Diario de Ibiza

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Dominical | Memoria de la isla

Con los ojos cerrados

Aunque un paisaje nos afecta especialmente cuando estamos inmersos en él, cuando podemos verlo, olerlo y tocarlo, no nos afectan menos los paisajes que nos fueron familiares porque crecimos en ellos, paisajes que ya no vemos porque están desfigurados, pero que la memoria retiene como eran. Son los paisajes que nos identifican y que nos dan consuelo cuando el aquí y el ahora nos ahogan

Una imagen que sólo existen en la memoria. | JOAQUIM GOMIS

En la Ibiza de mi infancia y adolescencia, la pequeña ciudad que recuerdo, la antigua bahía y el viejo puerto, pertenecen a esa categoría de paisajes que como un tesoro retiene la memoria. Regreso a Ibiza varias veces al año y la cacareada estacionalidad que nos impone el turismo me permite visitar dos islas –la del invierno y la del verano- que no se parecen en nada. Son islas distintas. Y es un contraste que agradezco. Tanto es así que, cuando oigo la palabra desestacionalización, -intención mercantil que puedo entender-, se me alteran las meninges por razones obvias: un turismo masivo que nos abordara durante todo el año acabaría con la sustantiva diferencia que tiene la habitación que uno puede hacer en Ibiza, pongo por caso, en enero y en agosto.

Un turismo que no nos diera respiro y sentara sus posaderas en Ibiza los 365 días del año nos situaría en una isla difícilmente habitable. Y no es que el invierno pitiuso sea hoy para tirar cohetes, porque el caos ha venido para quedarse y también se deja notar en temporada baja. Cabe reconocer, a pesar de todo, que entre noviembre y mayo recuperamos una relativa calma, se regenera el paisaje y descansamos quienes lo habitamos. Un turismo estacional, de sólo unos meses, también permite que los ibicencos y formenterenses podamos hacer vacaciones cuando los turistas ahuecan el ala, y de ahí que encontremos vecinos de Fruitera, Peralta y la Mola, a partir de octubre, en Singapur, el Caribe o Madagascar.

En Ibiza, yo prefiero el invierno, con más silencios y menos agobios. Es cuando puedo cumplir determinados rituales, caso de subir religiosamente, -lo hago, como poco, una vez al año-, a la plaza de la Catedral. Sin las tribus de turistas disfrazados de turistas que convierten la ciudadela en un escenario, puedo atravesar sin prisas el Portal de las Tablas y callejear como me piden el instinto y la memoria. En verano, la visita es otra: me veo obligado a entrar en la ciudad, preferentemente a deshora, por el túnel del Soto. Desde la plaza de la Almudaina y el Baluard de Sant Bernard, todavía puedo recuperar el fascinante sur de los Freos y Formentera.

El estrecho pasaje de la Universitat me deja luego en la terraza que por el norte se abre al laberinto de callejas y tejados la Ciudad Alta, al abrazo de la muralla, a la Marina, al desastroso Ensanche que se pierde por poniente y al viejo puerto que queda a nuestros pies, cegado su frontis por una barrera de cemento que no sólo ha desfigurado el dilatado arco de la antigua bahía, sino que ha devorado las acequias y el humedal de ses Feixes. Ni tan siquiera hemos sabido preservar el vestigio de las islas –Grossa, Plana y Botafoc- que, separadas por un modesto muro, retenían todavía el visage del paisaje primigenio. Las actuales plataformas y los nuevos muelles nos han robado el antepuerto y han dejado el viejo faro descolocado, humillado por una boya que, en el extremo del dique, señala la nueva bocana.

Es en esta estratégica miranda de la catedral donde, sin poder ver lo que vimos, uno puede soñar. Basta cerrar los ojos para recuperar el diorama de la memoria que se sobrepone al que ahora tenemos. Uno sabe que es una mera representación fantasmal, imaginaria, pero lo cierto es que está dentro de nosotros y nos pide vivencia.

Mala conciencia

Es entonces cuando puede asaltarnos la mala conciencia por haber robado el primigenio paisaje a las nuevas generaciones. Tal vez nos consuele pensar que, como no lo conocieron, no pueden lamentar su pérdida ni echarlo en falta; pero la cosa cambia cuando se topan con alguna vieja fotografía. Entonces descubren el despropósito que les hemos legado y pueden entender nuestra nostalgia, nuestra rabia y nuestro desconcierto. Tal vez para exculpar nuestros destrozos, pensemos aquello de que la vida es cambio, que cambian los paisajes y cambiamos nosotros.

Y que, a fin de cuentas, también el paisaje que nosotros vimos y recordamos está lejos del que vieron los púnicos desde esta misma atalaya de la Catedral. Ellos verían, posiblemente, un modesto racimo de casas escalonadas y protegidas por una pequeña fortificación. Aunque, eso sí, su paisaje nos aventajaría en la visión de la bahía y del llano que ya tendría cultivos. Las tres islas de levante, con paso entre ellas para las naves, dibujarían entonces una doble bahía, la que hoy ocupa el muelle viejo y la de Talamanca. No cuesta nada imaginarse un pequeño puerto, con almacenes, talleres extramuros y, en los amarres, algunas trirremes, pequeñas barcas de pesca y dos naves barrigonas que embarcaban madera, mosto, higos secos –nuestras dulces xereques- y qué sé yo.

El estropicio provocado

Hoy es prácticamente imposible hacer una buena lectura de aquel paisaje primitivo que sólo cabe imaginar a partir de los vestigios que nos da la arqueología. Supongo, en fin, que los que conocimos otra Ibiza somos más propensos a dejar volar la imaginación a los tiempos idos. Sabemos el estropicio que hemos provocado y por eso somos ahora impenitentes perseguidores de lo poco que nos queda del Viejo Mundo. Aunque no por eso nos engañamos. Las trirremes cargadas con ánforas vinarias que soñamos son hoy cruceros de placer para turistas. Y el antiguo paisaje ha desaparecido. Uno abre los ojos, sale del sueño y sabe que la Ibiza que vio ya no existe. Ibiza, hoy, es la marca de un utilitario, de un perfume, de cremas y colonias. Ibiza es una discoteca. Visto lo visto, uno abandona cabizbajo la plaza de la Catedral. Es casi de noche y en la Marina se encienden las primeras luces. 

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