"Una comunidad se desintegra en cuanto consiente en abandonar al más débil de sus miembros". (Amin Maalouf).
A veces resulta imposible desembarazarse de esta sensación desabrida que produce la inapelable y progresiva extinción de la Ibiza que éramos. En cuanto desembarca un nuevo forastero para usurpar otra concesión a golpe de talonario, sustituyendo la patina de autenticidad que rezuman las tablas de un viejo chiringuito local por el minimalismo aranero de un ambigú fashion con ínfulas de beach club, se nos empaña un poquito más el alma de ibicencos.
En la costa de Sant Joan cada temporada desaparece otro icono del dolce far niente en una calita perdida, donde la vida transcurría entre efluvios de sardinas aliñadas con picadillo de ajo y perejil, siestas a la sombra de un cañaveral, gintónics al atardecer y una impagable sensación de intemporalidad que también agoniza. El inventario de lo genuino tiende peligrosamente hacia la irrelevancia, mientras se acrecienta el de lo insulso.
Los ayuntamientos han encontrado en las subastas de concesiones de chiringuitos y hamacas ubicados en la orilla pública una fórmula infalible para engrosar el parné municipal. No vislumbran, sin embargo, que por cada euro que se recauda a costa de arrebatar la gestión de las joyas costeras a las familias ibicencas que las han explotado durante décadas –con orgullo, sacrificio y respeto por el lugar privilegiado que se les arrienda–, el fulgor de la isla pierde unos cuántos lúmenes más.
Hubo un tiempo en que todos los arenales pitiusos contaban con un pequeño kiosco de madera. Con la evolución turística y la construcción de los nuevos hoteles, fueron siendo sustituidos por restaurantes con mayor capacidad y servicios, desplazando estas idílicas tabernas desmontables a calas más retiradas y pedregosas. Dicha circunstancia aún les confería mayor originalidad, pues encontrarlas en paisajes tan recónditos resultaba emocionante. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, incluso estos últimos vestigios de nuestra hostelería primigenia desaparecen o son sustituidos por negocios impersonales y sin el menor vínculo con la idiosincrasia ibicenca.
Subasta con matones
El principio del fin de los chiringuitos de madera hay que buscarlo en aquella subasta surrealista a mano alzada, perpetrada el 12 de abril 2016 en el salón de plenos del Ayuntamiento de Sant Josep, que juntó a especuladores, matones y narcotraficantes con empresas familiares de toda la vida. Como resultado, innumerables concesiones de tumbonas fueron usurpadas a los restaurantes, que las gestionaban como un servicio de valor añadido para sus clientes, responsabilizándose también del cuidado de las playas. Y los que consiguieron mantenerlas, lo hicieron a costa de pujar por ellas muy por encima de su valor real.
Otro de los daños colaterales de aquella idea fallida fue el aniquilamiento de un romántico quiosco de madera que existía en Cala Codolar. Cristo lo había fundado en 1974 y siguió explotándolo con la ayuda de su hijo, Tóbal, hasta ser desalojados tras el proceso de renovación concesionaria. En el concurso, Cristo llegó a pujar muy por encima de la pérdida y se rindió cuando se vio a sí mismo arriesgando el patrimonio familiar por conservar un modo de vida que se había prolongado durante más de 40 años.
Su chiringuito ofrecía cerveza, refrescos, hamburguesas, bocadillos, helados y mojitos a precios módicos, prestaba bolas de petanca a sus clientes para que echaran unas partidas en la arena mientras los niños chapoteaban y gestionaba unas pocas hamacas alineadas en la orilla, pues Cala Codolar nunca fue enclave de multitudes. Su hamaquero cada mañana rastrillaba y cribaba la arena con un salabre para que no quedara rastro de colillas ni plásticos, y al principio de temporada incluso apartaban unos callaos de la orilla, descubriendo un estrecho pasillo de arena por el que los bañistas accedían cómodamente al mar.
Aquel kiosco representaba mucho más que un negocio de hostelería; constituía una comunidad de personalidades afines. A lo largo de sus temporadas de cuatro o cinco meses se forjaban amistades, amores y aventuras. Algunas familias allí se conocieron y convirtieron el tiempo junto a la barra de Cristo en el principal aliciente de las vacaciones. Entre sus clientes había periodistas, arquitectos, ingenieros, obreros, mecánicos y todo tipo de gente que durante años se reencontró verano tras verano con la ilusión de un sentimiento de fraternidad renovado. También los niños, mientras saciaban con sobras de sandía la sed de las lagartijas escondidas en los recovecos de las piedras del muro que cerraba la terraza por el lado de levante, fraguaron complicidades eternas.
