Las islas son paraísos y criaderos de lo único y anómalo. Son laboratorios naturales de extravagante experimentación evolutiva. (David Quammen).

El escueto istmo que mantiene sa Ferradura asida a la bahía del Port de Sant Miquel, hurtándole su condición de isla, constituye una insólita frontera entre dos Ibizas opuestas, tanto a lo largo como a lo ancho. Aunque las inmobiliarias de lujo ofrezcan disfrutar de una isla privada a cambio de un alquiler astronómico, lo cierto es que falsean la realidad, pues sa Ferradura ya únicamente constituye un cabo rechoncho y anómalo, soldado a la costa por un paso angosto.

Si trazáramos una línea imaginaria que separara el islote de la costa, en el lado ibicenco tendríamos la versión natural y escarpada de la isla, con acantilados, bosques que descienden hasta el mar y minúsculas calas guarecidas en los entrantes. En el de sa Ferradura, sin embargo, hallaríamos otro inquietante ejemplo de esa Ibiza, incumpliendo las más elementales reglas de la sostenibilidad: una casa desmedida en tamaño sobre la modesta roca, con jardines cubiertos de césped y plantas ornamentales foráneas mantenidas con cantidades ingentes de agua dulce, así como dos piscinas.

Hay que recordar que antaño sa Ferradura era conocida como s'Illa des Bosc porque albergaba un área boscosa que debió de ser talada para aprovechar su madera. El istmo, por su parte, es natural y obedece a la acumulación de sedimentos y rocas desprendidas del precipicio que sostiene la Torre de Balansat, también llamada des Molar.

Si, por el contrario, la sección fuera perpendicular, partiendo el istmo en dos mitades, la franja coincidente con la orilla interior exhibiría la Ibiza turística, de grandes hoteles, con los edificios gigantescos y escalonados que descienden por la montaña hasta la orilla del Port de Sant Miquel, veleros y lanchas fondeados en mitad de la bahía y un apacible chiringuito de madera junto al mar, donde disfrutar del paisaje y tumbarse sobre la arena gruesa, casi grava, de la orilla.

En el lado, norte, sin embargo, la otro ribera, completamente irregular y abrupta, formada por rocas gruesas y un agua cristalina, de inusitada viveza en los recovecos que quedan entre las piedras. A la izquierda, los pliegues diagonales que sostienen el precipicio coronado por la torre, luego el perfil de la Punta de sa Creu y, ya de frente, s'Illa Murada.

Este islote, tal vez junto a ses Torres d'en Lluc, en la zona de Sant Mateu, constituye uno de los lugares más enigmáticos de la costa de es Amunts. Desde esta distancia impresiona su corona plana, ligeramente descendente hacia el norte, donde se asientan los restos de un muro erigido con mortero de cal, que rodea todo el perímetro del islote. Éste, además, alcanza una altura de más de treinta metros en el lado más próximo a la costa ibicenca. Aunque en su cima se han hallado restos cerámicos de época islámica, la función de este cercado sigue siendo un misterio y las especulaciones oscilan desde un poblado de origen fenicio a un recinto para conservar ganado, con el objetivo de evitar que este se despeñara.

La ribera pedregosa de es Pas de s'Illa, en todo caso, constituye un rincón espectacular para otear hacia el norte, contemplar el vuelo de las pequeñas rapaces que habitan los acantilados y gozar de otro fragmento inalterado de la isla.

Doble ribera de difícil acceso

Alcanzar es Pas de s'Illa no es tarea fácil ni recomendable para conductores temerosos. Las cuestas son pronunciadas, con una superficie en algunos tramos en malas condiciones y a veces estrecha. Su orilla interior constituye una playa más de la bahía, junto con la del Port de Sant Miquel, que es extensa, y la mucho más reducida del Caló des Moltons. La expedición, sin embargo, merece la pena, sobre todo cuando se hace a pie, recreándose en el paisaje.