Diario de Ibiza

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Dominical | Memoria de la isla

‘Flashes’ de ‘Portmany’

«El primer contacto con Ibiza se establece a través de sus paisajes, sus conjuntos urbanos y su arquitectura rural, pero lo que luego nos retiene en ella son los valores humanos de los ibicencos: su nobleza, su honradez, su trato sencillo y cordial. Si tuviese que resumir estas cualidades, daría el nombre de Antonio Marí Ribas, ‘Portmany’». Marqués de Lozoya

En un apunte, un universo. | ARXIU ALFONS G. NINET

En Antonio Marí Ribas, Portmany, se cumple aquello de que nadie es profeta en su tierra. Para quienes le conocimos y le veíamos trabajar en cualquier rincón de la Marina, en los muelles, en el entorno del Mercado y a veces, las menos, en la plaça de la Vila, -más arriba no solía subir-, Portmany formaba parte del escenario cotidiano y su presencia, por así decirlo, no llamaba la atención. De vez en cuando, algún curioso se le acercaba por detrás mientras estaba dibujando –cosa que le fastidiaba- y espiaba el rápido rasgueo de su caña entintada sobre un pequeño cartón. A veces mojaba un pequeño trapo o un trozo de algodón en agua para hacer algún retoque o suavizar una sombra y podía, incluso, utilizar un dedo para remarcar una mancha. Su reiterado callejeo y el apostarse unos minutos en cualquier esquina respondía, sobre todo, a que necesitaba escenarios que tuvieran movimiento, de ahí que prefiriese salir a dibujar por las mañanas, cuando el trajín en la ciudad baja era mayor y más acusados los contrastes de luz y sombra.

Cualquier cosa que se moviera le daba motivos, un payés que descargaba su carro junto al Rastrillo, las payesas que despachaban productos del campo bajo los entoldados de la Plaza, un corrillo de mujeres que zurcían redes junto a las Barracas, un motovelero que cargaba sacos de patatas, un tendero que colocaba en la acera cestos con frutas y una caja redonda de sardinas de casco, un grupo de pescadores acuclillados que preparaban sus palangres en los muelles, unas payesas que vendían en la calle de las Farmacias, según fuera la estación, espárragos o setas…

El protagonismo lo tenía siempre la figura humana, en plural, es decir, el ir y venir de unos y otros. No sé de ningún dibujo en el que falte la presencia humana. Le interesaba la cotidianidad, el instante, tomarle el pulso a la ciudad, recoger su latido. Portmany actuaba como un notario de todo lo que veía.

Pero no nos engañemos, para todos los que le conocíamos –o para casi todos- Portmany no pasó de ser un personaje pintoresco, una rareza, una curiosidad en el paisaje urbano de Vila. No acabábamos de entender lo que hacía y sus dibujos nos resultaban extraños. Él sabía que no se le entendía, pero iba a lo suyo y en vez de desistir, insistía. El reconocimiento le vino tardíamente y desde fuera de la isla. Tuvo que ver mucho en ello el Marqués de Lozoya que publicitó tanto como pudo sus trabajos y que finalmente consiguió que tuviera, particularmente de puertas afuera, un incuestionable y merecido reconocimiento.

El garabateo nervioso y preciso de Portmany rasgaba el cartón y no era raro que rompiera el soporte si utilizaba papel poco grueso. Sus trazos eran tan rápidos que en un momento la escena quedaba esbozada, prefigurada, sugerida, acabada en un mero apunte que podía tener cierto abigarramiento, pero que siempre tenía vida.

Más de una vez me he preguntado por qué dibujaba Portmany de aquella forma tan enfebrecida y peculiar. Por motivos comerciales no era. Le vi regalar algún dibujo y, en cambio, no consentir en una venta si sospechaba que el comprador no valoraba su trabajo y lo adquiría por capricho, porque le sorprendía aquella forma de dibujar o por mera curiosidad.

Mirada peculiar

Y lo que recuerdo bien ahora, entonces no lo vi, es la peculiaridad de su mirada. Seleccionaba el motivo de sus dibujos, pero era tal su rapidez que parecía hacerlo de manera intuitiva, sin ningún análisis, por mero instinto pictórico. Se apostaba en cualquier poyete o recostaba la espalda en la balaustrada del Rastrillo –sus manchas de tinta dejaron huella en las piedras-, con la carpeta todavía debajo del brazo y, antes de colocársela como solía, sujetándola con la mano izquierda y apoyada en el pecho, repasaba sin prisas cómo desfilaba la vida.

En ese momento previo al dibujo, su mirada sí era analítica, la de un ave de presa que quiere aprovechar ese instante fugaz, ese pequeño detalle que llama su atención. Su mirada era como una cámara fotográfica que captaba una imagen de la que, en sólo segundos, hacía la lectura que con pasmosa seguridad, sus manos materializaban.

Pero una cosa era su mirada, lo que sus ojos veían, y otra, muy distinta, su vivencia, la lectura plástica que hacía de lo que veía. Precisamente en esa lectura estaba el creador, la genialidad del artista, la singular expresión que con mayúsculas llamamos Arte.

No le movía el dinero

No le faltaba amor propio, pero no era en absoluto una persona ambiciosa, no le movía le dinero. Lo prueba el hecho de que vivió siempre con una gran sencillez y murió pobre. Sus últimas voluntades descubren, al margen de montones de dibujos, lo poco que tenía y lo poco que necesitaba para vivir. En los últimos años, cuando un crítico elogiaba su trabajo, todavía se sorprendía. Yo diría que, para Portmany, dibujar era una necesidad, una pulsión, una pasión, la manera natural que tenía de expresarse. En una mañana podía dibujar 10 cartones o más. A veces hacía cuatro trazos, torcía el gesto porque no le convencía lo hecho, le daba la vuelta al cartón y hacía otro dibujo que podía acabar en dos minutos. Hay muchísimos cartones con dibujos en las dos caras.

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