El chiringuito de Cristo, en definitiva, representaba un icono de aquellos estíos eternos en los que el tiempo transcurría sin darnos cuenta. Constituía la esencia del viaje, la gran belleza de Ibiza, un santuario donde el lujo lo aportaban la sencillez, los precios justos y una atmósfera de felicidad real y tangible. Cuando el kiosco de Cala Codolar echó el cierre, la mayor parte de aquellos que acostumbraban a apurar en sus mesas hasta el último suspiro de la holganza, jamás regresaron a su orilla.
Otras barras playeras han corrido la misma suerte y un buen número siguen amenazadas, pendientes de nuevas subastas y renovaciones. También han abierto otras nuevas, pero la tendencia apunta a su desaparición a medio plazo, salvo que las instituciones, en lugar de adjudicarlas al mayor postor, encuentren una fórmula para seguir apostando por quienes las han mantenido a lo largo de tantos años, montando en primavera, desarmando tablas en otoño y recibiendo en verano a esos clientes asiduos que acaban siendo parte de la familia.
Cierres y reaperturas
En estos últimos años hemos asistido al cierre de otros chiringuitos que habían sido míticos, como el de Caló des Moltons, en la bahía de Sant Miquel, y al parecer también el del Port de Portinatx. Se suman a todos los desaparecidos en décadas anteriores, cuando se ubicaban en playas tan significadas como ses Salines, es Cavallet, Cala Tarida, Cala Vedella, s’Arenal Gros de Portinatx, es Canar, Cala Gració y un interminable etcétera. Al parecer, otros volverán esta temporada tras un breve paréntesis, como los de Cala Xuclar y Cala d’en Serra, aunque su futuro seguirá en la cuerda floja con los especuladores al acecho, y siguen resistiendo los de es Pas de s’Illa, Cala Boix, Cala Nova, Canal d’en Martí y sa Punta de Talamanca, entre otros. Y aunque en estos últimos años han abierto otros donde ya los hubo antaño, como en es Racó d’en Xic y Cala Olivera, la tendencia es preocupantemente a la baja.
Al igual que ocurre con tantos otros asuntos de pura estrategia turística, lo que en Ibiza retrocede en Formentera se afianza. Allí, los chiringuitos son reconocidos como un valor prioritario y se les promociona y protege. En el invierno de 2019-2020, justo antes de la crisis pandémica del Covid-19, algunos incluso abrieron durante los fines de semana soleados, con el objetivo de atraer al público ibicenco y de segunda residencia, impulsados por una campaña promocional de Turismo de Formentera. De esta forma, quioscos tan significados como Bartolo, Lucky, Cala Saona, Pirata Bus, La Franja, Kiosko 62 o s’Abeuradeta, entre otros, fueron descubiertos por nuevos clientes y reconocidos como un puntal para la imagen de Formentera.
En Ibiza, por el contrario, ninguna institución les hace el menor caso. Como ya se ha anticipado, van siendo engullidos por el monstruo insaciable del lujo, que globaliza su imagen, su oferta y su atmósfera, devaluándolas. De rincones radicalmente acogedores, integradores y libres de protocolos, evolucionan a establecimientos elitistas y excluyentes, que atentan contra el espíritu acogedor que siempre ha caracterizado la isla.
Los chiringuitos de Ibiza que aún sobreviven constituyen el último eslabón de ese turismo iniciático que acogía al recién llegado como a un amigo, atrapándolo para toda la vida. Simbolizan lo mismo que los antiguos colmados de carretera para el comercio, una conexión con la isla que supera la mera transacción comercial y la aparente frialdad de los nuevos negocios, donde nadie se alegra de verte.
Los chiringuitos tradicionales de Ibiza hoy se encuentran claramente en peligro de extinción. Llegará un verano en que se desmontarán y al siguiente ya no volverán. Los ayuntamientos deberían plantearse en serio una fórmula que garantice su conservación y, si es posible, fomentar la reposición futura de aquellos que han sido sustituidos por negocios impersonales que poco o nada aportan a la isla.
Quién pudiera volver a darse un chapuzón en el agua cristalina de Cala Codolar y luego secarse al sol con una cerveza fría en la mano, en la terraza del chiringuito de Cristo.
Postales de otra Ibiza
La mayor parte de las viejas postales de la isla que se ofrecían en las tiendas de souvenirs en los años sesenta y setenta reflejaban vistas generales de las principales playas. En aquellos arenales paradisíacos, exentos de hoteles y bloques de apartamentos, donde la naturaleza se expresaba con su máximo esplendor, únicamente existían
pequeños chiringuitos de madera, donde, con cuatro ingredientes, un fogón y una bombona de butano se cocinaban magníficas paellas y parrilladas de pescado, que los turistas degustaban fascinados por la inmensa suerte que implicaba estar allí en ese instante. Aquellos vetustos quioscos de madera también constituyen el germen de los magníficos restaurantes marineros que hoy aguardan dispersos por la costa de Ibiza.
Xescu Prats es cofundador de www.ibiza5sentidos.es, portal que recopila los rincones de la isla más auténticos, vinculados al pasado y la tradición de Ibiza