Antes de que se produjera la transformación del puerto que nos destrozó el natural y dilatado arco de la bahía de Vila, que cegó las acequias de ses Feixes y arrasó un humedal que por sus características -ubicación, cultivos y riego- era posiblemente único en el Mediterráneo; y antes, por tanto, de que el muelle pesquero se ubicara en el frontis de la ciudad, en el lado norte del puerto, las barcas de los pescadores amarraban en la rinconada de levante, junto al malecón que llamábamos el Muro y frente a las Barracas, un par de casonas en las que se guardaban las redes, los aparejos y los carretones que todas las mañanas se utilizaban para trasladar las capturas a la Peixateria.
No tengo noticia de que aquellas Barracas funcionaran como lonja y que en ellas se hicieran subastas. Tal vez se hicieron en algún momento, pero, por lo que yo recuerdo, las capturas de las barcas ya llegaban a los muelles adjudicadas a los puestos de venta de la Peixateria. La pesca pitiusa era artesanal y los pescadores, a fin de proteger sus intereses, evitar competencias perjudiciales y según fuera el volumen de las capturas, especies y tamaños, acordaban los precios que luego se respetaban religiosamente en es Mercat des Peix.
De aquel pequeño mundo de los pescadores retengo las imágenes que veíamos a diario en los muelles: su salida al mar al atardecer, su llegada a puerto cuando despuntaba el día y el trabajo que se hacía tras el amarre de las barcas. Los pescadores sacaban las redes al muelle y, según las desenredaban, las iban extendiendo sobre la losas del puerto que era su tradicional secadero y que en su plantada llegaba a cubrir en ocasiones casi todo el muelle de levante, desde el varadero de sa Riba hasta el Martillo. Y después, cuando las mallas se habían secado, era el momento de remendar los rotos provocados por las capturas y los arrastres. Aquellas escenas cotidianas eran casi domésticas para los vecinos de la Marina que, sobre todo en verano, teníamos nuestro principal paseo en los Andenes. Aquella peripatética costumbre que teníamos todos de utilizar los muelles como espacio de esparcimiento la confirma el recuerdo de la Banda Municipal de don Victorino que si en invierno tocaba en Vara de Rey, en verano lo hacia en el puerto, junto al monumento dedicado a los corsarios ibicencos.
Paisajes
El caso es que el Paseo de los Andenes nos ofrecía distintos paisajes según fuera el momento. Por las mañanas, el personal trajinaba en el tajo, los muelles registraban un continuo movimiento y el protagonismo lo tenían los motoveleros. El tiempo de holgar y estirar las piernas correspondía a las atardecidas. Puede que algún ciudadano madrugador se asomara a los muelles al despuntar el día y viera la entrada del barco-correo y de las barcas de pesca, llaüts y arrastreros, pero lo común era que nos asomáramos al puerto cuando el día se iba. En aquellos momentos el paisaje era otro. Finalizado el trasiego de mercaderías, los muelles recuperaban el silencio que los preparaba para la noche y, todo lo más, podían oírse algunas voces y los últimos golpes lejanos de los carpinteros en el Astillero, pero finalmente se imponía la calma. Un matrimonio ya mayor repetía el cotidiano recorrido que hacía sesenta años antes, cuando él y ella todavía eran novios, pero lo cierto es que para todos los vecinos de la Marina aquel paseo era un ritual.
Era el mismo escenario que Albert Camus describe en ‘Amor a la vida’: «En Ibiza, iba todos los días a sentarme en los cafés que jalonan el puerto. Alrededor de las cinco de la tarde, los jóvenes pasean en dos filas a lo largo del muelle. Allí nacen los matrimonios y se hace toda la vida (…) Bebía una horchata dulzona y contemplaba la curva de las colinas que, frente a mí, bajaban suavemente hacia el mar. El atardecer se hacía verdoso y por un milagro natural, todos bajaban la voz; sólo quedaba el cielo y palabras cantarinas que subían hacía él, pero que se oían como si vinieran desde muy lejos. En ese breve instante del crepúsculo, algo había allí de melancólico y fugaz, sensible no sólo a un hombre sino a todo un pueblo. Yo, por mi parte, tenía ganas de amar como se tienen ganas de llorar. Me parecía que, a partir de aquellos momentos, cada hora de mi sueño sería robada en adelante a la vida». El texto de Camus es más extenso y aquí no cabe, pero no creo haber leído unas palabras más hermosas de nuestra bahía. La que teníamos entonces, no la que tenemos ahora.
Y además. Al declinar el día
De aquellas estampas de los viejos muelles me quedo con la que, al declinar el día, nos proporcionaban los pequeños llaüts poco antes de hacerse a la mar. Las barcas permanecían, alineadas en sus amarres, junto al varadero de sa Riba, limpias las cubiertas, recogidas las redes, perfectamente apiladas y sujetas las cajas que las capturas habían de llenar si les favorecía la suerte. Era un momento feliz para los pescadores que, en franca camaradería y antes de partir, preparaban su cena. Así es como me describe un pescador aquella escena que tantas veces pude ver: «Un cuidava del foc, un altre pelava patates i el de més enllà trinxava la ceba i el tomàquet per al sofregit. Es cuinava amb força oli i quan les patates, els fideos o l’arròs anaven pel darrer bull, s’hi posava el peix que ja es tenia net. El toc final era un allioli, no gaire fort. L’olla s’abocava en un gibrell, el patró ho tastava i llavors tothom podia menjar tan de pressa com fos capaç, cullera de fusta en una mà i un tros de pa a l’altra. I sense bufar, per no perdre passada. Tots ens ho manjàvem que encara cremava i qui badava no menjava».