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Pula: una vela al dios Augusto

El pasado común es inevitable y, hasta el final de la II Guerra Mundial, Istria e Italia compartían un mismo destino. Fue una separación traumática y hecha con escuadra y cartabón, pero con poco corazón. La mayoría de los habitantes, como en el caso de Zadar, eran italianos que se vieron desplazados.

Anfiteatro dePula. J.M.P-M.A.

El anfiteatro de Pula reconcilia al viajero con el mundo clásico. No puede desprenderse de él. Lo sabe desde que es un niño. Lleva semanas cruzando los países que antes formaban Yugoslavia y en todos ha visto la huella impresa de Roma. Fue la ciudad del Tíber la primera que unió todo este conglomerado de culturas en un solo espacio político. Luego vendrían bizantinos, eslavos, venecianos, turcos y comunistas. Cada uno con sus particularidades, dejando edificios singulares, únicos en el Mediterráneo. Pero en Pula el anfiteatro o la arena, como prefieren llamarlo los puleses, es lo que más brilla con el sol. El emblema de la ciudad. El único capaz de competir con el Coliseo romano. La ciudad vive entre sus arcos y el mar.

Pula fue un capricho de Augusto

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Pula fue un capricho de Augusto, cuando ya era la persona más importante de la Tierra. Y la ciudad le conserva un templo dedicado al lado de la catedral, como si los dioses paganos y cristianos aún sostuvieran el buen fario de sus calles. La península de Istria siempre ha tenido más que ver con Occidente que con Oriente. Se enorgullecen de esto sus habitantes, cuando nos reciben en los pequeños pueblos costeros. De obligado cumplimento es la parada en la Basílica Eufrásica, en Porec, un pueblo de pescadores. El templo rebosa de mosaicos y adquiere una estética bizantina. Es del siglo VI y si el viajero se despista un momento pensará que al salir de su altar dorado con la imagen de la virgen caminará por las calles de Rávena. Pero no, es Istria.

Toda la península destila melancolía italiana. No solamente es veneciana la orografía de sus calles. La arquitectura de sus iglesias y las ruinas destacadas de Roma, desperdigadas entre palacios renacentistas, hacen que todo el espacio recuerde sobremanera a las regiones adriáticas de Italia. El pasado común es inevitable y hasta el final de la II Guerra Mundial, Istria e Italia compartían un mismo destino. Fue una separación traumática y hecha con escuadra y cartabón, pero con poco corazón. La mayoría de los habitantes de la zona, como en el caso de Zadar, eran italianos que se vieron desplazados. Pero los años cuarenta habían abierto demasiadas heridas en el terreno. Aún hoy no se pueden cerrar. El caso de las foibe es paradigmático. Son simas que se hunden en el suelo hasta profundidades superiores al kilómetro. Un espacio de la naturaleza reservado al terror. Acabada la guerra, la Yugoslavia de Tito hizo desaparecer a miles de personas en las foibe. Las masacres son consideras limpiezas étnicas y los cuerpos nunca se pudieron recuperar. No solamente fueron arrojados rivales políticos, sino familias enteras, incluidos niños. El delirio de la naciente Yugoslavia se encuadra dentro de lo que se llamó el éxodo istriano-dálmata, la expulsión de todo ciudadano italiano de la región.

Cruceristas por las calles

Pula sobrelleva el despojo de una población que fue mayoritaria y ha sabido mirar hacia adelante. Hoy sus calles alcanzan un ritmo vibrante con los cruceros. Están llenas de restaurantes y heladerías, conciertos nocturnos y desfiles de Hare Krishna formados por adolescentes europeos. Los cruceristas desembarcan en el puerto y miran de lejos el templo de Augusto. No pueden perder ni un minuto porque justo en el anochecer comenzará un concierto dentro del anfiteatro. La ciudad dirige sus pulsaciones hacia la arena. Es cuando nosotros huimos de ella y entramos en el templo de Augusto, elevado en un pedestal y presidido por cuatro columnas. A Augusto lo convirtieron en un dios en Oriente, en la actual Siria. Fue a petición del senado, que en otro tiempo hubiese desconfiado del político que se cree divino, pero que a esas alturas de la historia ya no era más que un conjunto de ancianos ricachones. El templo de Pula es pequeño pero hermoso. De una belleza concentrada. El equilibrio de sus columnas de estilo corintio sigue la sintonía de la brisa marina. No en balde, el mar está a tan solo un par de calles.

El resto de la ciudad es puro Mediterráneo. Se encienden las luces y sus calles olvidan los coches y el tráfico. El centro histórico se vuelve peatonal. El fórum es la calle principal. Nace en el templo de Augusto y desemboca en el Arco de los Sergios, una puerta triunfal de una familia que decidió intervenir en la Guerra Civil romana ayudando a Octavio. Una ayuda que resultó definitiva para su victoria y el final de la República. Durante unos minutos, las calles del centro romano son transitadas por paseantes sin prisa. En apenas una hora se llenará de cruceristas, la plaga que invade todo el Mediterráneo y que pone en peligro su patrimonio histórico. La ciudad será intransitable. El templo de Augusto perderá el brillo de su mármol antiguo y el pavimento del fórum se ensuciará con manchas de helados y colillas mal apagadas. A lo lejos, se escuchan gritos provenientes del anfiteatro. Ya ha acabado la función y los cruceristas vuelven a la ciudad. Pula pone una vela al dios Augusto y reza para no morir de éxito.

Antes de ser atrapado por el ciclón, nos deslizamos en silencio más allá del Arco de los Sergios. Dejamos el fórum y nos acercamos, sigilosos, al anfiteatro. Ahora está vacío y ha renovado su belleza. Ya ha acabado el rugido de los leones, menor que el de los humanos, y nos dejamos vencer por las formas de las sombras sobre los arcos. Parecen moverse. Y se mueven.

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