Diario de Ibiza

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Dominical | Memoria de la isla

Un aire de familia

Los pueblos mediterráneos, además de compartir geografía, historia, cultura, costumbres, creencias y mitologías, descubren rasgos comunes que resultan reveladores, especialmente en sus arquitecturas. Las diferencias climáticas, del medio natural y de los materiales de cada lugar, dan modelos de diseño local, pero con características comunes que justifican su éxito y que hayan llegado sin apenas cambios hasta nuestros días

Imagen griega que podría ser de la Penya. Klaus d.Francke

Toda la arquitectura mediterránea, por su funcionalidad, expresividad y eficacia de sus soluciones, aporta patrones perfectamente viables para las viviendas de nuestros días. Sorprende constatar que los pueblos costeros del sur de Italia, sobre todo los del entorno de Nápoles, erigidos por sus habitantes con sus propias manos como también se ha hecho en Ibiza, tienen un extraordinario parecido –y en cierta manera, parentesco- con los barrios que, extramuros, en el levante urbano de Vila, al pie del baluarte de Santa Lucía y en la fachada portuaria de los Andenes, han estado tradicionalmente habitados por las gentes de la mar. Las viviendas de Prócida y Coricella, por ejemplo, como sucede en nuestros barrios de la Penya y la Bomba, casi todas ellas de dos alturas y a un tiro de piedra de los muelles, permiten a los pescadores vigilar sus amarres, ver desde sus casas las condiciones de la mar, el trajín de los hombres en las barcas y el secadero de redes sobre las losas del puerto.

Y como ocurre en aquellos pueblos italianos, nuestros muelles han sido también, todo a un tiempo, paseo y lugar de trabajo. Y también como en ellos, la línea de edificios que discurre en una misma hilada de casas, desde la plaça de sa Riba al carrer de Vicente Soler, sirve arquitectónicamente como firme línea de parada a la cascada de viviendas que se descuelga por la colina y es un factor de transición entre la Ciudadela y el mar.

Estos barrios marineros conforman la fachada portuaria de Vila que se abre a los muelles y a la bahía con un efecto teatral incuestionable y en ellos, como en aquellos pueblos costeros italianos, vemos las mismas cubiertas aterrazadas, los mismos mil ojos de sus pequeñas ventanas y balcones, los mismos pasajes interiores que se entrelazan laberínticos en un dinámico juego de cruces, empinamientos, masas y volúmenes que, según nos adentramos en las calles del barrio –Alt, Sant Pere, Bon Aire, Retir, etc-, determinan distintos niveles en los que se alternan plazuelas y viviendas, espacios públicos y privados. Y a pesar de la singularidad del caserío que es siempre distinto en fachadas, alzadas y vanos, el conjunto mantiene un rostro unitario, como si toda la barriada conformara un único cuerpo sin perder un orden natural de continuidad.

Es, en fin, una arquitectura que no se repite y que descubre una manifiesta libertad individual, sin perder en ningún caso un característico y perfectamente reconocible aire de familia. Y la misma configuración piramidal de Vila la encontramos en pueblos como Positano, donde, desde el mar, las casas remontan la colina, de manera que todas ellas, superpuestas, se aseguran un dilatado horizonte. En Ibiza, a pesar de la degradación que en los últimos años ha sufrido el barrio marinero y aunque ya es historia la vida que tuvo en otro tiempo, la Penya conserva el vigor y el carácter de su primitivo diseño. Cabe decir, incluso, que su rostro portuario ha mejorado en el barrio de la Bomba que, por así decirlo, se ha lavado la cara. Más arriba, intramuros, el abrazo de la muralla ha preservado en toda la Ciudad Alta la urdimbre abigarrada de sus edificios, pasajes y apeldañados callejones, una trama laberíntica que nos habla de una antiquísima huella habitacional y de las condiciones naturales impuestas por el escalonamiento y por la densa concentración de estructuras que crean un orden aparentemente caprichoso, pero siempre pragmático y solidario.

Bonifacio y la Penya

También constato que el pueblo corso de Bonifacio tiene un desconcertante parecido con el lado de la Penya que mira al mar, donde las casas, enrocadas sobre el cantil, crean la icónica postal que con razón compran y fotografían los turistas. Es una arquitectura que crea paisaje y la conclusión a la que uno llega es que todas las comunidades mediterráneas, con factores geológicos y climáticos similares, llegan a soluciones constructivas de clara coherencia y manifiesta unidad de escala. Las soluciones acaban siendo tan parecidas en uno y otro extremo del Mediterráneo –lo mismo en el mar de Alborán y Balear que en el Egeo, Jónico, Tirreno y Adriático-, que las arquitecturas pueden intercambiarse.

Es cierto que en Dalt Vila tenemos sobredimensionados algunos edificios –el Convento de Santo Domingo, can Botino y el antiguo Seminario-, pero la potencia del conjunto los integra, sin subordinaciones ni jerarquías, de forma orgánica y armoniosa. Es bien cierto que en nuestro caso el accidentado relieve de la colina ha exigido imaginación y libertad constructiva, una configuración urbana arracimada, escalonada, de manifiesta densidad habitacional, constreñida por la fortificación y por la escasa profundidad que ofrece el declive de la ladera, circunstancias topológicas, todas ellas, que condicionan los tamaños, las volumetrías y formas de las viviendas que, en su modestia, ofrecen una incuestionable plasticidad y una feliz habitación. Las cubiertas rasas y superpuestas de los edificios, vigorosamente definidas, crean ‘rellanos’ visuales en una secuencia de equilibradas asimetrías que contribuyen a suavizar la acusada pendiente de la colina y que en su escalonamiento conforman un verdadero anfiteatro, una teatral gradería urbana sobre la bahía, el llano y las colinas que dan telón de fondo a la Marina.

Superposición constructiva

Esta superposición constructiva de Dalt Vila permite que cada casa, sobre la que tiene al pie, goce de luz, ventilación y buena vista, además de preservar su intimidad. Y las calles, a su vez, para salvar los declives, cambian constantemente de dirección en inesperadas intersecciones que dan a la ciudadela su vigoroso carácter. Y es a tal punto así que pasar de una calle a otra proporciona placer y sorpresa. Es, en fin, una arquitectura que aprovecha las condiciones naturales del lugar y que de la necesidad hace virtud. Y el resultado es una imagen urbana de incuestionable belleza.

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