça de Vila, donde en aquel entonces quedaban algunas tiendas, verdulerías, una carnicería, una carbonería que era una cueva excavada en la roca; y frente a l’Escala de Pedra, una fuente de hierro que daba agua a las casas que no la tenían. Todo aquel mundo latía. La ciudadela estaba viva.

La tribu discreta

Los seminaristas, tribu discreta, evitaba el Portal de las Tablas y abandonaba la fortificación por el Portal Nou o por el túnel del Soto que les dejaba casi en el campo para jugar, con las sotanas remangadas, -mens sana in corpore sano-, un partido de fútbol. Verlos pasar en fila de a dos, con sus ‘becas’, aquellas bandas coloradas cruzadas en ‘M’ mariana sobre el pecho y las espaldas, era un espectáculo de mucho color. Más juego daban los reclutas del Castillo que, estos sí, salían por el Portal de las Tablas con toda su bélica para fernalia de machos que cargaban bazokas, lanzagranadas y pequeñas ametralladoras para hacer, previo aviso a navegantes que publicaba el Diario de Ibiza, prácticas de tiro sobre la isla de las Ratas o sobre cualquier otro islote, maniobras que cabreaban sobremanera a los pescadores.

Villangómez, que vivía junto a la plaça de Vila,l o recuerda en ‘El llambreig en la fosca’: «A l’estiu o a l’hivern, en un momento determinat, pujaven els muls de l’exèrcit, amb alguns soldats, i travessaven la plaça per tombar, vora el tros rodó de murada, cap al baluard de Sant Joan i les grans quadres veïnes». También el Ayuntamiento era un punto de natural convergencia al que también tenían que acudir los vecinos de la Marina para mil historias y trámites, -tasas, multas, impuestos, permisos, empadronamientos, instancias, certificados y demás papeleos-, circunstancia que proporcionaba una cotidiana animación. Y más alegraba nuestro griterío, alumnos del Santa María, que de tanto subir y bajar nos conocíamos las piedras del recorrido que, como locos, amb els peus al cul, hacíamos a la carrera.

Cualquier fotografía de aquellos años nos descubre la vida que entonces tenía Dalt Vila. En el sol invernal de la media mañana, el personal se sentaba en los portales para hilar y deshilar la cháchara cotidiana y a la explanada de Santa Llúcia, sobre la muralla, acudían las mujeres con sus sillitas de anea para coser en comisión y bordar al alimón. Y otro detalle de viva y familiar habitación eran los tendederos que en los balcones sacaban como banderolas las intimidades a la calle, calzones, camisetas, enaguas y calzoncillos. De aquello no queda nada. Los actuales vecinos de Dalt Vila sienten pasar la vida al ritmo de las horas lentas que acompasan con pereza las campanas, horas muellemente canónigas que devuelven el espíritu a esa intimidad del vacío, intermedia entre la meditación y el bostezo.

Lo único que todavía podemos ver por las solitarias callejas es algún morrongo amodorrado junto a una gatera, tiestos con geranios en las ventanas, la altiva palmera sobre una tapia desportillada que desborda la buganvilla y, si tenemos suerte, el discurrir anacrónico y silencioso de un cura que camina como si flotara, ya sin teja pero con sotana. Son, pienso, imágenes balzacianas. Intento mantener alguna distancia con ese complejo de calles y plazuelas con el que mi vida se encontró ligada en una época sensible y que para mí son, en sus imágenes, como un escudo acuartelado, pero no lo consigo y sé que hoy vivo en la Ciudad Vieja más con la imaginación que en su realidad. Posiblemente, porque en ella todo se hace signo, símbolo, presentimiento de algo que es ya irremplazable.

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